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El legado del Norte

"Donde empieza la cultura de la carne asada comienzan las personas a tratarse como tales... civilizadamente''. 

Discurso de Enrique Krauze al recibir la medalla al mérito histórico "Capitán Alonso de León'' de la Sociedad Neolonesa de Historia, Geografía y Estadística. La generosa entrega de la medalla al mérito histórico "Capitán Alonso de León'' con que la Sociedad Neolonesa de Historia, Geografía y Estadística me honra en su 50 aniversario tiene, para mí, una doble significación: como historiador y como amigo leal del norte de México.

Respecto a la primera significación, mi obra como historiador, soy, por supuesto, la última persona indicada para ponderarla. Lo que puedo afirmar, sin lugar a dudas, es que si algún valor tiene esa obra mucho le debe a la inspiración de mis maestros. Yo quisiera que este reconocimiento se hiciera extensivo a ellos y por ese motivo me atrevo hoy a recordarlos. El primero y más importante de todos ha sido Luis González y González. El día en que entré a su cátedra en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México me desconcertó la alegría o, mejor aún, la sabrosura de su exposición. Hablaba, si no recuerdo mal, del Presidente Guadalupe Victoria.

Yo, acostumbrado a mis cursos de historia patria de la preparatoria, esperaba ser testigo de un respeto exhaltado por los héroes, un recuento de sus hazañas, un girón del himno nacional. En lugar de estos capítulos de historia de bronce Luis González narraba la afición de Guadalupe Victoria por las peleas de gallos: el Palacio Nacional no estaba en la Plaza Mayor sino en el palenque de San Agustín de las Cuevas, el actual Tlalpan. Ese trato de "tú'' a los héroes selló, en cierta forma, mi destino. Me acerqué a Luis González porque en esa irreverencia vi las posibilidades de un tratamiento humanista de la historia que las ideologías de moda en aquel entonces (marxismo, estatismo, oficialismo) no podían siquiera considerar.

Había un desenfado, una desenvoltura en el método gonzalino que no caía, sin embargo, en la burla. Todo lo contrario: una secreta, discreta piedad ante el objeto de la historia, ante los hombres del pasado, permeaba sus textos y sus clases. No se trataba de consignar fríamente su paso por la vida. Menos aún de criticarlos desde la impune y cómoda distancia del presente. Se trataba de ejercer la difícil y, al mismo tiempo, fascinante operación de "repensar sus pensamientos'', de examinar sus opciones, sus ideas, sus pasiones. Se trataba, en una palabra, de comprenderlos. Luis González fue nuestro maestro en las aulas, pero, sobre todo, fuera de las aulas: en el café, en la sobremesa, en la tertulia. Nunca me impuso ninguna lectura o hipótesis. Nunca me dijo "tome nota''. Suave, imperceptiblemente dirigía mis lecturas sin dirigirlas. La intuición, la percepción, el instinto de la historia debía salir del alumno, no del maestro. Yo debía "darle el golpe'' a la investigación histórica y esto sólo es posible si uno comete sus propios errores.

Recuerdo ahora uno de esos utilísimos errores. Ocurrió hace poco más de 20 años. El primero de mis biografiados era uno de los "Siete Sabios'', un abogado ilustre, valiente y erudito llamado Alberto Vásquez del Mercado. Yo visitaba a este anciano personaje en su despacho del antiguo Banco de Londres y México. Iba armado de una inmensa grabadora y de una curiosidad más inmensa aún. Cada palabra, cada pausa, cada anécdota me parecía memorable y casi inmortal. El más inocente de los historiadores sabe que la regla número uno de su trabajo es discriminar el material. De no hacerlo, el historiador corre el riesgo de ahogarse en el océano de los hechos.

El caso es que yo me arrojé a nadar al océano de Vásquez del Mercado con tal entrega que llegué al extremo de viajar con mi esposa, Isabel Turrent, hasta Chilpancingo para que ambos viésemos el paisaje físico que había visto Vásquez del Mercado: los órganos, las pitahayas, los nopales, y para comer la misma machaca con huevo que se comía a fines de siglo XIX en Guerrero. Luego de aquella excesiva operación de rescate, atando todos, absolutamente todos los hilos de mis grabaciones no menos de ocho horas dedicadas a las niñez y la adolescencia de mi héroe redacté un manuscrito larguísimo precedido de un epígrafe de un viejo amigo de Vásquez del Mercado: Ramón López Velarde: "Y en la provincia del reloj en vela...''

