La gran década de América latina
En la parte central de esta exposición no hablaré de la riquezas específicas de América Latina, su arte y cultura, su espiritualidad, su sentido de convivencia étnica y religiosa que nos ha mantenido al margen y casi inmunes, a las guerras internacionales, étnicas y religiosas de Europa y Oriente en el Siglo XX. Esas riquezas nos caracterizan como cultura y han sido nuestro sustento por dos siglos de vida independiente. Mi tema es menos luminoso pero acaso más urgente. Hace casi diez años me referí a él por primera vez, y hoy es momento de hacer el repaso. Hablaré de una zona tradicionalmente oscura de América Latina, su vida política, que en la última década, para sorpresa de todos, empezando por nosotros mismos, ha vivido lo que no tengo dudas de calificar como su mejor momento en la historia.
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1989 fue el año milagroso la Revolución de Terciopelo en Praga, la caída del Muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría, la liberación de la Europa del Este. Pero merecía ser recordado también por un milagro menos ruidoso y dramático, pero igualmente esperanzador: en ese mismo año y en el otro extremo de Occidente, como fichas de dominó que de pronto se ponen de pie, la mayoría de los países de América Latina terminaban por elegir la democracia y la economía de mercado. Igual que en el caso de Europa, el tránsito se dio sin violencia: como un voto deliberado, responsable y consciente por la madurez.
Tradicionalmente, la vida latinoamericana se había caracterizado por la persistencia de cuatro paradigmas históricos que en 1989 entraron en una crisis confluyente: el militarismo, el marxismo revolucionario y universitario, el caudillismo populista y la economía cerrada. Hace apenas cuarenta años, la región parecía estacionada en el trasfondo tiránico del siglo XIX. Según las estimaciones de Daniel Cosío Villegas en 1950, de los veinte países que forman América Latina siete (Nicaragua, Venezuela, Brasil, Argentina, Perú, Colombia y la República Dominicana) “vivían bajo un régimen tiránico indudable”; nueve (El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá, Paraguay, Bolivia, Chile, Ecuador y Haití) transitaban por una situación política a tal grado precaria que cualquier pequeño empujón podría precipitarlos a la tiranía. Sólo cuatro naciones (México, Guatemala, Cuba y Uruguay) vivían a flote pero no inmunes al más tradicional de los males políticos latinoamericanos. América Latina seguiría siendo, por antonomasia, la tierra de los dictadores. Una sucesión de dictadores, apoyados en la mayoría de los casos por Estados Unidos, confundían sus países con su patrimonio personal. El fenómeno siguió hasta hace casi diez años, cuando cerraron su ciclo dos de las tiranías más ominosas de la historia latinoamericana: la del General Stroessner y la de Augusto Pinochet.
En 1959, con la llegada de Fidel Castro al poder, cruzó por la región una intensa oleada de mesianismo revolucionario. En un principio derechas e izquierdas, liberales y conservadores vieron en Cuba una aurora de la vida latinoamericana, la promesa histórica de Bolívar y Martí, la profecía cumplida de Marx en el trópico. Aunque el prestigio de Castro se fue deshaciendo con el tiempo, en América Latina dos generaciones universitarias —la de los coetáneos de Castro y la de sus hijos intelectuales y políticos— quedarían marcadas por la experiencia y buscarían imitarla incesantemente. Muy pocos recordaban o conocían siquiera, la verdad detrás del muro ideológico que separaba a Occidente de los países socialistas: los millones de campesinos sacrificados durante la colectivización en la URSS, los campos de concentración, el Estado policiaco, el fracaso económico. Era el sistema contrario al capitalista norteamericano y eso les bastaba. Ni siquiera el ahogo de la Revolución Húngara y el de la Primavera de Praga alentaban dudas mayores. Cuando apareció en 1973, El Archipiélago Gulag de Soljenitsihn, se leyó apenas como un panfleto reaccionario. Desde Magallanes hasta el Río Bravo, en la década de los setenta muchos jóvenes admiradores del Che, Trotsky y Mao se sumaron a la guerrilla urbana o rural. En algunos países (Argentina, Uruguay), este proceso de radicalización violenta despertó a los dictadores, que retomaron el poder, desplazando en ocasiones a gobiernos democráticos. Lo mismo ocurrió en Chile, el único caso en que la izquierda llegó al poder por la vía democrática. La generación radical fue sacrificada en el asesinato, la tortura o el exilio. Sólo triunfó en un país: Nicaragua. En sus ideas y actitudes básicas, los comandantes sandinistas se veían a sí mismos como émulos de Fidel Castro. Su país sería el “Segundo territorio libre de América Latina”.
