Dejar el poder
La voluntad democrática de un partido o una persona en el poder sólo se prueba de una forma: dejando el poder.
En la historia de México hay innumerables ejemplos de lo contrario: la voluntad antidemocrática de permanecer en el poder. A Santa Anna le fastidiaba ejercerlo (cuando no aprestaba el acero y el bridón, prefería mecerse en las hamacas de su hacienda, bajo el sol jarocho), pero tan pronto como se sentía amenazado, era capaz de discurrir un golpe de Estado contra sí mismo para recobrarlo. Juárez le tomó tanto cariño a la silla presidencial que de no haber sido por la angina de pecho, seguiría apoltronado en ella. Su paisano Porfirio Díaz quiso derrocarlo en 1871 al grito de "Sufragio efectivo, no reelección", pero tan pronto como se cruzó la banda presidencial (1876), fue tal su afecto, que la mantuvo en su pecho por los siguientes 34 años.
En el Siglo XX la capacidad de autolimitación ha sido tan rara como en el Siglo XIX. Dejemos a un lado a Madero, que hubiese cedido el poder en 1917 al candidato que triunfara por la vía electoral, cualquiera que hubiese sido. Carranza se quiso perpetuar a través de Bonilla, Obregón quiso lo mismo a través de sí mismo, Calles creó la Jefatura Máxima por encima del Presidente. Antes de 1940, sólo Cárdenas y Ávila Camacho fueron las excepciones a la regla. En la renuncia de aquellos dos pacíficos Generales a permanecer en el poder está la clave para cruzar con bien el umbral político en que nos encontramos.
Tuvieron todo el poder en sus manos. No obstante, sin mayor presión de la sociedad o la comunidad internacional, decidieron entregarlo a los civiles. Nadie les puso una pistola para hacerlo: lo hicieron por convencimiento propio. Era su forma de cumplir con el legado moral de la Reforma, de Madero y de Carranza. Era la admisión tácita de que un Gobierno militar, así tuviese el aval de las urnas (aval dudoso en el caso de Ávila Camacho), representaba una irregularidad histórica que era preciso corregir.
En 1938, Cárdenas había incorporado a los militares al PRM. Dos años más tarde, en sus discursos de campaña, Ávila Camacho anunciaba su convicción de que el Ejército debería abandonar la arena política y convertirse en el "baluarte inmaculado de las instituciones". Al llegar a la Presidencia instrumentó su proyecto, apoyado en una nueva generación de militares, entre los cuales destacaba por su carácter anfibio -General y licenciado- Alfonso Corona del Rosal. A partir de allí, el paso final consistiría en ceder el poder a los civiles.
Se dice fácil, pero era algo inusitado en la historia militar del mundo ibérico. España tuvo que esperar a la muerte de Franco para transitar a la democracia. Pasaría casi medio siglo para poder ver un espectáculo similar en países como Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú, Nicaragua, El Salvador y Haití. Aunque en estos casos ha sido la democracia la que ha desplazado a los militares.
El régimen civil que ha gobernado a México por 50 años no es siquiera -como aseguró el Presidente Zedillo- una "democracia formal", sino una sustancial y sofisticada antidemocracia. Sin embargo, hay en su origen una renuncia efectiva al poder: la de los Generales que no volvieron a buscarlo, ni siquiera en el momento axial y apremiante del 68.
Entre los Presidentes civiles hubo tres casos fallidos pero flagrantes de perpetuación. Alemán quiso permanecer a través de sí mismo y de su casi homónimo (Casas Alemán). Fracasó. Echeverría soñó con la reelección, y no la logró. Salinas quiso "destapar" a Salinas (recuérdese el episodio en San Luis Potosí) y al encontrar resistencia, eligió a Colosio. Se trataba de una reelección colegiada y mediata. Tras Colosio gobernaría todo el equipo salinista. Y llegado el momento, en 1999, México entero aclamaría a su nuevo Porfirio Díaz: Carlos Salinas de Gortari.Tal vez Colosio pagó con su vida por haberse apartado del plan que -¿tácitamente?- se le había impuesto. La historia barrió con ese proyecto de reelección como ha barrido con todos.
Pero aún queda el PRI y sus gobernantes. Desde 1946, su divisa ha sido la inefectividad del sufragio (debido a las mil condiciones de inequitatividad en la competencia que son de todos conocidas) y la continua reelección por "consanguinidad revolucionaria". Por eso Vasconcelos llamó al sistema "un Porfirio colectivo". El régimen de Zedillo haría bien en desechar por entero (sin titubeos, ni retorcimientos, ni mensajes encontrados, ni inútiles adjetivos) la herencia autoritaria del porfirismo y la Revolución Institucional, y recordar el ejemplo de aquellos Generales que tuvieron la sabiduría de ceder a tiempo lo que era imposible sostener.
Cárdenas y Ávila Camacho dejaron el poder político pero conservaron el moral. Abriendo paso a una competencia impecable (tanto en el contexto general de las elecciones como en el proceso mismo de ellas y su calificación), el "Porfirio colectivo" dejaría el poder político sin conservar de inmediato el moral (tan largo y penoso ha sido ya su reinado), pero quedaría en condiciones de reconstituir ambos sobre bases democráticas. Si comienza a hacerlo ahora mismo, México podrá ofrecer al mundo en 1997 un ejemplo de madurez que hará más por atraer la confianza internacional que todos los viajes presidenciales de nuestra historia juntos.
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