Zonas neurálgicas
Para Daniel
Hace unas semanas acudí a Bogotá (ciudad pujante, cortés e industriosa, a pesar del drama cotidiano que la circunda) para participar en un Seminario Internacional sobre "Las amenazas a la democracia en América Latina: Terrorismo, debilidad del Estado de derecho y neopopulismo". Lo organizó la Fundación Internacional para la Libertad, presidida por Mario Vargas Llosa, cuya misión es influir en la agenda mundial (en particular en la latinoamericana) para promover los valores de la democracia, el Estado de derecho, la sociedad abierta y la paz. Fue un curso intensivo sobre las enfermedades políticas y morales de nuestro continente. No me refiero sólo a la pobreza, sino a la causa principal que, en el fondo, la provoca y reproduce: nuestra incapacidad, por lo visto congénita, para darnos buenos gobiernos. En el panorama actual, esa condición tiene al menos tres manifestaciones neurálgicas: el rebrote del mesianismo indigenista en la zona andina, el terrorismo narcoguerrillero en Colombia, y el neopopulismo chavista -que amenaza con hundir irremediablemente a Venezuela y sentar con ello un precedente terrible para toda la región. De los apuntes que tomé, como un ávido estudiante a la escucha de personas que hablaban, no desde la teoría, sino desde la dura experiencia (había políticos en funciones, ministros sin cartera, ex guerrilleros conversos, ex secuestrados, expertos en inteligencia, escritores comprometidos, reporteros de guerra y sólidos académicos), desprendo al vuelo algunas reflexiones.
Hay una correlación evidente entre el indigenismo y la composición demográfica en nuestros países. Bolivia es un país agraviado y precario, donde el mestizaje étnico y cultural fue muy limitado, y por ello conserva hasta ahora una sustancial mayoría indígena. Abandonados a su suerte por Estados Unidos (que sin embargo les exige acabar con los plantíos de coca, que son el sustento de millones), los campesinos bolivianos se precipitan en la desesperación histórica, y son presa natural de los demagogos como Evo Morales y Felipe Quispe. Morales, de 43 años, cabeza del Movimiento al Socialismo (MAS), profesa la "ideología de la furia" y ha declarado que querría ver a Latinoamérica convertida en un nuevo Vietnam. Su adversario, el viejo Quispe, que se hace llamar Mallku ("Cóndor" y "Jefe"), predica una vuelta al Collasuyo (nombre inca de la zona boliviana), quiere polpotizar Bolivia, "eliminar a los empresarios" y erradicar el uso de los zapatos. Al predicar un regreso imposible a los orígenes míticos, ambos bloquean las pocas salidas de racionalidad económica que le quedan a su país, como la venta de gas (Bolivia tiene reservas para 600 años).
Bajo esa óptica, uno esperaría que el Perú y México, sedes de los antiguos virreinatos, marcadas ambas naciones por dos conquistas traumáticas, fuesen también un territorio fértil para la revuelta del pasado; pero, por razones demográficas y sociales, ya no es así. El siglo XX aceleró en el Perú los procesos de urbanización, mestizaje y modernización, como comprobó para su pesar el mismísimo José María Arguedas, el último romántico del indigenismo peruano -sobre quien Vargas Llosa, por cierto, escribió uno de sus libros más profundos: La utopía arcaica (México, Fondo de Cultura Económica, 1996). Con todos los males que aquejan al Perú (estancamiento económico, frustración con la gestión de Toledo), es improbable que el indigenismo reaparezca, menos aún con la extinción casi total de la guerrilla senderista y la legitimidad todavía sustancial de la democracia, no sólo en el Perú sino en otros países de alta densidad indígena, como Guatemala. Con mayor razón cabe afirmar lo mismo de México, donde la revuelta neozapatista de hace casi 10 años ocurrió en su única zona "andina": el sureste maya, que, a diferencia del resto del país, casi no conoció el mestizaje. Es verdad que en el Perú se oye hablar cada vez más de los Humala, hijo y padre, cuyo mensaje redentorista (contrario a todo Estado de derecho) hace que algunos estudiantes universitarios se expliquen el subdesarrollo a partir de "las heridas de Cajamarca de 1532". Y allí está también el Subcomandante "Marcos", con la sorpresa mediática que seguramente nos deparará el 1o. de enero de 2004. Pero el Perú y México, presumiblemente, no escucharán las promesas del indigenismo, ese "fundamentalismo suave" que recorre nuestro pobre continente.
El narcoterrorismo guerrillero colombiano, otra de las lacras del presente, es tan irreductible como la ETA o el fundamentalismo islámico. Es un negocio de 40,000 billones de dólares, que sólo terminará el improbable día en que Estados Unidos legalice el consumo de droga. La única manera de vencerlo es con una estrategia larga, penosa y quíntuple, que los colombianos han puesto en marcha con temple admirable: militar (renovación policiaca con cuadros locales, destrucción de plantíos y laboratorios), económica ("secar" las finanzas del narco y el secuestro), legal (eficacia en la persecución del crimen y la impartición de justicia), política (elecciones legítimas de alcaldes en todo el país) y diplomática (lograr apoyo internacional, en particular de sus vecinos como el Perú -que sí colabora con intercepciones en tierra, agua y aire- o Venezuela -donde Chávez no oculta sus vínculos con la guerrilla). Se trata de una auténtica "reconquista del país", la cual, al margen de las recientes crisis ministeriales, está dando resultados: los secuestros han disminuido 36 por ciento, los homicidios 23 por ciento, las áreas de cultivo de droga se han inhabilitado en proporciones similares. El país crece económicamente. Hay un evidente boom de la construcción. El nivel de participación política en las urnas es alentador, lo mismo que la calidad de la discusión pública (mayor, sin duda, que la de México). Los demócratas de derecha o de izquierda, partidarios del presidente Uribe o de Lucho Garzón (el simpático alcalde electo de Bogotá, que se declara "marxista-lennonista", es decir, "fan" de Groucho y de John Lennon) saben que se juegan a cada paso la vida propia y la del país; pero no parecen arredrarse. Las imágenes de un video grabado de manera subrepticia fueron estremecedoras: los secuestrados (ha habido 6,000) caminan por la selva en cadenas, como en tiempos de la Colonia, se alimentan de yuca y arroz, viven en jaulas, "estamos muertos en vida".