Un tercer paradigma reaparecía, fortalecido durante los años setenta: el populismo. Uno se frotaba los ojos incrédulos ante el espectáculo frenético de la vuelta de Perón a Buenos Aires, pero era cierto: el país vivía fijo en el mito del justicialismo. Y mientras en Venezuela Carlos Andrés Pérez ganaba campeonatos de retórica tercermundista, en México el presidente Luis Echeverría recorría el país repartiendo cheques con cargo a las generaciones futuras. Su sucesor, José López Portillo, dilapidó la inmensa riqueza petrolera dejando al país en bancarrota. En sólo doce años México contrajo una deuda cerca de 70 billones de dólares. Cada paso hacia el abismo fue tomado, desde luego, en nombre del pueblo y la justicia social. Para echar una cortina de humo sobre su fracaso, López Portillo culpó a los banqueros privados y expropió la banca. La ineficacia de la medida no sirvió para que su émulo peruano la evitara. En sólo cuatro años Alan García hizo lo que a los mexicanos les llevó doce: destruirla economía de su país.
El cuarto paradigma clásico de América Latina fue la economía cerrada. Como los otros tres, tiene profundos antecedentes en el pasado, y en particular en los tres siglos de dominación española. El ascenso de las ideas keynesianas y del Welfare State conformaron toda una ideología económica para la región, centrada en unos cuantos dogmas, como la sustitución de importaciones, el Estado interventor, rector, empresario y regulador, una paridad sobrevaluada, entre otros. De acuerdo con este credo, no había que dejar las economías en la mano invisible de los mercados sino en la mano visible de los gobiernos.
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En el transcurso de los ochenta y claramente durante los noventa, los cuatro paradigmas se fueron deslavando. El militarismo se envió a sí mismo a un retiro casi voluntario. Unas veces por incompetencia o perplejidad frente a los problemas económicos y sociales de sus países, otras por obra de la presión democrática interna e internacional, los generales se volvieron anacrónicas piezas de museo.
La esperanza nacida de la Revolución Cubana se desvaneció, parcialmente, por diversas causas. Tal vez la principal fue el descrédito mundial de las revoluciones como palancas de justicia. La pacífica revolución de 1989 en Europa no glorificó a la revolución francesa de 1789. Por el contrario: fue sensible, como nunca antes, a sus costos humanos. La crítica tenía que afectar a esos remedos de la Revolución Rusa que ocurrieron en China o Cuba. Otro factor no menos importante fue el despertar de los países de Europa Central. Inmersa en su propia revolución, la generación latinoamericana del 68 había pasado por alto la invasión a Checoslovaquia, y diez años más tarde veía casi con indiferencia la guerra de Afganistán. Las cosas comenzaron a cambiar con la rebelión de Solidaridad en Polonia. Al universo cerrado, idílico e ideal de la teoría histórica marxista, llegaron malas noticias de la realidad. La sombra de duda y descrédito alcanzó incluso a estas tierras latinoamericanas de la eterna credulidad: el pueblo salvadoreño ignoró uno tras otro los llamados a la insurgencia general de los guerrilleros; el nicaragüense —cansado de la guerra, la escasez y los discursos— votó con y por el sentido común. Desde entonces, Nicaragua es tierra democrática. Y en 1992, Salvador siguió el mismo camino.
Junto con el retiro de los uniformes y el empolvamiento (temporal, como vamos a ver) de las doctrinas marxistas, el populismo cayó también en un cierto descrédito. Lula perdió una y otra vez las elecciones en Brasil. Saúl Menem llegó al poder en Argentina por la doble vía de un proceso democrático y un programa populista. Ya en la Casa Rosada desechó la faceta económica del populismo y se quedó con los gestos. Es un reformador ortodoxo, tal vez un poco menos exitoso que sus homólogos chilenos, que sin duda se han llevado las palmas de la década con su reforma económica. No se puede ignorar, como factor de influencia, el éxito que, en comparación, tuvo el modelo económico inverso: el desarrollo “hacia afuera” de los países del Este asiático que comenzaron su ciclo de desarrollo mucho después de América Latina, hace apenas tres décadas. En suma, el paradigma de la economía cerrada por la mano visible del Estado se desprestigió durante los noventa. Y no es casual que casi toda la región haya optado, con diversas variantes, por poner sus economías en la mano invisible del mercado. Aunque ahora (como veremos también) esta estrategia vuelve a ponerse en tela de juicio.
