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La penumbra de «La Doña»

Porque era única y distinta, porque era "La Doña", en las últimas décadas de su vida María Félix eligió la penumbra. Ni los adioses definitivos y patéticos a la Marilyn Monroe, ni los abandonos etílicos a la Ava Gardner, ni la terca persistencia ante los reflectores de Liz Taylor. María, en cambio, optó por ser fiel a su personaje. Siempre supo que en torno de ella se había creado un mito y sintió que su mayor responsabilidad era respetarlo. Greta Garbo llevó su respeto al extremo: no la penumbra sino la oscuridad. María Félix supo cuidar a su personaje tomando distancia del público, sin desaparecer. Sus exilios eran estratégicos: cuando estaba en París, pensaba en México; cuando estaba acá, se retraía como si estuviera allá. Su retraimiento estaba hecho de reserva, no de temor. Era un acto de creatividad y prudencia, no de nostalgia y menos de huida. Su silencio, como en aquel cuento de Rulfo, se oía. Todo confluía, en efecto, para preservar intacto y vivo a través de los años el recuerdo de aquellas películas memorables, de aquellos personajes y escenas que vieron nuestros padres y abuelos y que nosotros, como nuestros hijos, todavía vemos y seguiremos viendo.

A esta sabia preservación del personaje, se aunaba en María Félix una fina inteligencia y un notable genio verbal. A menudo, sus frases contenían giros o palabras que eran propios, únicos, auténticos. Había algo de vértigo, de fuete, de puñal en sus hallazgos, una sorpresa incesante que no tenía su origen en lecturas o memorizaciones sino en su propio venero, construido al cabo de mil experiencias, viajes, lugares y personas. Su trato con escritores -Villaurrutia, Novo, Magdaleno, Huerta, Leduc y varios autores del existencialismo francés- contribuyó seguramente a alertar su oído y su visión, a enseñarla a respetar a las palabras. Si a la creatividad verbal se aúna la corrección, la expresión se vuelve un encantamiento. María hechizaba, encantaba.

El aura de María Félix explica en parte el hechizo. En el "imaginario colectivo", su personaje está tan ligado a la historia de la Revolución que pareciera que intervino en ella (de hecho, nació en 1914, en lo álgido de la guerra y traía algo de la indomable energía yaqui en sus venas). Era, como me dijo una vez, "una mujer con corazón de hombre", una hembra-macha que representó zonas profundas del alma mexicana porque de verdad las sentía. Pero la explicación final de su atractivo tiene que ver con un valor que María encarnó de modo superior. Es valor -decía el filósofo Plotino, en el Siglo III- "es como la divinidad en los misterios: permanece oculta en el fondo de un santuario y no se muestra al exterior, para no ser percibida por los profanos". Ese valor absoluto tiene que ver con los ojos y con el alma, con la figura y con la inteligencia, con los ademanes y los perfiles, pero excede a todos esos atributos juntos. No es necesario ni posible explicarlo. Hay que contemplarlo y agradecerlo. Es el valor de la belleza. Al final de su vida, esa belleza estaba intacta en sus manos, en sus ojos, en su intensa mirada. Pueblo mexicano, que sabe querer, la va a llorar, la va a extrañar.

Reforma

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