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Toma de conciencia

Mi abuelo paterno no era sionista. Tampoco era religioso. Era un sastre judío que sentía una profunda solidaridad con su pueblo milenario pero nunca visitó Israel y apenas pisó una sinagoga. Creía en los valores del racionalismo liberal expresados en las obras de Spinoza y en los ideales humanistas e igualitarios del socialismo ruso y europeo. Bendijo a México desde que pisó Veracruz. Aquí se dedicó a trabajar y a leer, aquí murió y aquí está enterrado.

Hablaba mucho de la destrucción del sueño socialista en la urss, la gran utopía de su juventud. Hablaba a veces de su familia (su padre, sus tres hermanas, un pequeño hermano) exterminada en Auschwitz, y del millón de niños sacrificados por los nazis. Pero hablaba poco de Israel. Para él, Israel no era la tierra prometida sino el último refugio de un pueblo desesperado y paria que, tras el Holocausto, no tenía dónde ir.

El Holocausto tuvo, en casi todo el mundo occidental, el efecto de abrir una tregua, que en su momento pareció definitiva, en la hostilidad histórica contra los judíos. A esa tregua –la más costosa pagada por ningún otro pueblo en la historia universal– se aunaba el prestigio de Israel. Para Europa –que por cerca de dos milenios había discriminado, perseguido y finalmente casi exterminado por entero a sus judíos– Israel representaba una especie de cura de conciencia: frente a las fotos de los campos de exterminio, las fotos de los jóvenes en los kibutzim.

En algún momento de los años cincuenta, al Colegio Israelita llegaron maestros israelíes que nos hablaron de las nuevas ciudades, las técnicas de irrigación que hacían florecer el desierto, la educación de los inmigrantes (incluidos los judíos de vieja estirpe árabe o sefardí venidos de África o el Lejano Oriente), la pujante democracia, los avances científicos, los hallazgos arqueológicos y, quizá lo más notable, el renacimiento del hebreo como lengua nacional y literaria. Un puñado de amigos decidieron emigrar a Israel. La mayoría optó por permanecer en su patria mexicana.

A partir de esas dos vertientes, la familiar y la escolar, me formé una visión de Israel. No creo en su carácter mesiánico. Creo que el Holocausto explica, en parte, la necesidad de su fundación. Pero creo que Israel fue, desde su origen a fines de siglo XIX, mucho más que un refugio: una utopía realizada. Los judíos que llegaban de la Rusia zarista o la Europa antisemita se propusieron crear una nueva sociedad y una cultura moderna distintas a la del exilio y en su propio idioma, el hebreo. La historia social y cultural de Israel precede al Holocausto. De esa extraordinaria epopeya –narrada, entre otros historiadores, por Anita Shapira– existe muy poca conciencia en Occidente. Pero en esta hora oscura de polarización y odio, hay otra toma de conciencia igualmente necesaria para una reconciliación que ahora parece imposible.

La tregua del Holocausto y la lectura positiva de Israel se reforzaron en 1967 con la Guerra de los Seis Días, cuando el presidente egipcio amenazó con “echar a los judíos al mar”. Pero aquella guerra victoriosa tuvo el efecto de ocultar aún más un drama cuya conciencia no formaba parte de mi bagaje familiar y escolar: el drama del pueblo palestino. Se le veía como una derivación del conflicto árabe-israelí: si se resolvía este, se disolvería aquel.

Años después entendí que no se resolvería, que no se disolvería, por una razón de la que entonces tenía yo –como muchos otros– poca conciencia: aquella tierra de promisión, añorada por los judíos durante dos milenios, estaba habitada mayoritariamente por el pueblo palestino. Expulsado de forma violenta, aquel pueblo vivió en los márgenes de esa tierra y en condiciones de inadmisible precariedad. Muy posiblemente esa expulsión masiva no habría ocurrido –o no de esa forma o con esa magnitud– sin la guerra unánime de los países árabes contra Israel al día siguiente de la Promulgación de Independencia. Pero el hecho histórico es incontrovertible.