El fracaso o agotamiento de los cuatro paradigmas es el resorte principal, reactivo, del cambio latinoamericano, pero no el único: está también el prestigio positivo de la democracia y la libertad económica. La transición democrática española y la adopción de un programa económico abierto por parte de su gobierno socialista tuvieron, sin duda, un efecto ejemplar desde finales de los setenta. Pero más allá de las influencias y las teorías, son elocuentes las fotos de los votantes en Chile y Nicaragua, en Argentina y El Salvador. Se trató de un voto continental por un acuerdo sobre cómo administrar en paz los desacuerdos, por un arreglo político que asegura la transición estable y legal del poder, por una economía normal de mercado en la que el Estado sea un promotor eficaz e imaginativo de justicia y bienestar, no un monstruo burocrático, frío e improductivo.
Sólo Fidel Castro, en su isla, queda todavía como emblema que sintetiza los cuatro paradigmas del atraso latinoamericano: uniforme verde olivo, fotos de Lenin y Marx, discursos interminables y economía estatizada. Fuera de ese vestigio prehistórico, Latinoamérica tiende hacia el equilibrio, el realismo y la responsabilidad: hacia la madurez.
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Cuatro paradigmas debilitados, desacreditados, pero todavía no vencidos. Aunque algunos países serán más susceptibles a recaer que otros, cabe imaginar que si el arreglo de madurez persiste durante otros cinco años, Latinoamérica entrará en el siglo XXI sin perder su gran originalidad cultural e histórica, con gobiernos más respetuosos de la libertad y la ley, y sociedades menos desiguales, más prósperas y alertas.
La primera condición para consolidar la madurez está en el respeto escrupuloso a las reglas de la vida democrática. El Estado debe seguir ajustando su lugar histórico y su dimensión. El viejo arquetipo del Estado patrimonial de la Colonia —con sus rasgos de paternalismo, corrupción, burocratismo, centralización— seguirá ejerciendo una influencia en la política latinoamericana. Cambiar este cuadro de modo absoluto es imposible pero tampoco es del todo necesario. Con excepciones, el Estado latinoamericano no ha buscado proscribir a la sociedad civil. Tampoco al mercado. (El único Estado que ha proscrito a ambos ha sido el cubano.) Aun en sus variantes populistas, el Estado ha tenido en América Latina una vocación genuina, aunque por lo general ineficaz, de servicio social. El Estado latinoamericano debería aprovechar esta “legitimidad heredada” para encabezar un cambio institucional que empiece por el Estado mismo: precisar definitivamente su dimensión, hacer eficientes sus funciones.
La consolidación de la Política Económica abierta requiere más tiempo y mayor perseverancia. Los experimentos de populismo financiero tuvieron largos decenios para probar su ineficacia. El tratamiento moderno tiene sólo diez o quince años. Con todos los ajustes que se quieran introducir, merece tiempo de maduración. Pero además del imprescindible orden macroeconómico (presupuestos equilibrados, paridades realistas, consolidación de la deuda), Latinoamérica necesita una revolución microeconómica. Hasta ahora sólo dos profetas se han adelantado a su tiempo: el peruano Hernando de Soto y el mexicano Gabriel Zaid. Las originales ideas de De Soto sobre la economía informal son más conocidas que las del crítico mexicano que desde 1973, en varios libros y ensayos, ha propuesto un gran cambio para nuestros países: propiciar una oferta de bienes de producción barata y pertinente para los pobres. Según Zaid, nuestros bloqueos culturales de universitarios, citadinos, modernos nos impiden reconocer y respetar, en sus propios términos, la vida y la cultura campesina. Por eso no podemos ayudarla, por eso buscamos una imposible igualación por vía del empleo y desde arriba, en vez de intentar la vía inversa: desde abajo y por el autoempleo. De Soto y Zaid creen que la salida para sus países —y, por extensión, para toda Latinoamérica— está en la proliferación de pequeños empresarios independientes. Si el Estado latinoamericano moderno está en busca de proyectos, las ideas de estos dos teóricos están a la mano: se necesitan ingenieros, empresarios y economistas con imaginación microeconómica para ponerlas en práctica.
