Privatizar Pemex
La tragedia de Guadalajara quita la venda de una de nuestras mayores supersticiones nacionales: la de la industria petrolera nacionalizada. ¿Quién no recuerda o ha escuchado la saga del 18 de marzo de 1938? Según esta creencia generalizada, hasta ese día México se concebía a sí mismo como un país conquistado, espoleado, saqueado por la codicia extranjera. Tres siglos de dominación española habían agotado casi nuestras minas; 50 años de guerras intestinas e intervenciones extranjeras (estadounidenses, francesas, españolas, inglesas) habían mermado nuestros recursos, nuestro ánimo y nuestro territorio hasta el punto de poner en peligro nuestra supervivencia como nación soberana; un régimen entregado al capital extranjero -el porfiriano- había puesto al país en subasta pública; todas estas desdichas ocurrieron sin solución de continuidad hasta que los buenos caudillos de la Revolución, y Cárdenas antes que todos, devolvieron a la Nación lo que en tiempos de la Colonia había pertenecido a la Corona: el suelo y subsuelo de México.
La ideología de la Revolución, cristalizada en el Artículo 27, propició esta interpretación hasta elevarla a la altura de una doctrina indisputable e indisputada. Una visión imparcial de la historia la habría, cuando menos, matizado: la víctima colonial no lo había sido tanto; la desdicha del siglo XIX, a más de casi inevitable, fue formativa; el porfiriato, con sus políticas liberales en la economía, construyó al país e integró la nacionalidad de modo más efectivo y tangible que muchas décadas de revolución. Piénsese, por ejemplo, en los ferrocarriles. Entre 1876 y 1910, concesionando las vías a la malévola inversión extranjera, el régimen porfiriano construyó casi 20 mil kilómetros. En casi un siglo, la Revolución confiada en sus propios (patrióticos) recursos, ha agregado unos cuantos cientos a esta cifra y ha construido -en cuanto a carreteras-- no una red sino una vergüenza nacional.
La versión oficial nos ha querido vender una idea distinta de estos hechos según la cual la Nación mexicana en todos sus aspectos -el económico, desde luego- encontró su camino en 1917 para no extraviarlo más. De acuerdo con esta leyenda, el protagonista, el héroe, el vehículo histórico de este encuentro ha sido el Estado. Encarnación del nacionalismo, el Estado se convierte en representante, garante, depositario o administrador de la propiedad nacional. Así ocurrió con la tierra, con las minas y el petróleo. La sociedad "compró" esta teoría y por momentos se sintió "poseedora" de todos esos bienes públicos.
El 18 de marzo de 1938 fue el momento límite de esa alucinación. Recuerdo -aunque cada vez con menos emoción- la emoción de mi padre al narrarme esos momentos: los ánimos exaltados, las porras universitarias frente a Palacio Nacional, el orgullo de sentirse mexicano y triunfador al mismo tiempo, las colas en el Zócalo para donar lo que cada quien tuviera, desde guajolotes hasta anillos de brillantes, todo para pagar la expropiación, todo para afianzar la nacionalidad mexicana y asegurar nuestro destino mediante la posesión plena del petróleo. ¿Quién podía dudar del patriotismo de esta medida? Sólo los vendepatrias, los Santa Annas del siglo XX.
El petróleo nacionalizado y su encarnación en Pemex no constituía una medida económica más: era un dogma de la religión nacional. La primera duda que albergué sobre el sacrosanto valor de nuestro petróleo nacionalizado -es decir, estatizado- me la plantó uno de los hombres más inteligentes y patriotas del siglo XX en México: Miguel Palacios Macedo. Sus preguntas eran muy sencillas: ¿Cuánto ha costado a México la expropiación petrolera? ¿Qué tan eficiente es Pemex, comparado con otras empresas privadas o públicas similares? ¿Sirve a su sindicato y a su burocracia o sirve al público? ¿Qué ventajas económicas pueden derivarse de su carácter monopólico? ¿No hubiese sido mejor imaginar formas de asociación que respetando escrupulosamente el régimen fiscal mexicano permitieran la inversión extranjera en este ámbito? ¿No hay, en suma, demasiada pasión, demasiada energía, demasiados recursos de toda índole, invertidos en Pemex en detrimento de los consumidores y de otras ramas de nuestra economía?
La segunda duda sobre el mismo dogma me surgió al enterarme de la política petrolera de Teng Siao Ping en China. Nadie podría acusar a este líder de ser un complotista antichino, un vil lacayo de la Shell, un vendechina cualquiera. Pues bien, ése que en tantos aspectos mantiene hoy mismo a su país dentro de la muralla, veía y ve con la mayor naturalidad que empresas extranjeras debidamente reguladas: exploten y desarrollen sus recursos petrolíferos. La pregunta era obvia y lo sigue siendo: si está visto que aquí y en China la libertad económica propicia el crecimiento, ¿por qué seguimos cargando aquí -y no en China- con un costoso, ineficiente, burocratizado, corrupto elefante petrolero? Por un dogma que erige a Pemex en símbolo de los mexicanos y de nuestra riqueza.
La riqueza real y potencial está en otra parte: no en el suelo o subsuelo, no en la naturaleza, sino en los productos que podamos exportar. Japón, sin una gota de petróleo, ha probado hasta la saciedad esta verdad. "El oro negro para todos" rezaba, no hace mucho, un comercial. Lo cierto es lo contrario. El petróleo es de los funcionarios burocráticos y sindicales -de Pemex. Esta propiedad privada de las funciones públicas de Pemex -según la famosa fórmula de Zaid- nos cuesta a todos. El costo, hasta hace poco, era solamente económico: un sobreprecio en sus productos por encima de lo que en verdad costarían si Pemex fuera productiva.
La ineficiencia se ha pagado también indirectamente, por otras vías: ¿Qué parte de la deuda de Pemex contratada irresponsablemente en tiempos de López Portillo han pagado los contribuyentes, usuarios y consumidores? Con todo, estos costos eran, si se quiere, tolerables, no involucraban salud y vidas humanas. Con el aviso de San Juanico y la tragedia de Guadalajara el dogma se ha venido abajo ¿Quién puede creer, a estas alturas, los ridículos comerciales de Pemex según los cuáles esta empresa estatal, protectora de la ecología, resulta casi una pariente cercana de National Geographic? A la ineficiencia, la corrupción y la improductividad se ha agregado ahora el riesgo cierto sobre vidas humanas, un peligro tangible cuyo origen está en los pésimos procedimientos de control de calidad, mantenimiento y prevención de siniestros de esa empresa.Porque Pemex no es más que eso, una empresa. No la savia negra de la nacionalidad ni el símbolo energético de la mexicanidad. En detrimento de millones de mexicanos -la verdadera Nación- la han usufructuado unos cuantos miles de funcionarios públicos.
En medio siglo de existencia, Pemex contó seguramente con funcionarios, investigadores y técnicos competentes y honestos, pero como empresa estaba destinada al fin que, con muy pocas excepciones, han tenido en todas partes los elefantes estatales de su tipo, "monstruos que es preciso desmembrar para que no quiebren o exploten. La solución es clara. El régimen -éste o el siguiente- tendrá que tachar un dogma más a los muchos, sacrosantos, que heredamos de la neocolonial carta queretana. Para que el petróleo sea, en verdad, propiedad de todos, hay que expropiarlo al Estado -su actual, ineficiente, poseedory abrir su producción, en los diversos niveles, a la libre competencia. Los veneros del petróleo no nos los escrituró el diablo pero tampoco Dios: deberían escriturarlos otros entes, menos trascendentes... los notarios.
El Mañana