Así lo reconocen desde hace décadas las voces liberales de Israel, como Ari Shavit, que en Mi tierra prometida –su reciente libro, esclarecedor y doloroso– documenta puntualmente casos como el de la aldea palestina de Lydda, arrasada en 1948, asiento actual del aeropuerto de Lod. El libro de Shavit constituye una admisión de responsabilidad moral desconocida por la derecha israelí (hoy predominante), e implica una voluntad resuelta de llevar a cabo las concesiones necesarias que conduzcan a la creación de un Estado palestino. Pero todo ello exige una contraparte, no menos resuelta: el reconocimiento definitivo de la existencia legítima del Estado de Israel y la garantía plena de su seguridad. Esa era hace apenas unos años la posición de la mayoría de los israelíes. Esa es la firme posición de escritores como Amos Oz y David Grossman. Esa es mi opinión.

Mi toma de conciencia sobre los trágicos destinos de Israel y Palestina ha sido larga y difícil. En julio de 1977 escribí para Vuelta la reseña de Jerusalén, ida y vuelta de Saul Bellow. Aquel libro desolador concluía con una pesadilla: Israel podía no ser más que un espejismo, una construcción febril y efímera, el último campo de concentración. Yo no descarté entonces –ni ahora– esa visión terrible pero había otra pesadilla no hipotética, apenas visible: la de los refugiados palestinos. Existían dos narrativas –dos verdades– irreconciliables. Si Israel había sido la única tabla posible de salvación para una parte sustantiva de un pueblo destinado a extinguirse, los palestinos tenían razón en negarse a pagar la cuenta de un desastre que ellos no causaron. Si se quería evitar el infinito derramamiento de sangre, había que buscar una salida práctica a la situación o ponerla –como insinuaron a Bellow algunos científicos israelíes, convertidos súbitamente a la religión– en manos de un responsable anterior: de Dios.

Pero Dios no era el responsable de esa situación, y poner en sus manos la solución fue lo que agravó el problema. Gershom Scholem –el gran estudioso de la Cábala– se negó a esa dimisión política y moral. Como muchos miles de jóvenes judíos, había emigrado de Berlín a Palestina porque entendía que los judíos europeos tenían los días contados. Había fundado la Universidad Hebrea de Jerusalén en 1925 y desde entonces dedicó su vida al estudio de las corrientes místicas en el pensamiento judío. En una entrevista que traduje para Vuelta (“Los riesgos del mesianismo”, noviembre de 1980) este hombre extraordinario recordó su pertenencia –en los años veinte y principio de los treinta– al grupo Brit Shalom (Pacto de Paz) que había abogado por un eventual Estado binacional y una convivencia posible entre árabes y judíos. Creía que aquel había sido uno de esos raros “momentos plásticos” en los que, con imaginación, valor y buena fe, pudo intentarse lo que parecía imposible: “Entonces, quizá, pudimos tomar ciertas decisiones que hubiesen cambiado nuestras relaciones con los árabes. No hay duda de que cometimos varios errores... Pero después de Hitler no había otra prioridad que la de salvar a todos los judíos que fuera posible.”

Décadas más tarde, Scholem había sido testigo y protagonista de otro de esos “momentos plásticos” que “pudieron transformar toda la situación”:

Fue después de la guerra de 1967. David Ben-Gurión sugirió entonces la devolución unilateral de todos los territorios ocupados con la única excepción de Jerusalén. Nadie sabe qué habría sucedido, pero pienso que la idea contenía una gran verdad. En agosto de 1967, inmediatamente después de la Guerra de los Seis Días, firmé una carta con otros seis intelectuales, opuesta a toda anexión territorial. Se necesitaba valor entonces para hacer eso. Pero quién puede decir lo que habría ocurrido. Ahora tenemos mucho menos libertad de acción.

A Scholem –conocedor de la fatal atracción que el mesianismo ha ejercido sobre los judíos– le preocupaba sobremanera la presencia del grupo radical Gush Emunim: “es también, sin duda, un grupo mesiánico. Utilizan citas bíblicas con propósitos políticos. Cada vez que el mesianismo se introduce en la política surgen los peligros y el único desenlace previsible es el desastre”.

Quizá el documento clave de mi tardía confrontación con los dilemas de Israel fue la publicación (también en Vuelta, en diciembre de 1981) de la carta abierta a Menajem Beguín titulada “La patria peligra”, que el historiador israelí Yaakov Talmón escribió semanas antes de morir. La política de asentamientos y la ocupación de los territorios palestinos en Gaza y Cisjordania constituían “un error fatal”: “El deseo de dominar e incluso gobernar una población extranjera hostil que difiere de nosotros en idioma, historia, economía, cultura, religión, conciencia y aspiraciones nacionales, es una tentativa de revivir el feudalismo [...] La combinación de sometimiento político y opresión nacional y social es una bomba de tiempo.”