Cuando sometí aquel mamotreto a la consideración de mi maestro, lo leyó con cuidado, se reunió conmigo y juro que es verdad me felicitó. Convenía quizá, me dijo, acortar un tanto los detalles y abordar desde luego a los otros personajes de la tesis. Yo salí satisfecho y seguro de mi mismo. Ahora sé que ésa era justamente la reacción que el maestro buscaba propiciar. Aunque en la versión final de la tesis utilicé menos de un 1 por ciento de mi risible y desproporcionado escrito, esa locura inicial tuvo su utilidad. ¿Qué había ocurrido? Muy simple: de haber sido un maestro convencional, Luis González habría reprobado aquella confusión de un bosque con un árbol y ni siquiera con un árbol, con una rama o una hoja. Pero lo que él buscaba inculcar sutilmente no era tanto la malicia de historiador (que sólo con el tiempo se forma y sólo los errores moldean), sino el amor por el objeto histórico. A partir de ese amor, poco a poco, el maestro logró levantarme la mirada y pastorear mi incursión en otras zonas del bosque. Sugirió lecturas, ideas, enfoques pero sin suplir la posible creatividad del alumno. Quería que el alumno dejara de ser alumno. Quería formar historiadores. No pensaba en una tesis sino en el embrión de una obra. Esta es, "en una nuez'' como diría Alfonso Reyes, la huella de Luis González.

Junto con Luis González, tuve otros profesores de primera línea. Mencionaré sólo a algunos. Moisés González Navarro me abrió los ojos a la Sociología de la Religión en la obra de Max Weber y otros sociólogos, y con ello me regaló una lente clave para ver los procesos históricos de México. Josefina Vázquez nos dio una imagen al mismo tiempo compleja y viva del siglo XIX, el más intenso, apasionado, trágico de nuestros siglos. Miguel León Portilla nos dio una clase que colindaba con la magia: la de literatura náhuatl. Muchos otros profesores debería agregar a la lista: Jorge Alberto Manrique, Alejandra Moreno Toscano, Susana Uribe, María del Carmen Velázquez. Y otros nombres más, que nunca me dieron clases de manera directa sino a través de un método aún más efectivo, la lectura de sus libros: Edmundo O'Gorman, Silvio Zavala.

Mi altar personal lo completan dos nombres: José Gaos y Daniel Cosío Villegas. Tuve la inmensa fortuna de ser el último alumno que pisó una cátedra de Gaos. Acudí de oyente a sus clases para leer con él El Espíritu de las leyes de Montesquieu. Nunca olvidaré el cuidado amoroso, religioso, con que se detenía a comentar cada párrafo, cada frase y a veces cada palabra. No sin impertinencia le refuté alguna vez no sé qué juicios. Después de su muerte supe que premió mi impertinencia con su voto de calidad para mi ingreso a El Colegio de México. En cuanto a don Daniel mi devoción se comprueba de este modo: sobre él no escribí un recuerdo sino una biografía. Hablé al principio de una segunda significación en este reconocimiento: mi amistad por el norte de México. Siempre he creído que en el norte está la reserva, la frontera de iniciativa en nuestro País.

Ocurrió en el siglo XIX con los grandes caudillos militares que vencieron en la Reforma y la Intervención, ocurrió en la Revolución, hasta que un representante del México viejo nacido en Jiquilpan y de cuyo nombre no siempre quiero acordarme, tomó el poder para reconstituir un México piramidado, corporativo, centralizado, patrimonial, integrista, un México opuesto al que soñaban los hombres de estos lugares. Siempre he creído que aquí los hombres no son agregados, son individuos. Por su geografía, por su historia, el norte de nuestro país nació libre y liberal y ha continuado libre y liberal. Liberal, que no es igual a jacobino. Liberal, que como sustantivo es una palabra de raíz hispana y denota el orgullo, la franqueza, el celo con que una persona defiende, afirma y respeta su propia vida y en esa misma operación aprende a respetar la vida de los demás.

No reniego del centro de México donde nací ni de los otros México que nos integran como una de las naciones más plurales, profundas y culturalmente más ricas del planeta. Mis sentimientos frente a esos México tradicionales son, en general, de índole religiosa, tan genuinamente impregnados están esos Méxicos del sentimiento de lo sagrado. Pero creo, con la misma convicción, que en el umbral del siglo XXI hay dos legados coloniales provenientes del México antiguo que nos siguen abrumando: nuestro sistema político cuasi monárquico y la inquisición portátil que cargan consigo nuestros intelectuales y académicos. Contra esta doble herencia no hay más antídoto que el liberalismo puro. No me refiero al de los clásicos del liberalismo sino al liberalismo del temple, ése que se respira en Chihuahua, en Coahuila, en Nuevo León, ése que persiste en el trato de la gente o en la hechura de sus diarios, ése que nunca deberían perder porque ha sido, en muchos momentos, la energía que mueve la vida nacional.

Vasconcelos dijo que "donde empieza la cultura de la carne asada termina la civilización''. Con la admiración que me ha merecido siempre nuestro "Ulises Criollo'', confieso que mi idea de civilización es muy distinta. Como homenaje al norte de México que aprecio tanto y como homenaje a la verdad, yo modificaría la frase del siguiente modo: "donde empieza la cultura de la carne asada comienzan las personas a tratarse como tales... civilizadamente''.

El Norte

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