Y el prinosaurio sigue ahí
El pasado
El PRI es uno de los últimos dinosaurios políticos del siglo. Conocemos su historia, pero vale la pena repensarla. Nació en 1929 con el doble propósito de dar un elemento de legitimidad y ordenar civilizadamente la sucesión presidencial que los caudillos de la Revolución había resuelto hasta entonces a balazos. Luego del magnicidio de Obregón, Calles incorporó al PRI a los militares sobrevivientes que, con las pistolas en la mesa, harían cola y esperarían su turno. El propio Calles encomendó al PRI la función de ganar (o robar o inventar) votos para el elegido. Por su parte, Cárdenas dio otra vuelta de tuerca: incorporó no sólo a los militares y a los burócratas sino también a las agrupaciones de campesinos y los sindicatos obreros.
Desde entonces, con algunas modificaciones más formales que de fondo, el acuerdo ha permanecido intacto en lo esencial. Cada seis años se celebra la ceremonia secreta en la que el presidente elige o, mejor dicho, unge a su heredero, que ejerce el poder de modo absoluto, sin dar cuentas a nadie, ni siquiera a los Poderes Legislativo y Judicial, cuya independencia es sólo formal. El nuevo presidente, a su vez, unge a los gobernadores de los estados y a no pocos senadores y diputados. Utilizando pródigamente los fondos del erario y mediante mil expedientes legales, extralegales e ilegales que van desde el convencimiento sincero y la persuasión hasta la coacción y el fraude; el aparato del PRI se encarga de asegurar que los votos de los supuestos electores coincidan con el voto del verdadero elector: el presidente de turno. «En México —escribió hace seis años Gabriel Zaid— no se consigue presupuesto en función de los votos que se consigan ... se consiguen votos en función del presupuesto que se consiga ... los políticos y funcionarios no le deben su posición a los electores de abajo sino al gran elector de arriba». Las operaciones de legitimación electoral rara vez fallan porque una parte importante de la población está en una situación cautiva. La vida económica de todos los burócratas —cuatro millones—, de buena parte de los campesinos —cuyas tierras (ejidos) pertenecían hasta hace poco al gobierno— y de la mayoría de los obreros —controlados por la Confederación de Trabajadores de México (CTM), columna vertebral del PRI— depende, directa o indirectamente, del gobierno. Como ha visto Octavio Paz, no son pocas las similitudes entre este monstruo burocrático surgido de una revolución y otro dinosaurio, ése sí, en plena extinción: el Partido Comunista de la URSS. No es casual, en suma, que en sus sesenta y tres años el PRI haya perdido sólo una gubernatura.
Se trata, como decía Cosío Villegas, de una especie de monarquía patrimonial legitimada con formas democráticas y republicanas. Pero lo cierto es que el arreglo funcionó de modo admirable: libró a México de la anarquía y el militarismo latinoamericanos, respetó las libertades cívicas —México no conoce nada semejante al terrorismo de Estado—, creó un vasto sistema de seguridad social y, sobre todo, cuidó la autonomía de la esfera económica: dio amplias libertades al mercado, protegió a la industria más de lo necesario y propició un crecimiento sostenido por cuatro décadas.
El primer terremoto que cimbró el edificio corporativo ocurrió en 1968. La masacre de cientos de estudiantes mostró los límites del «milagro mexicano». Una nueva clase media se había desarrollado y reclamaba sus derechos políticos elementales. Así como había que abrir la economía a la libre competencia internacional, el sistema político debía abrirse también a la libre competencia de partidos y opiniones. Por desgracia, dos sucesivas administraciones populistas —Echeverría y López Portillo— prefirieron reafirmar el viejo modelo del partido integrador, invadir la esfera económica y convertir al Estado en empresario. El resultado fue la bancarrota.
Hasta 1982 la oposición en México había sido impotente. El quijotesco PAN soportó desde su fundación en 1939 varios fraudes en su contra. Un presidente de México llamaba a sus militantes «místicos del voto». La desmoralización del PAN llegó al extremo de retirarse en 1976 de la contienda presidencial para no ser visto como la «oposición leal» del PRI. Por su parte, la oposición de izquierda había intentado muchas veces —había sido orillada a intentar— la vía de las balas, más que la de los votos. En 1982 cambió todo eso. Ese año, buena parte de la sociedad midió los costos de obedecer al PRI. Comenzó a entender que el PRI no es un partido, sino el brazo electoral del gobierno; que la corrupción, la improductividad y el desperdicio son consustanciales al sistema de partido-gobierno; y que esos males sólo pueden combatirse con una doble reforma liberadora en la economía y la política.
El presente
Miguel de la Madrid inició la reforma económica mexicana que Salinas de Gortari ha profundizado con gran éxito. La mancha de ambos ha sido la política. Durante el régimen de De la Madrid siguieron los fraudes habituales que provocaron un repudio generalizado. Por su parte, Salinas ha declarado varias veces que nuestra perestroika debe venir antes que nuestra glasnost. Los procesos electorales recientes parecieran confirmar esa declaración. Con el gobierno como juez y parte, contando siempre con los generosos recursos del erario para sus campañas, el viejo PRI ha entrado en la etapa de la manipulación cibernética de las elecciones. Se podría escribir un tratado de electoral fiction sobre sus métodos para viciar el sufragio libre y secreto.
