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Por una cultura crítica en español

Hablar de afinidades culturales se había vuelto un lugar común entre nosotros. Siempre dimos por descontado que España y los países hispanoamericanos compartíamos una lengua común y una cultura muy similar, en decir, una matriz semejante de valores de toda índole: vitales, estéticos, éticos, intelectuales, religiosos. Nos ha parecido normal que un argentino, un peruano, un costarricense, un mexicano y un español tengan y mantengan actitudes similares frente a la vida y la muerte, la familia o el amor, las fuentes del gozo y el dolor, los gustos artísticos, las fronteras de lo permitido y lo prohibido, el mundo de las ideas y del conocimiento, las creencias en Dios y las formas de llevar esas creencias a la práctica. Esa comunidad cultural a través del Atlántico y a través de los siglos, nos ha parecido un dato más, un dato natural, como el aire que respiramos. Pero la historia con mayúscula, que no cesa de sorprendernos, nos ha dado en estos dramáticos días una lección inmensa, una lección que los hispanohablantes debemos ponderar: al mostrarnos los extremos violentos a los que puede llegar el choque entre visiones de mundo opuestas, nos revela el milagro de las afinidades culturales.

Entre esas afinidades ninguna más profunda que el idioma, crisol de nuestra cultura. Los españoles y los hispanoamericanos podemos congratularnos legítimamente de la vitalidad de nuestra lengua, no sólo de su pasado, de su construcción plural, coloreada por las diversas geografías y marcada por la historia mestiza de nuestros países, sino también de su presente, del modo en que ahora avanza, conquista y coloniza (cabría decir) otros territorios y otras culturas. Hace apenas diez años el español tenía como frontera el Río Bravo y hacía silenciosas incursiones en varios enclaves de los Estados Unidos: el sur, el oeste, algunas ciudades del norte. Hoy, en una reversión benigna, cultural, de la remota guerra de intervención norteamericana de 1847 y de otros episodios posteriores, el español de los mexicanos (junto con el de los centroamericanos, caribeños y sudamericanos) ha llegado hasta Nueva York, y ha llegado para quedarse. Lo ha impulsado, es verdad, la necesidad económica, pero salvo la conquista espiritual llevada a cabo por los misioneros españoles en el siglo XVI, ninguna otra conquista ha sido en principio cultural.

La mención a aquellos religiosos, padres fundadores de la espiritualidad latinoamericana, no es casual. En sus mejores instancias, como Francisco de Vitoria, Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún o Vasco de Quiroga, concibieron al indígena no como un otro sino como un igual en el sentido cristiano del término, una criatura necesitada de dirección y amparo pero libre por naturaleza. A despecho de las iniquidades de la otra conquista –la política, la material- los valores de convergencia predicados y practicados por los misioneros prevalecieron en amplias zonas del continente y sus efectos benignos han llegado a nuestros días.

Uno de esos efectos es el idioma mismo. En su misión apostólica, aquellos frailes no sólo no desecharon el idioma, los idiomas de los indios, sino que los aprendieron esforzadamente y compilaron gramáticas especialmente diseñadas para tender puentes entre las culturas. Cambiaron a los indios pero cambiaron ellos también en el proceso. Crearon una onomástica, una toponimia y poco a poco una ancha y amplia visión de mundo en la que participaban ambas culturas. Con mentalidad inclusiva pero no opresiva, propendiendo a la mezcla de lo uno y lo otro, no a la sujeción y menos a la supresión de lo uno por lo otro, fincaron un espacio histórico de convivencia.

Ese espacio sigue siendo nuestro espacio. Pleno de iniquidades e injusticias, de torpeza y corrupción, pero un espacio al fin en que (salvo excepciones) se comparten valores tan esenciales (o, por lo visto ahora, tan relativos) como el respeto a la persona humana. Los hispanoamericanos podemos diferir en ideas e ideologías hasta extremos abismales, pero nunca hasta ahora hemos llevado esas diferencias a los límites suicidas que hemos presenciado en nuestros días.

“Latinoamérica -escribió Octavio Paz- es un polo excéntrico de Occidente”. Tenía razón: excéntrico, pero no opuesto. Ahora que todos los valores de Occidente parecen haberse puesto en entredicho por el sector radical de la cultura islámica (a la que, paradójicamente, debe tanto la Occidental) los​hispanohablantes debemos profundizar en la conciencia de nuestras afinidades.

Esta profundización es el mejor programa para nuestro futuro y no tiene mejor guía que la contenida en una palabra: la palabra Crítica. Nuestra excentricidad con respecto a Occidente -y nuestra distancia de él- se debe en no escasa medida a nuestra falta de crítica y de su correlato necesario: la autocrítica . Es una ausencia perceptible en todos los ámbitos, los medios electrónicos, la prensa, el mundo editorial, empresarial, eclesial, político. Muy a menudo confundimos la crítica con el ataque, el anatema y la descalificación. La crítica es una dimensión distinta. Desde la claridad crítica podemos aprender a fundamentar mejor, a razonar con pulcritud, a escuchar, a tolerar; a arraigar, en suma, esas virtudes que –admitámoslo- no nos caracterizan. Con claridad crítica podremos enfrentar mejor a los fundamentalismos internos que nos amenazan con la fanática imposición de sus identidades colectivas de raza o nación sobre los individuos, sobre las personas.

Ahora que los Estados Unidos se concentrarán por tiempo indefinido en atender el incendio de Oriente, la comunidad cultural y lingüística de España e Hispanoamérica (incluída la Hispanoamérica que vive en “las entrañas del monstruo”) tiene la oportunidad única de globalizarse internamente, de acrecentar mucho más sus vínculos políticos y económicos, de afirmar su presencia histórica para enriquecer la vida de los cientos de millones de seres humanos que hablamos español. En sus mil años de historia de nuestro idioma, la mitad, quinientos años, han sido compartidos, creados y recreados entre España y América. Es el pasado luminoso que nos permite estar aquí, con uso pleno y seguro de nuestro instrumento, armados de nuestros sólidos diccionarios y de ese diccionario vital que es el habla cotidiana en nuestros países, laboratorio incesante de creatividad lingüística. Pero ahora no es tiempo de complacencia sino de brega: es el momento de dar el salto a la construcción definitiva, en todos los órdenes, de una cultura crítica en un idioma donde no se pone el sol: el idioma español.

El País

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