Viajes que ilustran
Espero que los generosos lectores no crean que confundo este espacio bisemanal con una columna de viajes. El caso es que en ocasiones los viajes se concatenan de maneras misteriosas, y hasta el más sedentario de los mortales se vuelve, por momentos, un alma errante.
No había yo desempacado de un extraño y placentero recorrido por Japón, cuando acepté acompañar al Presidente Salinas en su visita de Estado a Canadá. La concatenación a la que me refiero no fue sólo temporal: viniendo del país que ha manejado con suprema prudencia histórica su apertura al mundo occidental, quise ver de cerca los serios esfuerzos del gobierno actual por afianzar nuestra apertura, nuestro ingreso (tardío pero posible) al banquete del progreso moderno.
En relación con la dialéctica entre el aislamiento y la apertura, el tránsito por Japón me había sugerido algunas reflexiones sencillas, aplicables a México.
Como se sabe, durante dos siglos y medio (la época Tokugawa) Japón adicionó a su condición de isla geográfica la de isla histórica. Salvo unos cuantos comerciantes holandeses estacionados en Nagasaki, toda influencia de la ""barbarie'' exterior (es decir, de Occidente) fue rechazada y prohibida con absoluta rigidez. Cuando los cañones del comodoro Perry amagaron, a mediados del siglo XIX, aquel mundo absorto y dieron lugar a la apertura del período Meiji, el Japón estaba matemáticamente listo para la nueva etapa de expansión. La sofisticación, fortaleza y cohesión de su cultura había alcanzado el tempo justo para saltar, como fiera agazapada, sobre los bárbaros.
En el breve lapso que ha transcurrido desde entonces, menos de 150 años, la fiera ha infligido algunos zarpazos atroces (la invasión a China), ha sobrestimado su fuerza (la Segunda Guerra Mundial) y, por último, ha debido ser amaestrada desde fuera con mano firme (Mac Arthur). Pero de todas estas experiencias ha salido fortalecida. Como ocurría en el anterior milenio cuando asimilaban lo mejor de la cultura china, los japoneses de hoy sorprenden al mundo por haber absorbido y mejorado en unas cuantas décadas lo que a los bárbaros les llevó dos siglos. Y lo han hecho, además, sin desgarrar en el fondo su complejo tejido cultural. El enlace entre su aislamiento y su apertura, su "timing'' histórico, por así llamarlo, fue perfecto. Son, como escribe David Halberstam, los triunfadores del siglo XX. No sólo eso: la simiente de la fiera ha producido cuatro o cinco fieras más: fieras exportadoras.
Con todas las inmensas diferencias del caso, México siguió un proceso que en su momento inicial guarda ciertas analogías con el japonés. Nuestro aislamiento de la corriente occidental más poderosa, próspera e imaginativa coincidió aproximadamente con aquél en los tiempos y en algunos efectos. Nuestra Colonia duró tres siglos y nos procuró una solidez cultural equiparable a la de las más antiguas civilizaciones. De modo natural, México es tan fiel a sí mismo en sus valores étnicos, estéticos, vitales, intelectuales y religiosos como lo ha sido Japón. El idioma español, las fritangas, las fiestas, la familia extensiva y la Virgen de Guadalupe son tan arraigadamente mexicanas como japoneses son el Sumo, el sushi y los templos de la secta Zen.
Allá, como aquí, el riesgo de perder la identidad es más abstracto que real: el hombre común no se ve en el espejo cada mañana y se pregunta "¿quién soy?" El japonés y el mexicano son, simplemente son. La gran diferencia entre ambas experiencias históricas está en su entronque con la modernidad. El de Japón fue decidido, confiado y, sobre todo, continuo. El de México fue vacilante, parcial y sobre todo discontinuo. Ellos veían el exterior como oportunidad; nosotros como amenaza. Luis González ha señalado recientemente que México se abrió al mundo en dos momentos: a fines del siglo XVIII y del XIX. En ambos casos los resultados fueron extraordinarios: crecimiento económico, expansión demográfica, proliferación urbana, florecimiento científico y muchas otras venturas más que no se consolidaron adecuadamente debido a factores de toda índole. Algunos de estos factores escapaban a la influencia de los modernizadores novohispanos o mexicanos (la invasión napoleónica de España en 1808 o la primera guerra mundial) pero otros estaban más en su rango de posibilidades.
