Pesimismo nacional
Con respecto a sus gobiernos, el ánimo mexicano oscila entre largos periodos de pesimismo y breves episodios de optimismo. Ahora atravesamos una de esas etapas sombrías, y el estado desastroso del mundo no ayuda mucho a animarnos.
Los fines de siglo en México suelen ser optimistas. El vasto Reino de Nueva España provocó la admiración de Humboldt: "bien cultivado, produciría por sí solo todo lo que el comercio va a buscar en el resto del globo". El origen de ese auge evidente eran las Reformas Borbónicas que despertaron a España de su siesta imperial, acotaron el poder de la Iglesia y liberalizaron el comercio internacional. México parecía destinado a cumplir la promesa prefigurada en su geografía: "El Cuerno de la Abundancia". La confianza de los criollos (que heredarían el país) persistió a pesar de la larga Guerra de Independencia, hasta alcanzar una cumbre en 1821, el año más optimista de la historia mexicana. "La opulenta México" -como nos llamó Bolívar- nació creyendo en su destino providencial.
Vanas ilusiones. Al año siguiente apareció el enemigo histórico del optimismo mexicano: la violencia. Sobrevinieron guerras civiles, golpes de estado, secesiones, guerras étnicas, guerras internacionales. Los caminos se volvieron intransitables. Y, tras el trauma de la derrota contra Estados Unidos, los orgullosos criollos terminaron por identificarse con el derrotado imperio de los Mexicas.
A fines del siglo XIX recobramos el optimismo. El México liberal instrumentó una serie de trascendentales reformas: acotó el poder temporal y espiritual de la Iglesia, la separó del Estado, creó instituciones civiles, abrió el libre comercio nacional e internacional, fomentó la inversión externa para el desarrollo de la infraestructura. Los resultados materiales fueron notables. El peso de plata mexicano circulaba como moneda fuerte en Europa, Norteamérica y hasta en China.
Vanas ilusiones. Aquel progreso económico eludió los nuevos y viejos problemas sociales y generó un agravio que no encontró vías políticas de expresión y reforma. Así fue como en 1910, en el cenit del optimismo liberal -las "Fiestas del Centenario"-, reapareció la violencia. En la década siguiente, la revolución social dejó centenares de miles de muertos.
Tras la Revolución vino la calma relativa pero no el optimismo. No cesó la violencia política y los caminos siguieron siendo intransitables. Ciertos episodios fueron alentadores, como la cruzada educativa y cultural al comienzo de los años veinte. Otros aportaron cohesión y orgullo (la Expropiación petrolera de 1938) o justicia social (el reparto de millones de hectáreas a los campesinos). El México de la posguerra recobró el crecimiento y la tranquilidad pero no el entusiasmo.
Tras la matanza de estudiantes en 1968, una violencia soterrada comenzó a escucharse en el subsuelo. Dando tumbos, el sistema intentó la vía populista, luego la receta neoliberal. Ambas fracasaron en promover el urgente crecimiento económico. En 1994, surgió una guerrilla indígena y una pistola (¿solitaria?) asesinó al candidato presidencial del PRI.
Pero se acercaba el fin de siglo y una vez más abrimos ventanas al optimismo. No era para menos: las transiciones democráticas en Europa del Este representaban la esperanza en un mundo mejor. Nuestra transición llegó también, en el año 2000, y el festejo fue generalizado.
Vanas ilusiones. Por el efecto centrífugo de la democracia y la ineptitud de los gobiernos del PAN, la guadaña comenzó su sombría cosecha. La violencia adoptó nuevos e inesperados rostros, no revolucionarios, políticos o sociales, sino delincuenciales: guerras internas entre los cárteles de la droga y entre éstos y el gobierno; el territorio nacional repartido no en entidades federativas sino en zonas dominadas por el crimen organizado; y para colmo, un alud cotidiano de asesinatos de población civil, extorsiones, secuestros, robos.
Y ahí estamos. Nada desmoraliza más que la violencia impune. Degrada y devalúa la vida de las personas. Corroe su ánimo como una plaga secreta e implacable. Es la causa primera del pesimismo nacional. Las reformas económicas -por necesarias que sean- no bastan para convocar el entusiasmo nacional: la reforma que falta es la edificación de un genuino Estado de derecho que haga respetar ese bien preciado y frágil: la vida individual, la vida humana.
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