Las siglas del PRD
Hacia 1989, a raíz de la fundación del PRD, recuerdo haber enviado un mensaje de felicitación a Cuauhtémoc Cárdenas que decía, más o menos: "Con el deseo de que el PRD sea más democrático que revolucionario." Los presagios en ese sentido eran buenos y los antecedentes inmediatos, aún mejores. En El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte (1852), Marx había hablado con desprecio "del liberalismo ... vulgar, del ... formal republicanismo, de la trivial democracia", pero desde los años setenta del siglo XX, fue el propio marxismo el que comenzaba a sonar no sólo "vulgar, formal, trivial", sino hueco. En los ochenta, algunos sectores de la izquierda mexicana reconocieron parcialmente este agotamiento, y fueron más lejos que sus homólogos eurocomunistas en la superación de la dependencia con respecto a URSS o China. La quiebra inminente del llamado "socialismo real" les daría la justificación histórica definitiva para el cambio de rumbo.
Otro factor interno tomó parte en el proceso. La convergencia de dos líderes morales (Heberto Castillo y Cuauhtémoc Cárdenas, tan ingenieros civiles como ingenieros políticos) contribuyó decisivamente al tránsito hacia las ideas y prácticas democráticas. La renuncia del primero a la candidatura del PMT a favor de su antiguo discípulo fue un acto de ejemplar abnegación que preparó el acto aún más valioso del propio Cuauhtémoc, quien pudiendo incendiar el país a raíz de las elecciones del 88, prefirió crear el PRD. Bajo su liderazgo, el partido siguió edificando la alternativa democrática de izquierda. La sola presencia de Cárdenas en las elecciones de 1994, su actitud de dignidad ante la derrota de ese año (esa sí, indisputable), su triunfo sin triunfalismo en la elecciones del Distrito Federal en 1997, y su nuevo intento presidencial en 2000, dan fe de una firme convicción democrática que lo honra por muchas razones, entre otras la de constituir una ruptura con su propio tronco biográfico, porque entre las muchas prendas que adornaban a Lázaro Cárdenas no estaba la de ser demócrata.
Tal vez era excesivo pedirle que lo fuera. El general actuó en un siglo adverso a los ideales del liberalismo democrático, y un siglo en que la izquierda (sindical, política, académica, intelectual) vivió enamorada de la idea de la Revolución, a pesar de las evidencias crecientes de los crímenes cometidos por los estados que usurpaban el nombre del socialismo. Esos horrores eran ya inocultables en 1986, cuando Cuauhtémoc tomó la decisión de constituir una corriente democrática en el PRI, preludio de su separación, su candidatura y la fundación de un partido que aspiraría seriamente al poder, no a ser comparsa del poder (como lo había sido el PPS lombardista) o cobijo de sectas revolucionarias, desunidas y proscritas (como el Partido Comunista). A quince años de su fundación, la cosecha para el PRD es francamente buena: ha ganado más posiciones y aceptación pública practicando la "trivial, formal, vulgar" democracia, que lo que todos sus grupos antecesores acumularon en setenta años de fidelidad a los ideales del marxismo revolucionario.
Pero en estos mismos quince años, la segunda sigla, la revolucionaria, ha seguido viva y actuante de formas que ahora vale la pena registrar y analizar. Para comenzar, sus sectores intelectuales no llevaron a cabo la autocrítica que Octavio Paz les pedía (y que el propio Paz había realizado, dolorosamente, desde los años cuarenta) sobre los costos reales (en vidas, en riqueza, en generaciones perdidas) que había dejado a su paso el vendaval de la Revolución socialista. Por ese motivo, salvo excepciones notables como la de Carlos Monsiváis, Roger Bartra y Luis González de Alba, esos sectores no se atrevieron (ni se atreven aún) a tocar a Fidel Castro ni con el pétalo de una crítica. En 1994, con la aparición del movimiento neozapatista en Chiapas, franjas amplísimas de la izquierda reavivaron sus ímpetus revolucionarios: trasmutaron el marxismo en neoindigenismo, y peregrinaron en caravana hasta la Selva Lacandona para ofrecer incienso y mirra al nuevo caudillo redentor de los desposeídos. Años más tarde, las pulsiones violentas se agudizaron en el ámbito urbano, no sólo por la acción de grupos fascistoides establecidos desde los años setenta, sino por los movimientos de inspiración maoísta (como el del CGH), que estuvieron cerca de desatar una verdadera "revolución blanda", y que sólo la prudencia del gobierno y el liderazgo firme del rector Juan Ramón de la Fuente pudieron disipar. A todas estas inquietantes persistencias de la mentalidad revolucionaria y antidemocrática hay que aunar un factor clave: la izquierda mexicana -ésa es la verdad- carece de un órgano de expresión abierto, tolerante, objetivo: un órgano de expresión moderno.
Con la emergencia de Andrés Manuel López Obrador la izquierda ha advertido una de sus mayores oportunidades históricas. Es hoy el hombre por vencer, y sus adversarios deben vencerlo -en su caso- por las buenas: en el debate público, y en las urnas. Razones generales y particulares explican su ascenso, entre otras el desprestigio de las políticas privatizadoras de los años noventa, la resaca antiliberal en América Latina, el vacío de poder que padece nuestro país, la obra (real y percibida), las estrategias (legítimas y dudosas) y la personalidad misma del jefe de Gobierno, hombre con genuino instinto popular. Sea como fuere, su aceptación nacional está muy por encima del 15 por ciento que su partido alcanzó en las elecciones intermedias del 2003. Por eso, hoy más que en 1988, la izquierda representada por el PRD está obligada a definir su identidad, y esa definición pasa necesariamente por la respuesta clara a la pregunta: ¿democracia o revolución?
La moneda está en el aire, pero mi impresión personal es que en ese partido han pervivido resabios de las tradiciones antidemocráticas y revolucionarias del PRI y del PC; resabios activos que han ido relegando a los sectores genuinamente progresistas y hasta liberales de ese organismo político. Es principalmente a ellos -a los sectores que han defendido la democracia dentro del PRD- a los que corresponde la tarea de reencauzar a su partido dentro de los márgenes del republicanismo democrático, antes de que terminen por ser devorados por sus "tribus".
México sigue siendo, como escribió Humboldt hace dos siglos, "el país de la desigualdad", y por eso la izquierda es una alternativa natural de poder, pero el trabajo político del PRD debe enmarcarse de manera inobjetable en la práctica de la democracia. Y no se construye una democracia con tomas de tribunas parlamentarias, con incitaciones explícitas (inéditas, estériles, peligrosísimas) al rencor social, con el aliento a grupos de choque, con declaraciones de desdén contra las leyes y las instituciones republicanas. Menos aún llevando a la práctica la célebre frase del otro Marx (Groucho): "el poder para los que gritan 'el poder para el pueblo'."
Reforma