Latinoamérica ha ganado todos los concursos históricos en la elaboración de sus constituciones. Entre más caótico es un país, mayor su gusto por las cartas magnas (¿Saben ustedes cuál es el país con mayor número de constituciones? Haití: se dado a sí mismo más de cien). Como es obvio, esta fiebre legislativa no es sino indicio del desamparo del ciudadano frente a la autoridad. Hemos llegado antes a la cultura democrática que a la vida republicana. Entre el Estado y el ciudadano no hay, por lo general, cuerpos jurídicos suficientemente sólidos, eficaces, profesionales, honrados, respetados e independientes. Una de las vías de consolidación más urgentes para la región está en la modificación de los sistemas legales hacia nuevos modelos de procuración de justicia. Así como la tradición colonial desdeñaba los procesos electorales y los votos, impartía también una justicia demasiado relacionada con los códigos, demasiado propensa a la burocratización y el cohecho, poco anclada en la responsabilidad individual y comunitaria. Tal vez nuestra mayor prioridad en América Latina sea la de construir países donde se respete cabalmente las leyes.
Estos y otros cambios serían más factibles de lo que son si en estos países existieran voces honestas y racionales de disidencia intelectual. Por desgracia, un extraño fenómeno en estos países es que la intelligentsia es antiliberal y continúa siendo partidaria de al menos tres de los cuatro paradigmas de estancamiento. Son enemigos decididos de los dictadores de derecha pero no han visto mal a los dictadores de izquierda como Castro, que sigue arrancándoles suspiros. Después de 1989, no se sintieron obligados a poner en entredicho creencias fundamentales como el rechazo a la propiedad privada —salvo la de ellos— o la fe en el Estado —que por lo general los subsidia. Para ellos el fracaso del “socialismo real” marcó el triunfo del “socialismo ideal”. No practican la guerrilla urbana pero sí la guerrilla verbal en cátedras universitarias, páginas periodísticas, conferencias o charlas de café. En algunos países su presencia en el aparato cultural (libros, revistas, periódicos, radio, universidades) es predominante. Muy pocos, entre ellos, abogarían por la instauración de un régimen comunista, pero el populismo político y económico es su objetivo claro. Siempre pensé que el último estalinista del planeta no moriría en la URSS, sino en América Latina. Ahora estoy absolutamente convencido.
Se necesita nada menos que una Reforma de Inteligencia. Mientras esperamos la aparición providencial de estos nuevos intelectuales no dogmáticos, los gobiernos y las sociedades harían bien en seguir propiciando una apertura cada vez más intensa hacia Occidente en la producción y circulación de ideas. Apertura que, por otra parte, es la marca de la década en los medios y el Internet. Pero las librerías de América Latina son un verdadero desastre. Grandes tradiciones intelectuales y grandes industrias editoriales, como la Argentina, se perdieron en décadas de simplificación ideológica y populismo. Hay que reconstruirlas.
La Iglesia latinoamericana, que ha jugado un papel objetivamente liberador tanto en Chile como en Nicaragua, podría aprovechar también su prestigio de santuario y reserva del catolicismo en el mundo. Es urgente, pero no sencillo, que recobre ciertas raíces liberales. Porque ahora el problema para los liberales es doble: por una parte, los fundamentalistas de derecha que quisieran volver a la Edad Media. Por otra parte, los de izquierda, partidarios de la muy influyente Teología de la liberación.
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¿Cual es la situación de los cuatro paradigmas en el momento actual? El militarismo no ha levantado la cabeza y no se ve posibilidad alguna de que lo haga. En términos políticos, los militares son una clase en extinción. Si quieren contender por el poder, tendrán que hacerlo por la vía de las urnas. Esto no quiere decir que los militares no tengan aún influencia política. En cierta forma es natural que la tengan. Pero acaso la instancia más preocupante sea la de Fujimori en Perú. Aunque no es militar, tiene apoyo militar y su proclividad por la reelección indefinida recuerda a Porfirio Díaz. Fujimori debe recordar que una de las mayores lecciones que todo gobernante debe tener grabada en América Latina es la de no permitir que el progreso económico vaya a la zaga del político. Y el progreso político reclama la constante movilidad y alternancia en el poder.
