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El legado inconcluso

A la memoria de Armida de la Vara.

La historia ha dado un veredicto definitivo sobre el 2 de octubre al menos en un aspecto: su terrible significación moral. Fue un crimen masivo, un sacrificio inútil e injustificable, un acto de terrorismo de Estado contra un movimiento estudiantil que al margen de sus manifestaciones radicales, nunca empleó métodos violentos. En todos los países donde sopló -Europa Occidental, Europa del Este, Asia, Norteamérica- el viento histórico del '68 se desvaneció por sí mismo, o fue encausado a través de medios exclusivamente políticos. México fue la vergonzosa excepción. El sistema mexicano, admirado a lo largo de los años sesenta como un mecanismo milagroso, mostró su congénita incapacidad para la tolerancia, su carácter esencialmente antidemocrático. Con la matanza, el régimen selló su destino: un orden político que asesina a su disidencia cívica es una dictadura, y en el siglo 20 las dictaduras han terminado por entrar en un proceso de extinción.

El complejo entramado de personas, intereses, pasiones, errores y cálculos que condujo a la masacre está menos claro. A mi juicio, la psicología de Gustavo Díaz Ordaz jugó un papel determinante: fue como un lente de aumento y distorsión sobre los hechos. Con todo, es obvio que muchos otros factores incidieron en el proceso y desenlace, factores independientes del estilo personal del Presidente. Las preguntas clave siguen allí, esperando respuesta: el papel del Ejército y la Secretaría de Gobernación, la integración y el funcionamiento del Batallón Olimpia, la injerencia de agentes provocadores internacionales. A 30 años de la masacre, estamos lejos de tener un cuadro completo y fiel de lo que en verdad ocurrió.

Pero más allá de su anatomía política o de su cruel moraleja, hay un ángulo del movimiento estudiantil que nos atañe a todos los que de alguna forma participamos en él, sobre todo a los diversos grupos de izquierda que fueron sus verdaderos impulsores y que ahora ocupan un lugar de creciente influencia. Me refiero al legado democrático del '68. Por muchos años, me pareció claro. Ahora tengo ciertas dudas. Había algo intrínsecamente democrático en aquel gigantesco NO que coreaban las masas estudiantiles contra el gobierno autoritario. Había también una genuina espontaneidad democrática en las asambleas, los mítines, las marchas y las "tomas" de la calle. Pero a esas actitudes las caracterizaba la libertad más que la democracia. Y la libertad, siendo condición necesaria para la democracia, no es suficiente. Hace falta su complemento: la responsabilidad.

El movimiento fue festivo, irracional, emotivo, imaginativo, maniqueo, generoso, romántico, expansivo, contestatario, destructivo, irreverente. No conocía las visiones matizadas, los argumentos complejos, los claroscuros de la vida real. Todo lo contrario: rechazaba por entero el orden establecido. No tuvo noción de sus propios límites, no imaginó un proyecto constructivo de transición política para sí mismo y para el país, apenas vislumbró la necesidad de la prudencia, la tolerancia, la autocrítica, la negociación, la racionalidad. Quería poco, pero ese poco era de todo o nada. Fue, ésa es la verdad, un movimiento revolucionario, si no en las armas sí en las ideas y las palabras. Por eso se inspiró en los ídolos e ideales de la revolución cubana, y por eso topó con los tanques de esa otra mítica revolución que los políticos del sistema creían encarnar: la petrificada revolución mexicana. Pero hay que subrayar siempre que este carácter embrionariamente revolucionario del '68 no justifica en absoluto la represión desatada contra él.

La izquierda mexicana de hoy -esa vasta y variada constelación de políticos, periodistas, académicos, estudiantes, intelectuales, obreros, campesinos y ciudadanos en general, muchos de ellos simpatizantes del PRD- es la heredera natural del '68 y, por lo tanto, la principal responsable histórica de aquel legado. Esta izquierda originalmente revolucionaria ha jugado un papel decisivo en la transición política y, en ese sentido, ha contribuido a impregnar democráticamente el significado del movimiento.

Pero la última palabra no está escrita. Si esta constelación no renuncia a su retórica revolucionaria, si no repudia sin ambigüedad a los movimientos guerrilleros que anacrónicamente sobreviven en el país, si no actúa en todos los foros como la voz de las soluciones prácticas y no de las utopías fundamentalistas, si no adopta una actitud invariable de tolerancia y no deja atrás los fáciles desplantes expansivos del todo o nada -ese reflejo automático del '68-, entonces en el año 2000 el país podría precipitarse a un abismo populista en el cual el 2 de octubre perdería una parte fundamental de su significación democrática.

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27 septiembre 1998