Para ilustrar la tragedia, Plinio Apuleyo Mendoza, con su perspicacia habitual, narra la historia emblemática de un religioso amigo suyo, el Cura Pérez, santo varón que se incorporó a la guerrilla para practicar "el amor eficaz" por los pobres, que incluye el incendio de oleoductos ("antes que se lleven la riqueza, que se quede aquí"), las minas "quiebrapatas" ("a un muerto se le olvida, a un lisiado no"), los "paquetes bomba" (en agendas, regalos), sin olvidar las torturas y castraciones. En suma, Josef Mengele en la selva colombiana, con millones de dólares y buena conciencia cristiana. Este es el movimiento que ha reclutado a 11,000 niños guerrilleros a lo largo de 16 años, y al que varias ONG y programas de televisión europeos idealizan, mitifican y apoyan, convirtiendo a Sudamérica en el lavadero fácil e instantáneo de sus culpas históricas: la narcoguerrilla terrorista con proclividad indigenista y paleomarxista, ligada con la ETA y el IRA, y quizá con Al Qaeda, está muy bien en las calles de Colombia, no en las de Amsterdam. "¡Que Colombia no siga sola!", dijo Plinio Apuleyo Mendoza al final de su intervención. Pero el mundo tiene otras prioridades, otras locuras, que atender.
También Venezuela está sola, y es muy peligroso que lo esté. Con el propósito evidente de heredar a su mentor Fidel Castro -su protector protegido, a quien exporta petróleo gratuito y de quien importa "alfabetizadores" y alta tecnología en espionaje social-, Hugo Chávez ha erigido un régimen populista que es casi un manual de cómo llevar al desastre a una nación: una temprana constitución a la medida (golpe de estado "legal" contra la legalidad), ampliación unilateral del mandato, posible reelección indefinida, uso discrecional y manipulador de los medios de comunicación, represión e intimidación con los grupos opositores, violación de derechos humanos, todo envuelto en la vieja retórica del odio de clase y el antiamericanismo, y a nombre de un "bolivarismo" tan falso como el culto de Martí que dice profesar Castro. El resultado ha sido el colapso económico en un país con inmensos ingresos petroleros. Pero la tragedia es que buena parte de los venezolanos (quizá ya no la mayoría) ven la realidad a través de la versión que induce Chávez (el programa "Aló Presidente" lleva 600 horas al aire). Esta calamidad podría ser ya irremediable si no fuera porque la sociedad civil venezolana ha mostrado un temple similar a la colombiana: indiferentes a las amenazas de cierre y los sacrificios económicos, la prensa, la radio y la televisión siguen ejerciendo la crítica, los sindicatos y la Iglesia actúan con independencia, los empresarios editan manuales de educación cívica. El esfuerzo de todos ellos, aunado al de varios organismos internacionales y la Unión Europea, deberá fructificar esta misma semana en un "referéndum revocatorio" (previsto como "un regalo" por la propia constitución chavista) que deberá reunir casi cuatro millones de firmas para forzar nuevas elecciones. Chávez ha hecho y sigue haciendo todo lo posible por hacer abortar el referéndum o, si lo pierde, por triunfar, por las buenas o las malas, en las elecciones. La disidencia venezolana buscará la reconciliación nacional, la estabilización de la moneda, la recuperación económica y el uso responsable de la inmensa renta petrolera. Si fracasa, los Morales, Quispe, Humala y Tirofijos de la región estarán de plácemes, y Castro podrá dormir y hasta morir tranquilo. Habrá parido al huevo de la serpiente.
El indigenismo necesita mayorías indígenas que no existen, salvo por excepción, en Latinoamérica. La guerrilla narcoterrorista tampoco es reproducible: es un monopolio indisputado de los rebeldes colombianos y sus contrapartes, los paramilitares. Pero el populismo es un riesgo presente y claro, sobre todo en su variante antimoderna, antioccidental y reaccionaria. No propone un modelo distinto: propone una autarquía inhabitable que los mercados internacionales castigarán de manera instantánea, en una espiral de postración y aislamiento. Propone, en esencia, una réplica continental, acaso suavizada, del modelo cubano. Por eso, la esperanza de América Latina está en mirar hacia el modelo chileno o instaurar regímenes más intervencionistas, si se quiere, pero que -como el de Lula hasta ahora- aspiren a una popularidad sin populismo, gobiernos que encuentren vías responsables y prácticas de combatir la pobreza, Estados que formen a sus educadores en los valores de la democracia y la libertad, en el respeto a la ley y a los derechos humanos.
Reforma y El País