El marxismo, como tal, se ha desvanecido de nuestra vida intelectual. Ya no se enseña en las universidades. Los jóvenes de hoy —en la era de la globalización— leen mucho menos, pero entre lo poco que leen no está, por fortuna, el corpus doctrinario del marxismo. Y sin embargo, la crisis económica global ha vuelto a poner de moda el ataque al “neoliberalismo” y la idea de que hay una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo. Claro está que hay una tercera vía: los países escandinavos y la propia Inglaterra la han llevado a la práctica con las amplias redes de protección social que han creado. Pero lo que nuestros ideólogos ocultan con su reciente fervor por la tercera vía son dos puntos peligrosos: desconfianza y desconocimiento de la economía de mercado y nostalgia de un estado interventor y rector. En suma, como se dice, “la vieja gata, pero revolcada”.
Las sirenas del populismo ya no cantan como antes, pero el peligro de recaída populista es real por la posible alianza del pensamiento postmarxista con corrientes radicales dentro de la Iglesia y de la Academia. Esto es particularmente cierto en Centroamérica y en México, donde además tenemos pendientes el problema de la guerrilla zapatista en Chiapas, cuya solución podría sobrevenir hasta pasado el fin del siglo.
La crisis es real y el mundo tiene que encontrar vías para encauzarla hacia un nuevo Bretton Woods que establezca ciertas reglas en la economía globalizada, pero dentro de la gravedad de la situación América Latina se ha defendido mejor, y si se ha visto golpeada ha sido más por razones exógenas, no por la debilidad intrínseca de sus economías en desarrollo. El electorado lo entiende así, y por eso en Brasil apoyó de nueva cuenta a Cardoso.
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Latinoamérica es un continente joven casi inmune, como dije en un principio, a las tensiones étnicas, religiosas y nacionalistas que todavía ahora desgarran a buen arte de los países del mundo. Este sentido de la concordia es nuestro mayor tesoro, y nuestro mayor aporte. Dentro de él se enmarca nuestra música y pintura, nuestros poetas y novelistas, las artes populares, nuestra espiritualidad religiosa que siendo profunda no practica la segregación ni el odio. Nuestros países fueron siempre puerto de arribo para el perseguido, el prófugo, el emigrante. Nuestros países apenas conocieron un proceso de esclavitud como el que vivió Estados Unidos y que aún perdura en sus rencores. Pero la cara oscura de nuestra historia es el rezago económico, social y político, la larga siesta de siglos que nos dimos mientras Occidente construía la civilización material que ahora es dominante.
Nuestras riquezas espirituales son irrenunciables. También se conformaron a través de los siglos. Pero es fundamental que con el horizonte del año 2000 frente a nosotros, nos apliquemos arduamente a revertir los rezagos. El camino que hace diez años elegimos es el correcto. Perseveremos en él. Aún frente a los escollos terribles de la droga y el crimen, no hay mejor receta que la de construir países relativamente prósperos, en los que se respete la ley. Hay algo en nuestra raíz cultural iberoamericana que nos inmuniza frente al sentimiento de radical soledad que siente el individuo en los países sajones o la codicia económica que también los caracteriza. Hay, digamos, una tradición de humildad en el sentido más alto y cristiano del término. Ese rasgo moral es otro de nuestros tesoros, pero no se conserva alimentándolo con aire sino con medidas prácticas de mejoramiento material y un progreso político sostenido.
No se trata, como dirían los teólogos, de construir el Reino de Dios en la tierra. Al buscar la utopía muchos políticos han traído la desdicha a sus pueblos. Se trata de algo mucho más modesto y asequible: propiciar sociedades menos injustas, menos pobres. La alegría íntima, el amor a la vida, son rasgos que traemos en la sangre y por algún motivo misterioso se nos dan. Preservémoslos para las generaciones futuras, en un marco de libertad y democracia.
Reforma