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Decadencia cultural

La silenciosa y casi inadvertida transmutación de la XELA en radiodifusora deportiva parece emblemática de un cambio en los tiempos culturales. En mi caso, como en muchos otros, la educación musical comenzó en esa frecuencia (830 de AM) con las cuatro célebres campanadas y la metálica voz de un locutor (quisiera conocer su nombre) que decía, pausadamente: "XELA, buena música desde la ciudad de México." Bastaba ser fiel a esa cita diaria para ir construyendo un repertorio personal que luego se traducía en esos inmensos Long-plays de 33 revoluciones que poníamos en tocadiscos antediluvianos. Cuando llegó la era de los cassetes y los CD's, la XELA competía aún en calidad con las otras buenas ofertas de música clásica: Radio UNAM y el IMER. Pero las restricciones económicas secaron ese oasis. Y quizá somos pocos los que lo extrañamos.

No sólo la XELA ha desaparecido: también una cierta animación, tensión, profundidad, calidad y pasión en la cultura humanística mexicana. Un día en la vida de cualquier ciudadano de nuestra república de las letras hacia los años cincuenta o sesenta, podía incluir la sintonización puntual de la XELA, pero se abría a muchas otras posibilidades. Dejemos a un lado los ámbitos académicos (cátedras, conferencias, institutos de investigación, colegios, revistas, publicaciones varias) cuya trayectoria de auge y declinación -me parece- es paralela a la de la cultura que apela al público. Piénsese, por ejemplo, en los suplementos literarios semanales (no había páginas diarias de cultura) de Novedades o Siempre! Un entusiasta caudillo cultural -Fernando Benítez- encabezaba el esfuerzo, organizaba la tertulia, alentaba personalmente a los autores. No sólo era un espléndido editor (generoso, original), sino un formador de nuevos editores literarios (como José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Huberto Batis). Su mancuerna de entonces fue Vicente Rojo, el gran artista plástico que acaba de cumplir setenta años y que revolucionó el diseño gráfico en nuestro país. La lectura de esos suplementos era (y sigue siendo, a la distancia) una delicia: gracias a ellos, México seguía explorando por varias vías su historia y su circunstancia, sin dejar de estar al día en las corrientes principales de la literatura y el pensamiento en el mundo. En esos términos, y siguiendo una tradición que había arrancado con los Contemporáneos y, aún antes, con el Ateneo, los mexicanos aprendíamos por fin a ser -en las palabras de Octavio Paz- contemporáneos de todos los hombres.

Teníamos varias casas editoriales, algunas poderosas (el Fondo de Cultura Económica), otras recientes y combativas (Siglo XXI, dirigido por un joven impetuoso también de setenta años de edad, Arnaldo Orfila) y otras más pequeñas, como Joaquín Mortiz, tan finas en sus elementos tipográficos y su contenido como el caballeroso editor que la dirigía. De Argentina nos llegaban las excelentes colecciones de Losada, Sudamericana y Emecé. Durante los años cincuenta se publicó la Revista Mexicana de Literatura (dirigida por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo), que años más tarde tendría una segunda época, la de Tomás Segovia. La esperanza continental que despertó la Revolución Cubana se reflejó en El Espectador. Por su parte, Jaime García Terrés presidió por mucho tiempo, y con altísimo nivel de exigencia, la Revista de la Universidad de México. Lo mismo hizo Ramón Xirau en Diálogos, revista publicada por El Colegio de México.

La llegada de Octavio Paz, en 1971, dio un impulso extraordinario a la cultura mexicana. Paz, como se sabe, fundó Plural y más tarde, en 1976, Vuelta. Poco después nació Nexos. Para entonces, Proceso cubría con un sano criterio provocador las polémicas de la cultura y Unomásuno introducía la página cultural diaria, innovación que, con el tiempo, pasaría a La Jornada y después (con diversa suerte) a otros diarios. Los setenta y ochenta fueron décadas de gran intensidad intelectual.

