Por un veto presidencial
El Presidente Zedillo ha sostenido que la gran reforma electoral de su Gobierno estriba en la autonomía de los órganos electorales -lograda por consenso- y la conformación del Instituto Federal Electoral. Es verdad. Cualquiera que recuerde la cerrazón del Gobierno salinista ante este viejo reclamo ciudadano tiene que convenir que éste ha sido un paso trascendental y no ha sido el único.
Hoy nos parece natural que las elecciones en Guerrero, Coahuila, el Estado de México e Hidalgo hayan resultado ordenadas y casi limpias de impugnación por parte de los partidos opositores; tan natural como que las conversaciones en Chiapas, aunque difíciles y accidentadas, sigan su curso en un clima razonable de tolerancia y paz. Pero nada de esto es natural: es obra conjunta de una sociedad cada vez más alerta y un Gobierno que, en estos casos, ha mostrado sensibilidad política y amplitud de horizonte.
Por eso llama la atención y preocupa el paso atrás que representa la reforma electoral votada por el PRI para el PRI. La explicación parece clara: ante los recientes resultados en las urnas, sobre todo en el Estado de México, el PRI cierra filas. No sostiene ya que "si llegó al poder a balazos, a balazos tendrán que sacarlo", pero en la práctica refuerza la inequitatividad de la contienda (que el Presidente Zedillo reconoció como un elemento que vició su propia elección) y reduce severamente la credibilidad en una posible alternancia, credibilidad que es, hoy por hoy, condición necesaria para la transición democrática.
Son varios y muy serios los nuevos escollos, entre otros: rebasar los topes de campaña, no constituirá un delito electoral, sino una falta administrativa; en vez de un sistema de impugnación electoral, sencillo y expedito, se optó por uno complicado; no podrá haber coaliciones para postular a un candidato a Jefe del Gobierno del Distrito Federal; no se permitió que los programas de los partidos políticos -que duran aproximadamente media hora y son tediosísimos- fueran divididos en cápsulas -ésas sí eficaces- de 30 segundos. Aunque no deriva de los cambios en el Cofipe, la situación del Jefe del Gobierno del Distrito Federal -que podría provenir de la Oposición en 1997- es extremadamente vulnerable: no sólo no designará a sus delegados y al Procurador, sino que el Senado podrá destituirlo y elegir sustituto si entra en conflicto con alguno de los poderes de la Unión, léase: con el Presidente.
La manzana de la discordia, como se sabe, fue el tema del financiamiento. El Presidente ha defendido con firmeza la ampliación del apoyo oficial a los partidos, como un dique al dinero que podría fluir por la vía del narcotráfico. Nada garantiza que ese dinero tenebroso fluya de todas maneras por los albañales del sistema, pero el problema de esta decisión es otro: ¿cómo conciliar -frente a una población agraviada, lastimada, saqueada- una política económica de austeridad ortodoxa con un gasto electoral que a todas luces ostentoso? ¿De qué sirve el tope, si las sanciones por rebasarlo son meramente administrativas? ¿No era mejor imaginar formas nuevas de competencia electoral a través de los medios de comunicación, métodos más dignos, directos y sobre todo más formativos, que la anticuada e inmoral derrama de dinero que practica el PRI en sus campañas?
No hace mucho el Presidente Zedillo llamó al PRI a recobrar sus orígenes maderistas. Que el PRI haya ignorado sus palabras es natural: sus orígenes no son maderistas. Pero que el Presidente Zedillo no asuma ese programa en el que repetidamente ha declarado creer, es incomprensible. Por fortuna, las circunstancias le son propicias. Para afianzar la credibilidad nacional en la transición democrática le bastaría hacer uso de un derecho que le otorga la Constitución y que los presidentes de México casi nunca han utilizado por la dependencia servil del Poder Legislativo con respecto al Ejecutivo: me refiero al derecho de veto total o parcial, consignado en el Artículo 72, inciso C de la Constitución.
El proyecto de ley o decreto desechado, en todo o en parte por el Ejecutivo, será devuelto, con sus observaciones a la Cámara de su origen. Deberá ser discutido de nuevo por ésta, y si fuese confirmado por las dos terceras partes del número total de votos, pasará otra vez a la Cámara revisora. Si por ésta fuese sancionado por la misma mayoría, el proyecto será ley o decreto y volverá al Ejecutivo para su promulgación. Si el Presidente veta de manera parcial la reforma aprobada en la Cámara baja (suponiendo, desde luego, que el Senado no la toca en un sentido democratizador), e introduce las modificaciones que le parezcan pertinentes, la Nación se beneficiará de muchas maneras. El sólo hecho, presentado no como una querella entre el Presidente y el PRI sino como el ejercicio de su legítima autoridad, afianzará su posición política.
Adicionalmente, los mexicanos sabremos qué clase de reforma es la que tiene en mente nuestro mandatario. Si la propuesta se coloca en una zona intermedia entre los acuerdos de Bucareli y la reforma aprobada por el PRI, es muy probable que cuente con las dos terceras partes requeridas para su aprobación.
La transición a la democracia no es una abstracción intelectual. Es una corriente histórica mundial a la que México debió haberse sumado desde hace décadas. Al margen de las reformas y las leyes, a partir de 1997 y, de manera sostenida, hasta el año 2000, los ciudadanos la conquistarán con sus votos. Ningún chapucero mayoriteo podrá contra la decisión cívica de las mayorías.
Pero el País requiere que, mediante un acto de Estado, el Presidente se convierta en un árbitro histórico de la contienda democrática. Y el Presidente lo requiere también, para afianzar su liderazgo en esa y otras zonas de su gestión. El instrumento está allí: debe vetar la reforma priísta y proponer una reforma democrática.
Reforma