Tres por ciento democrático
Para ponderar el grave peligro que se cierne sobre la democracia mexicana, considérese la siguiente estadística. En los 681 años transcurridos desde la fundación del imperio azteca (1325 d. C.) hasta nuestros días, México ha vivido 196 bajo una teocracia indígena, 289 bajo la monarquía absoluta de España, 106 bajo dictaduras personales o de partido, 68 años sumido en guerras civiles o revoluciones, y sólo 22 años en democracia.
Este modesto tres por ciento democrático -vale la pena repetirlo- corresponde a tres etapas, muy distanciadas entre sí: once años en la segunda mitad del siglo XIX, once meses a principio del XX, y la década de 1996 a 2006. En el primer caso, el orden constitucional establecido por Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada fue derrocado por el golpe de Estado de Porfirio Díaz. En el segundo episodio, otro golpe de Estado orquestado por Victoriano Huerta derrocó al presidente Francisco I. Madero. Esta tercera etapa, ¿será definitiva o correrá la suerte de las anteriores?
Hace apenas cincuenta años, en México grupos armados del PRI asaltaban las casillas electorales con pistolas y metralletas, balaceaban a los votantes sospechosos y se robaban urnas. En aquel tiempo votaban por el PRI hasta los niños, los enfermos terminales y los muertos. Hace apenas veinte años, el PRI -que había refinado sus métodos- se preciaba de ser una maquinaria casi infalible, la inventora mundial de la "alquimia electoral". El gobierno y el PRI (entes simbióticos) manejaban cada paso de la elección, desde la elaboración del padrón y la emisión discrecional de credenciales, hasta el conteo de los votos. Muchos burócratas y gran parte de las organizaciones de obreros y campesinos eran acarreados hasta las casillas en transportes públicos donde recibían la consigna de sufragar en masa por el candidato oficial, elegido por el presidente imperial. A los votantes se les repartían tortas y regalos, a los líderes se les daban puestos públicos, prebendas y dinero. Muchas veces los votos estaban previamente cruzados, se depositaban días antes de la elección en urnas llamadas "embarazadas"; era común la instalación de casillas clandestinas y había personas registradas varias veces.
Toda esta comedia vergonzosa terminó hace una década, cuando el presidente Ernesto Zedillo echó a andar una profunda reforma democrática. Las elecciones en todos los niveles dejaron de ser manejadas por el gobierno y pasaron a ser jurisdicción de un Instituto Federal Electoral independiente, el IFE, sujeto a un Tribunal Federal Electoral. A un costo sumamente alto, se construyó un patrón de electores completísimo que incluía la fotografía del ciudadano, la misma que aparece en su credencial y en las listas de votantes registrados para cada casilla, y que permite cotejar las tres cosas: presencia física, credencial y registro. El IFE ganó muy pronto una notable credibilidad. En todo el país, los ciudadanos comenzaron a votar con libertad, en un marco de limpieza y transparencia. A pocos sorprendió que en 1997 el PRI perdiera por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados y que el candidato de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, alcanzara la Jefatura de Gobierno del D. F. Tres años después, el PRI perdió la joya de la corona, y la corona: Vicente Fox ganó la presidencia.
El 2 de julio de 2006, esa misma organización electoral independiente, integrada por 909,575 ciudadanos (no funcionarios), tuvo en sus manos el manejo de una elección ordenada y sin incidentes, en la que votaron más de 42 millones de personas. Intervinieron -también vale la pena repetirlo- casi un millón de representantes de todos los partidos, cerca de 25,000 observadores nacionales y 639 internacionales. A fin de cuentas, el candidato presidencial por el PRD obtuvo la votación más alta para la izquierda en la historia de México; de hecho, estuvo a poco menos de 240,000 votos de ganar la presidencia.
Lo que ocurrió a partir de ese momento ha puesto a México al borde de un estallido social. ¿Qué opinaría un ciudadano americano si después de una campaña electoral tan enconada como la de Bush y Kerry, el candidato perdedor se hubiera declarado triunfador la misma noche de la elección, a los pocos días denunciara un "gigantesco fraude", y armara un plantón con sus partidarios (muchos de ellos pagados por el gobierno local, ligado a él) en el Mall de Washington y las calles aledañas, bloqueando el libre tránsito y afectando a comercios y oficinas de gobierno? Eso, precisamente, ha hecho López Obrador.
En artículos y entrevistas recogidas en la prensa internacional (escritas en un engañoso tono de civilidad, contrario al de sus arengas incendiarias), AMLO ha dañado severamente a la joven democracia mexicana al sostener lo insostenible: que el México de hoy es el mismo que el de tiempos del PRI. Y ha omitido muchas cosas: ha omitido que el candidato que más gastó en la campaña electoral por televisión fue él; ha omitido que utilizó de mil maneras su posición en el gobierno del D. F. para proyectarse a la presidencia y descalificar en términos absolutos a quien no comulgaba con él; ha omitido que en la misma jornada electoral que le parece "una cochinada", su coalición de izquierda logró convertirse en la segunda fuerza en el Poder Legislativo (aumentando considerablemente su posición en ambas Cámaras), mientras que Marcelo Ebrard triunfó con el 47%; ha omitido mencionar que las casillas revisadas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial (el 9% del total) no fueron una muestra aleatoria (que sería más que suficiente para determinar si hubo fraude generalizado) sino que estaba cargada a favor de AMLO porque él seleccionó las casillas donde esperaba demostrar el fraude (sin éxito, ya que la diferencia resultante, según el fallo del Tribunal, fue mínima); y ha omitido, en fin, haber declarado que aun si se hubiese efectuado el recuento del 100% de las casillas, tampoco hubiera aceptado los resultados.
Andrés Manuel López Obrador -conviene reiterarlo, como él reitera sus falsos paralelos históricos- no es el heredero de Juárez y Madero, los demócratas liberales, sino de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta, los golpistas que ahogaron los dos ensayos iniciales de la democracia mexicana. Muchos de quienes lo apoyaron antes del 2 de julio hoy cantan la palinodia y se declaran sorprendidos por su comportamiento. Pero desde hace mucho tiempo estaba claro -para quien quisiera verlo- que López Obrador no es un demócrata. Es un revolucionario con mentalidad totalitaria y aspiraciones mesiánicas que utiliza la retórica de la democracia para intentar acabar con este tercer ensayo histórico de democracia y devolver al país a la zona que, por desgracia, ha sido el ambiente natural de México a través de los siglos: el 97% teocrático, monocrático, dictatorial, revolucionario.
Reforma