¿Qué pensaría el votante de una democracia del Primer Mundo si en el momento de sufragar descubriese en la puerta de la casilla a un individuo que le pide cuentas de su voto? El caso fue frecuente, por ejemplo, en las elecciones estatales del estado de Guanajuato en 1991. El PRI gastó en favor de su candidato los fondos públicos en una costosísima campaña y movilizó a los campesinos como ganado político: los transportó, los alimentó, los consintió, los convenció y, en su momento, seguramente los intimidó para que votaran por él. El candidato del PAN, Vicente Fox, un empresario independiente, hizo una buena campaña que, según sus cómputos, le dio el triunfo. Las autoridades dieron la victoria al PRI. La contienda en Guanajuato demuestra algo evidente: en México la alternancia del poder, aun a nivel local, no es difícil: es prácticamente imposible.
Personalmente, creo que en justa competencia con la oposición y sin irregularidades en ninguno de los pasos del sufragio, el PRI hubiese ganado, en efecto, buena parte de las elecciones para diputados y senadores y algunas gubernaturas, pero no las de San Luis Potosí, y menos la de Guanajuato. El buen desempeño del presidente Salinas en la esfera económica y de asistencia social a los mexicanos más necesitados hubiese sido y es un factor decisivo. Pero así como ocurrió, la victoria del prinosaurio parece más bien pírrica: desmoralizará a los militantes del PAN que siguen siendo tratados como «místicos del voto» y radicalizará a la izquierda, cuya tradición democrática es, digamos, reciente. Pero sobre todo ahondará el agravio del vasto sector moderno de la sociedad mexicana que se niega a plegarse a un régimen político caracterizado por la mentira, la simulación y el uso ilegal de la influencia y de las riquezas públicas con fines partidistas. Este sector insatisfecho no cree que la reforma política deba postergarse por la económica: al contrario cree que el éxito de ésta depende de aquélla. En todo caso, se niega a aceptar que el tempo y la naturaleza de ambas deba ser decisión discrecional del presidente.
El futuro
Esta franja amplísima de ciudadanos conscientes reclama la separación del PRI y el gobierno. Algunas ideas prácticas al respecto: poner un tope a los fondos de que disponen los partidos y nombrar una comisión de fiscalización para verificarlo, compuesta por una mayoría de diputados de oposición; sancionar penalmente cualquier otra transferencia del gobierno al PRI, ya sea en efectivo o en sus mil especies (habría que detallarlas); prohibir cualquier forma de coacción en la emisión del sufragio libre y secreto, incluida la «promoción del voto», los desayunos electorales, los acarreos forzosos, los acarreos no forzosos y todos los actos de «persuasión» colectiva que se verifiquen durante la semana —y desde luego el día— de las elecciones; prohibir el uso de los colores nacionales en las siglas de los partidos; legislar con detalle sobre la naturaleza y periodicidad de la propaganda partidaria por radio y televisión.
Además de estas medidas que atañen directamente a la relación entre el PRI y el gobierno, una auténtica reforma política requeriría muchos otros cambios que implican una cesión real, histórica de poder a cargo del sistema y en abono de la legalidad y la democracia. Devolver al Poder Judicial su jurisdicción en materias electorales sería uno de esos cambios. Hay varios más. Gabriel Zaid propuso no hace mucho la idea de que el presidente renuncie a «la propiedad privada de su puesto público», es decir, a la posibilidad de enriquecerse en el puesto: «La renuncia se formalizaría publicando una relación verificable de su patrimonio personal al entrar en funciones y el compromiso de publicar cada año sus declaraciones de ingresos a Hacienda y de modificación patrimonial a Contraloría, todo verificable por auditores públicos designados por los diputados de oposición». A esta idea —que, de aceptarse, tendría un efecto de moralización en cascada— habría que agregar ahora, incidentalmente, una propuesta sencilla para un hombre de la coherencia y responsabilidad de Salinas de Gortari: que el presidente desmienta públicamente a quienes propalan su reelección. Si el sufragio efectivo sigue siendo un ideal, lo único que nos falta para una inversión orwelliana de situaciones históricas es traicionar —como sugiere Fidel Velázquez— la segunda parte del lema maderista: «No reelección». Otro cambio, realmente estructural, sería afectar de una vez por todas el corazón del patronazgo priista: en la mayor parte del país, el régimen ejidal no ha sido más que un sistema de control político. Se necesita un Tratado de Libre Comercio —empezando por el libre comercio de la tierra— en el campo. Por último, para mostrar de inmediato la clara voluntad de reforma, y en vista de las irregularidades del proceso, las instancias competentes deberían anular, por lo menos, las elecciones en Guanajuato.
Se dice que los dirigentes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), al afianzarse en el poder, se dieron cuenta del riesgo de volverse un PRI y ayudaron a la oposición a crecer y consolidarse. A riesgo de ahondar los viejos agravios contra la dignidad cívica y las convicciones democráticas de muchos mexicanos, el régimen que quiere llevarnos al Primer Mundo, no tiene más salida que seguir la lección española. La oposición deberá también hacer su parte, sobre todo la izquierda, cuyo fundamentalismo doctrinario es más dinosáurico que el del PRI. En todo caso, el pasado y el presente tienen un mensaje para nuestro futuro: a fines del siglo XX, cuando en todo el mundo es la hora de la democracia, México no puede seguir gobernado por un monstruo antediluviano.
*Este texto apareció en el libro "Por una democracia sin adjetivos, 1982-1996"