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TLC: prescripción contra la miopía

Los norteamericanos son rápidos para reaccionar pero malos para prevenir. Una vez que el problema les explota en las manos ponen su mayor empeño (y su dinero, y su sueño) en corregirlo, a veces demasiado tarde. La administración de Bush falló en prever la seriedad tras las amenazas de Saddam Hussein o el destino de los kurdos. En ambos casos, el costo de la corrección ha sido enorme: una guerra -victoriosa, pero guerra al fin- en el primero, una vergüenza moral en el segundo.

En la historia de esta miopía, las relaciones de Estados Unidos con América Latina -con América Central, en particular- ocupan un sitio especial. Cuba es ahora sólo un inofensivo vestigio del pasado, una isla que se hunde. Nicaragua es ahora una nueva democracia acaudillada por una líder sensata, no por "clones" de Castro. Ambos países han dejado de ser noticia. Pero basta recordar el costo, la duración y la gravedad de los problemas que no hace mucho representaron esos países para sospechar que algo fundamental ha fallado, desde hace muchas décadas, en la percepción norteamericana sobre el mundo. Cuba estuvo a punto de provocar una guerra nuclear y Nicaragua una vasta subversión regional.

Décadas antes, en libros, ensayos o conferencias académicas, las voces democráticas del continente habían advertido con toda claridad los peligros del creciente resentimiento latinoamericano contra los Estados Unidos y ofrecían vías prácticas para ir disolviéndolo con prudencia. Los norteamericanos no escucharon estas voces. Cuando las revoluciones cubana y nicaragüense estallaron finalmente en 1959 y 1978, era demasiado tarde para prevenirlas e incluso corregirlas.

Con México ha ocurrido algo similar. Si sobreviene una erupción en esta tierra de volcanes, los norteamericanos atienden; si no, ignoran. Un terremoto natural, un terremoto financiero, un terremoto de corrupción o drogas atraen los reflectores: ¡miren, México existe! si la vida fluye en aparente paz, los reflectores se alejan. Pero algo más se aleja también: una percepción adecuada sobre la situación de México. En el horizonte de México hay dos futuros posibles, diametralmente opuestos: en el año 2000 tenderemos hacia España... o hacia Perú. Las probabilidades, desde luego apuntan hacia la primera. México es un país sólido, con una auténtica estructura institucional y una cultura profunda. Si las administraciones populistas de Luis Echeverría (1970- 1976) y José López Portillo (1976-1982) hubiesen sido menos ricas en recursos económicos -petroleros, crediticios- o si estos recursos hubieran hallado cauces productivos, el país habría alcanzado la antesala del Primer Mundo. No ocurrió.

Después de tres décadas de (exitosa) política económica proteccionista y monopolio total (no totalitario) del PRI, y con el ominoso precedente de la matanza en 1968 de cerca de mil estudiantes democráticos, 1970 debió haber sido el momento de la apertura: libre competencia en los mercados internacionales, libre competencia en la política interna. Con Echeverría y López Portillo los instintos defensivos del sistema se impusieron y empujaron al país hacia el Tercer Mundo.

Durante la administración de Miguel de la Madrid (1982- 1988) México comenzó a corregir su rumbo económico. Su sucesor, Carlos Salinas de Gortari, ha profundizado el cambio. Su desempeño económico ha sido sobresaliente y, en muchos sentidos, ejemplar. Con la renegociación de la deuda externa, el abatimiento de la inflación y la reducción del déficit presupuestario ha modificado tendencias arraigadas, pero su política privatizadora (bancos, teléfonos, aerolíneas) y los límites que desde un principio impuso a las más poderosas centrales obreras, han logrado algo más importante: romper tabúes en una sociedad de tabúes. Su política social se ha anotado también dos puntos notables: el combate contra las drogas y el apoyo efectivo -agua potable, electrificación, escuelas- a la población más pobre. Su desempeño político, en cambio, ha sido mucho menos exitoso: México, ésta es la verdad, no ha resuelto su transición a la democracia.

¿Por qué hablar, entonces, de un remoto horizonte peruano para México? Perú fue el otro gran virreinato de la etapa colonial; un famoso cronista del siglo XVI sostuvo que allí se encontraba el Edén bíblico. Ahora Perú es un sitio bíblico por las razones inversas: el hambre, la guerra, la peste. México pareció también, y lo fue en cierto sentido, un paraíso terrenal, pero en su historia moderna no han faltado las maldiciones. Dejemos a un lado las frecuentes desgracias naturales. Hay una antigua tradición de violencia -viva, soterrada- que en tiempos revolucionarios (1910 a 1929) cobró más de un millón de vidas. Hay una vasta población alrededor de las ciudades y en el campo que bordea angustiosamente los mínimos de subsistencia. Hay una latente tentación populista y un líder nacional visible que la representa (Cuauhtémoc Cárdenas). Hay una influyente casta de jóvenes universitarios para quienes el fracaso del socialismo autoritario en Europa del Este y la URSS carece de lecciones y significación: a su juicio el enemigo es el neoliberalismo norteamericano que "amenaza nuestros recursos, cultura y soberanía". Hay un sector de la iglesia que trabaja en las comunidades pobres y participa de la teología de la liberación. Hay una irritación creciente -y justificada- con los fraudes electorales cometidos por el PRI. Hay, sobre todo, la sensación generalizada de agobio económico. Todos ellos son elementos para un escenario de deterioro y reversión.

En este contexto, la firma del Tratado de Libre Comercio cobra una importancia que apenas es excesivo calificar de histórica. Más allá de su conveniencia política (contribuir a la estabilidad de México), de su lógica económica (clara para cualquier norteamericano coherente con sus propios valores) la firma del TLC tendría hoy el sentido simbólico de romper el tabú mayor: "Thou shall not trust americans". Además de sus frutos materiales (mayor competitividad de la zona norteamericana frente a Europa y Asia) y sociales (prevención de vastas oleadas migratorias), la firma de un TLC en términos equitativos tendría dos ventajas adicionales: favorecería la proliferación en México de una cultura empresarial y tendría un efecto de cascada sobre Centroamérica, región con la que México -el gigante del Norte- ha planteado ya un tratado de libre comercio.

Esta vez las voces independientes y democráticas de México deberían ser escuchadas. El TLC no es una panacea pero de firmarse corregirá la tradicional miopía de Norteamérica con sus vecinos, prevendrá desarrollos reversivos en México y abrirá horizontes económicos para toda la región. Del capítulo pendiente -la democracia pospuesta- nos ocuparemos los demócratas mexicanos. Sobre firmes bases económicas, la transición nos tomará meses, no años ni décadas. Aunque era "Caudillo de España" dizque "por la gracia de Dios", Franco murió. El PRI, con la gracia de Dios o sin ella, morirá también.

Publique en La Jornada un artículo sobre la Guerra del Pérsico que provocó una protesta aíra, y por momentos destemplada, de muchos de sus colaboradores editoriales. Mis argumentos eran: 1) La guerra contra Hussein es lamentable pero se justifica: corrige una invasión inadmisible y previene una catástrofe mayor 2) La guerra durará semanas, no meses ni años 3) Concluida la guerra, Israel debería aprovechar la oportunidad histórica de solucionar el problema palestino. Concluida la guerra -en semanas, no en meses ni en años- su editorial en vistas a los kurdos. 

Al finalizar la guerra del Pérsico, el epigrafista de La Jornada resumió "triunfaron los aliados, perdió la humanidad", uno se pregunta ¿cuál hubiese sido el destino de los kurdos si la humanidad hubiese triunfado y los aliados perdido? 

El Norte

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