De pronto, hace poco más o menos una década, el panorama empezó a cambiar. Es verdad que algunos suplementos literarios se mantuvieron y nacieron nuevos, pero, salvo excepciones meritorias, carecieron del temple de los antiguos suplementos fundadores. Muchas casas editoriales perdieron la vida o perdieron el rumbo: se vendieron a firmas internacionales, se trivializaron. La cultura académica (que antes solía tender puentes con la cultura periodística y literaria) se encerró en sí misma y se volvió autocomplaciente, endogámica y burocrática. La caída del Muro de Berlín derivó en una súbita conversión de las revistas intelectuales de izquierda a posiciones liberales y democráticas, pero dio fin al sano clima polémico de aquellos años. Y aunque todos los periódicos adoptaron la buena costumbre de incluir noticias y hasta páginas culturales en sus ediciones diarias, lo hacían (lo hacen aún, salvo excepciones) tratando a la cultura como una subsección, más o menos ligera, del mundillo social o del entramado político nacional. Nuestra cultura, en suma, ha perdido seriedad crítica, horizonte y peso. Alfonso Reyes lamentó que llegásemos tarde al banquete de la cultura universal, pero no se arredró para salir a conquistarla y labrarse un sitio en ella. En México, en cambio, parece que nos conformamos con el festín de Coyoacán o la Condesa. Nos estamos volviendo provincianos.

No se me oculta el carácter subjetivo y melancólico de estas conjeturas: "Como, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor." Pero hay lo que Freud llamó "el malestar en la cultura", una devaluación que quizá no es sólo privativa de México, sino de este confuso principio de milenio, que se creyó cómodamente instalado en la postmodernidad sólo para descubrir los demonios de su propia vacuidad, y el demonio inverso del fundamentalismo. Con todo, me parece claro que vivimos una crisis cultural y pienso que sería bueno debatir sobre ella.

Hay muchísimas cosas que se pueden hacer por la cultura (la literaria, en particular, pero también la artística en un sentido amplio y la científica) desde posiciones independientes o relativamente independientes (no antagónicas) del Estado, con cierto apoyo de la iniciativa privada y, sobre todo, apelando a imaginación al público. No hablo de empeños titánicos, sino de pequeñas empresas culturales. ¿Por qué no proliferan? Hay tal vez una explicación generacional para este misterio: los gobiernos mexicanos -sobre todo entre 1979 y 1994- fueron proveedores munificentes de toda una generación cultural, que se echó a dormir en sus becarios laureles sólo para descubrir -en esa zona gris de los cuarenta años de edad- que el modelo no sólo era insostenible, sino corruptor.

Pero quizá el panorama es menos grave. Un joven amigo me recuerda el carácter "mafioso" de la elite cultural de los sesenta y objeta mi pesimismo: la música clásica se baja fácilmente por la red, se celebran extraordinarios festivales de música joven, hay varias orquestas sinfónicas de primer nivel en la República, abundan los suplementos y las páginas culturales (signo de variedad y pluralidad) así como decenas de nuevas revistas de crítica y poesía, no faltan esfuerzos independientes y, claro, florece como en los años cuarenta un nuevo y audaz cine mexicano. "La cultura mexicana -agrega- está atomizada, y por eso parece difusa y débil, pero está más viva que nunca. Y se ha democratizado. Finalmente -concluye- hay un factor cuantitativo: las generaciones culturales son cada vez más numerosas: el Ateneo era un puñado, hoy la sociedad cultural se mide en cientos o miles de creadores."

Sin ser baladíes, sus argumentos no me convencen del todo. Tal vez la democracia ha beneficiado a la cultura multiplicando autores y lectores, pero la calidad en la cultura (que es el corazón del problema) no se alcanza por vías democráticas. Con todo, le concedo a mi amigo el beneficio de la duda. Tal vez nuevas generaciones tocarán pronto a la puerta con proyectos novedosos, de gran exigencia crítica, imaginación y calidad. Será la única forma de volver a ocupar un lugar -modesto pero activo- en el banquete de la cultura universal.

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