La radio, ayer y hoy
A principio de los años cincuenta, los amaneceres en la colonia Hipódromo de la ciudad de México eran límpidos y apacibles. Poco a poco se impregnaban de un bullicio no mecánico sino humano: los pregoneros ("el afiladooor", "rooooopa usada que vendaaan") recorrían todavía las calles, las mujeres iban al mercado de Sonora, los hombres al trabajo, los niños emprendían el camino de la escuela. De vuelta a casa, las familias de la zona se reunían, democráticamente, en torno a un personaje habitual, presente lo mismo en las ricas residencias de las Lomas que en las humildes vecindades del centro: el aparato de radio.
Llevaba decenios de ocupar ese sitio central, gracias a la labor de grandes empresarios -como Emilio Azcárraga Vidaurreta y Clemente Serna Martínez, entre otros-, y a la concurrencia de autores, compositores, libretistas, locutores, empleados diversos, agencias de publicidad, anunciantes. Su historia está por escribirse. Sus tórridas novelas de amor (Anita de Montemar), sus programas de suspenso ("¡cuidado Margot!"), sus cómicos inolvidables (como el Panzón Panseco), sus concursos (el Doctor I.Q.: "¿abajo a mi derecha?, aquí tenemos a una dama, doctor"), sus excentricidades ("el programa de un solo hombre"), sus sensatas crónicas deportivas (Escopeta y Cristino Lorenzo, los domingos, desde el Café Tupinamba) y hasta sus pegajosos anuncios comerciales ("me lo llevo por bonito, me lo llevo por barato...") se volvieron parte del paisaje auditivo cotidiano. Las estaciones cultas (XELA y Radio UNAM) eran ejemplares y hasta la Hora Nacional era instructiva y entretenida, con sus buenas dramatizaciones históricas. Sin embargo, el alma de la radio no era intelectual, teatral, informativa o comercial: el alma de la radio, como la de México, era -y siempre será- musical.
¿Se me permitirá una pequeña anécdota personal? Yo escuchaba radio las tardes y las noches, religiosamente, junto con la nana de mis hermanos, una recia mujer oriunda de Atlixco, Puebla, que vivió siempre entre nosotros y que se llamaba Petra Carreto. Se sonrojaba al recordar el momento de su juventud cuando un tenor de relativa fama (Salvador García) le había dedicado una canción de Agustín Lara: "Humo en tus ojos". Ahora que la recuerdo pienso que fue así -con ella y la radio- como comencé a conocer al país: a través de la sensibilidad popular expresada en la música, ligada entonces estrechamente al cine.
Cada autor había cuidado su parcela: Tata Nacho, una dulce melancolía; Manuel M. Ponce, nuestro mejor momento romántico; Esperón, Cortázar y Pepe Guízar, el color y sabor de la vida ranchera en el Occidente de México; Guty Cárdenas, la misteriosa y casi autolesiva nostalgia de Yucatán; Chucho Monge, Juan S. Garrido y Quirino Mendoza, el estallido festivo; María Grever, el amor frágil, doloroso, imposible; José Alfredo Jiménez, la pasión amorosa brutal, directa. Los boleros eran nuestro género predilecto y los tríos nuestra pasión: Los Panchos, sobre todo, pero también Los Tres Diamantes y Los Tres Reyes. ¿Quién no cantó el "Reloj" de Cantoral o el "Cucurrucucú Paloma" de Tomás Méndez, las melodías de Álvaro Carrillo, Gonzalo Curiel, Luis Arcaraz, Consuelito Velázquez, Mario Ruiz Armengol y claro, las del músico que grabó en el México de ayer un homenaje idolátrico a la mujer esquiva, inasible: Agustín Lara? ¿Y quién no repite, aún ahora, tras cuatro o cinco generaciones, una canción, o al menos una tonada, de ese creador de universos literario-musicales que fue Cri Cri?
Vivíamos en una atmósfera inocentemente romántica. O éramos, sin saberlo, epígonos de los epígonos del modernismo. Pero esa creación era democrática: la memorizaban los pobres y los ricos, los ignorantes y los cultos. Carlos Monsiváis y Miguel Ángel Granados Chapa han leído a sus clásicos universales pero me consta que conocen al pie de la letra cientos de canciones mexicanas. Que se trata de una literatura menor, no cabe duda, pero un crítico nada indulgente -Gabriel Zaid- comprendió hace tiempo su originalidad y autenticidad, e incluyó varias de esas canciones y compositores en su Ómnibus de poesía mexicana, que sigue circulando tan campante como cuando la editorial Siglo XXI lo publicó por primera vez, en 1971. Y ahora, continuando esa tradición, el propio Zaid ha sacado a la luz la obra completa de Cri Cri, editado con acuciosidad de clásico.
Hoy los tiempos han cambiado. El cuadrante, que en los cincuenta apenas programaba música en inglés, es un escaparate de la globalización, y es natural que lo sea. Sería absurdo reaccionar ante esta tendencia imponiendo barreras culturales a la música en inglés que recorre exitosamente el mundo o promoviendo de manera aburrida y artificial "nuestros valores". Ese cosmopolitismo musical nos ha enriquecido: le da sentido a muchas vidas juveniles y es más complejo y sutil de lo que parece.
Llena de vitalidad, la radio ha cambiado para bien sobre todo en términos políticos. Sus programas noticiosos y de debate público -de los cuales "Monitor" de Radio Red fue pionero- fueron un factor fundamental en la democratización de México. Pero algo se ha perdido en el trayecto. La radio se ha vuelto una ágora en la que se oyen, sin duda, conversaciones inteligentes pero donde comienza a predominar el vocerío trivial sobre los temas más diversos, el rollo ideológico, el bla bla bla de dudosos expertos, todo aderezado con un uso pobre y torcido del castellano.
El radio es un excelente vehículo de conversación, pero para serlo cabalmente tiene que renovarse de continuo y crear nuevos formatos: polémicas "cara a cara", programas producidos por y para jóvenes, fomento de nuevos líderes de opinión. Los sufridos habitantes de nuestras ciudades, los compatriotas en remotos pueblos y rancherías, los emigrantes, merecen esa nueva oferta en la radio a la que han sido fieles por casi un siglo. Y merecen algo más, un leve giro de recuperación cultural: menos palabras y más música... incluida la música mexicana.
Reforma