Si los consejos liberalizadores de hombres ilustrados, como el Obispo Abad y Queipo en México o del Conde de Aranda en España, se hubiesen seguido a fines del siglo XVIII, nuestro tránsito a la modernidad hubiese sido menos violento y traumático. Si Porfirio Díaz hubiese entendido a tiempo (en 1900, en 1904, o incluso en 1910) que el gran éxito de su programa económico reclamaba un avance similar en el ámbito político, hablaríamos ahora no de la revolución sino de la evolución mexicana.
Por desgracia, ambos saltos a la modernidad fueron frustrados por los impulsos inversos: hacia adentro y hacia atrás. En lugar de consolidar su apertura al mundo y mirar con seguridad y espíritu de innovación hacia adelante, el país se hundió en décadas de violencia y ensimismamiento histórico. Si esta reacción hubiese durado menos o hubiese tenido un sano carácter correctivo, la modernización hubiese prendido antes, como lo hizo en Japón. Por desgracia, México no es un lugar de límites: la reacción que nos ató al pasado, al atrás y al adentro duró largos decenios y hasta adoptó fórmulas tan cínicas como aquella tristemente célebre: ""arriba y adelante''.
Cuando despertó del ensimismamiento, en la penúltima década del siglo XX, México descubrió que sus instintos defensivos le habían restado recursos de toda índole para competir en un mundo de fieras. La curiosa cábala de las fechas ha vuelto a ponernos, en el fin del siglo XX, en la vía de la modernización. Para enganchar con el tren de un progreso tangible y generalizado estamos mejor equipados que algunos países del Este que proscribieron no sólo el capitalismo sin el mercado. Tras de pagar un precio altísimo por los errores y las irresponsabilidades del oscuro docenio 1970-1982, comenzamos a girar el rumbo hacia políticas económicas abiertas y sensatas.
Cuando el Presidente Salinas, en los diversos foros en que lo escuché, se refirió con orgullo a los logros de su administración económica, tenía plena razón política y moral para hacerlo. El recuento en este aspecto fundamental de nuestra vida es, en verdad, impresionante: reducción sin precedentes del déficit fiscal, drástica caída de la inflación, renegociación exitosa de la deuda externa, firme política privatizadora, apertura comercial unilateral, apoyo a los mexicanos menos privilegiados y un largo etcétera que ha convertido a nuestro país en un caso ejemplar de corrección económica.
Ahora es México quien propone a Estados Unidos dar pasos coherentes con el liberalismo económico que fundó a Norteamérica y firmar un Tratado de Libre Comercio que a la vuelta del milenio pondría a toda la zona en posición de competir con los bloques ascendentes del Atlántico y el Pacífico. ¿Entenderán y aprobarán el proyecto? Como lo han probado incansablemente a través de su corta historia, los Estados Unidos suelen ser miopes a sus propios intereses de largo plazo. ¿Prevalecerán los instintos aislacionistas y provincianos de Fortress America o triunfarán los argumentos que con sensatez aconsejan la integración trilateral en Norteamérica? La moneda está en el aire.
Con o sin tratado, México se encamina en este fin de siglo hacia su tercer encuentro con la modernidad. La nueva generación en el poder ha cumplido puntualmente en su comprotamiento económico interno y externo. Merece el acceso al fast track (no sólo el del Congreso en Washington sino el de la historia). En cualquier caso la vieja lección de nuestras dos anteriores experiencias no debe ser olvidada: con el progreso material debe venir el político. Tan importante como la creación abundante y equitativa de riqueza es la administración ordenada y legal de nuestras vidas, de nuestros acuerdos y desacuerdos. Esa administración se llama política.
Una cultura profunda, una economía abierta y una política apegada de modo estricto a los valores democráticos, republicanos y federales nos garantizarán, con o sin palancas externas, el acceso definitivo al mundo moderno. Un futuro no de fieras sino mejor: de águilas.
El Norte