La vuelta de Don Porfirio
Varios meses antes de que la telenovela o telehistoria, como me gustaría llamarla salga al aire, el ambiente se está caldeando. Proceso sacó un reportaje; varios periódicos capitalinos publican noticias dispersas pero continuas sobre el asunto; las columnas políticas, de espectáculos y hasta de sociales lo comentan como un secreto a voces y El Norte lo despliega en sus planas: la vuelta de don Porfirio.
Hay dos vueltas en esa vuelta: la de sus restos y la de su figura histórica. De la primera no puedo hablar porque ignoro totalmente si las gestiones para que sus restos regresen a México son veraces o falsas y porque a despecho de la carga sentimental que el asunto tiene, me parece secundario. Ahora que tantos países vuelven la cara hacia atrás con el afán de entender su pasado y ver de frente la verdad, lo importante es sumarnos a este vasto proceso de introspección y autocrítica que ocurre lo mismo en la ex-URSS que sorpréndase usted en los Estados Unidos.
En las calles de Moscú la gente ostenta pequeños distintivos del Zar Nicolás II en las solapas. La prensa y los medios han investigado casi con masoquista desesperación los datos en torno a su asesinato y el de su familia. El dejo nostálgico de esa actitud por las glorias pasadas y perdidas a veces más míticas que reales de la vieja Rusia, es menos importante que la saludable actitud moral que desde hace tiempo, en su implacable crítica al pasado stalinista y leninista, denotan: saber sencillamente la verdad después de décadas de asfixiante mentira.
No hace mucho, una extraordinaria serie de televisión trasmitida por la cadena PBS capturó sin hipérbole la atención del público estadounidense al grado del encantamiento: The Civil War. De pronto, un sector importante de ese pueblo volcado hacia un instante y hacia el futuro miró hacia su pasado con estupor, emoción y nostalgia, y efímeramente comprendió que lejos, atrás, cientos de miles de hombres lucharon encarnizadamente entre sí para defender dos concepciones de vida radicalmente distintas pero igualmente auténticas (que no siempre admirables). Una tenía que prevalecer y de ella nació la definitiva unión americana. Un vago sentido de historicidad se apoderó milagrosamente de la volátil y ensimismada conciencia estadounidense haciéndola por ese solo hecho más humana y algo más sensible a la existencia de los otros humanos.
Algo similar ocurrirá en México muy pronto. No es que don Porfirio haya sido un gobernante maravilloso. En lo político es irredimible. Cualquier demócrata con o sin adjetivos tiene que condenar no sólo su permanencia en el poder sino el modo en que castró la palabra no es excesiva la formación política del mexicano. Con todo, sólo la terca y dogmática necesidad autojustificatoria de los regímenes de la revolución podía haber inventado a Porfirio como nuestro "Tirano Banderas nacional''. Porfirio defendió la soberanía del País en tiempos realmente azarosos, propició el progreso económico, trajo orden y paz a un país plagado por las revoluciones y, en fin, consolidó decisivamente a México como Nación.
Es obvio que con un balance así, aunque hayan transcurrido 77 años desde su muerte, el veredicto de la historia no está cerrado. Tiene que llegar el momento de la reflexión desapasionada y objetiva, sobre todo cuando el vetusto régimen priísta está muerto en vida y cuando el mismo adopta muchas medidas sensatas que lo acercan a los aspectos más positivos de la era liberal de Juárez y Díaz.
La telenovela que se rueda actualmente en los estudios de Televisa contribuirá a esta saludable tarea de introspección nacional. Millones de mexicanos podrán contestar visualmente por primera vez a estas preguntas: ¿Cómo era el País en el siglo XIX? ¿Cómo era Oaxaca, donde Porfirio pasó los primeros y decisivos 30 años de su vida? ¿Cómo fueron las guerras de Reforma y de Intervención? ¿Cómo se logró la llamada "segunda independencia'' de México y cómo se fincaron las bases del progreso económico? ¿Cómo y por qué se derrumbó el régimen porfiriano? ¿Cómo vivió Díaz en el exilio?
Además de historia habrá biografía: la familia de Díaz, sus misteriosos amores, sus amigos y enemigos (aunque en política no tenía ni unos ni otros) sus gabinetes, sus batallas, sus estrategias, sus perfidias, sus crueldades, sus momentos generosos. Si bien el tono, los vestuarios y quizá hasta la música despertarán en muchos las nostalgias dormidas, quienes hemos pensado y escrito la obra (Fausto Zerón Medina y yo junto con un excelente equipo de guionistas e investigadores: Antonio Monsel, Liliana Abud, Eduardo Gallegos, Ludwig Margules, José Manuel Villalpando, Alfonso de María y Campos, Carlos Tello Díaz, Xavier Guzmán, Francisco Montellano) no encarnamos a don Susanito Somellera y Peñafiel aunque nos encanta Pardavé ni cantamos "¡Ay qué tiempos señor don Simón!''. Nos mueve el deseo de reconstruir, recrear, entender y dar a entender un largo y decisivo período de la historia nacional y al personaje que lo representó.
Habrá mucho que decir y contradecir todavía sobre este tema, tanto en su sentido general como en sus minucias. ¿Estará a la altura la producción, la dirección, la actuación y, desde luego, el guión mismo, de las expectativas que ha creado? Yo lo ignoro. Sólo sé que el tema y el personaje merecen una telehistoria decorosa que pueda ser el germen de otras muchas en todos los ámbitos de la creación histórica.
El fruto mayor de la telenovela sería que el Archivo de Porfirio Díaz, resguardado admirablemente por la Universidad Iberoamericana, concluyese rápidamente su proceso de catalogación y atrajera a muchos jóvenes investigadores dispuestos a abrir un nuevo capítulo de autoconocimiento nacional: un capítulo de madurez y claridad, de admisión franca de errores y celebración legítima de aciertos, un capítulo sin las viejas resonancias demagógicas de la mentalidad priísta ni las nuevas rigideces vacías de la mentalidad académica. Un capítulo que valga por su contenido de conocimiento y verdad.
En cuanto a los restos, estoy seguro que el mismísimo Madero el demócrata más puro y el hombre más generoso del siglo XX en México no habría objetado su repatriación. Es ridículo e indigno que un Presidente de México y ese Presidente de México, descanse lejos de su tierra y de la tierra donde quiso descansar: Oaxaca. No sólo le debemos esa reparación: nos la debemos a nosotros mismos.
El Norte