Más ominoso aun que esos problemas seculares era para Talmón el resurgimiento de una variante peligrosa del antiguo mesianismo judío, que había interpretado la victoria en la Guerra de los Seis Días de 1967 como una especie de compensación metahistórica de la tragedia del exterminio nazi. “Nada hay más despreciable ni dañino que usar sanciones religiosas en un conflicto entre naciones”, advertía, coincidiendo puntualmente con Scholem. Talmón profetizó con todas sus letras que esa mezcla maligna de la esfera religiosa con la política desvirtuaba por completo el sentido espiritual de Israel y el legado moral del pueblo judío, y corría el riesgo de “provocar en los musulmanes una yihad”. A los pocos años, la profecía de Talmón se cumplió, inexorablemente.

Visité por primera vez Israel en noviembre de 1989, tras la Primera Intifada. Me acompañaba mi padre. No salimos de Jerusalén, que como un imán teológico nos retenía. “Jerusalén es una ciudad en busca de un psicoanalista”, me dijo el gran poeta Yehudá Amichái. Recorrimos con emoción los laberintos de la Antigüedad, los museos y mercados, y charlamos con amigos. Un viejo guía palestino nos llevó a la mezquita de Omar. Recuerdo la quietud del instante, el fervor de los feligreses y la súbita escena –estampa de la Biblia– de un anciano ciego agitando al aire, furiosamente, su tosco bordón, contra unos niños que le hacían burla. El guía nos hizo contemplar una vista de la ciudad y musitó un lamento por aquel paisaje perdido de su infancia.

Encontré un país dividido entre la derecha dura, partidaria de los asentamientos y proclive cada vez más al fundamentalismo religioso, y la vieja izquierda laborista con la que yo simpatizaba, inclinada a la solución pacífica y la negociación territorial. Recogí testimonios de académicos, escritores, científicos, artistas, y hablé largamente con dos notables pensadores de la izquierda liberal: el historiador Amos Elón y el filósofo Avishái Margalit. Siendo muy críticos de la política de asentamientos, conservaban la esperanza de que se abriera una rendija para la paz. Conocí también a Merón Benvenisti, un político y autor proveniente de una familia judía avecindada por generaciones en Jerusalén. Su obra consistía en levantar, en una cuidadosa cartografía, los asentamientos palestinos –pueblos, aldeas, bordos, olivares, limoneros– que habían desaparecido con la fundación de Israel.

En ese viaje, unos amigos israelíes, activistas del movimiento Paz Ahora, nos arreglaron encuentros con palestinos. En el oscuro bar del legendario American Colony Hotel (cuartel de T. E. Lawrence, situado en la parte este de Jerusalén), sentados en sillones diminutos y bajo una luz tenue y secreta, conversé con el intelectual Asád Al Asád (él mismo apuntó su nombre en mi libreta). Por primera vez oí con detalle la narración palestina. Advirtiendo la presencia de mi padre, me contó un viaje reciente con el suyo a la cercana aldea donde había nacido, en 1947: “No queda nada, ni el nombre original Bait Mahsir; ahora es el Moshav Beit Meir.” “¿Qué hará Israel –se preguntó– con los dos millones de palestinos que viven en el Margen Occidental y los ochocientos mil que se hacinan en Gaza?” La anexión de los territorios le parecía imposible. Y su ocupación insoportable: “Ha terminado por impedirnos hacer el amor.” Tiempo después, en una película vi representado el drama de una pareja en la que el novio renuncia al amor conyugal por la imposibilidad de vivir con dignidad en una circunstancia indigna.

Al poco tiempo, una nueva historiografía israelí empezó a registrar esa otra historia, la historia palestina, develando datos que manchaban el aura tolerante y liberal de los sionistas fundadores. No pude menos que ver un avance moral en esa corriente revisionista y autocrítica. Me parecía digna de la mejor tradición profética de Israel.

La década final del siglo xx pareció configurar un nuevo, inesperado y precario “momento plástico”. La admisión clara del drama palestino, fundamentada por muchos intelectuales israelíes, creaba la atmósfera moral para un entendimiento. Y los protagonistas políticos buscaban una convergencia. Si un veterano de todas las guerras como Isaac Rabín y el líder histórico de los palestinos Yasser Arafat se lo proponían de verdad, la paz era posible. El camino, para los palestinos, era aceptar el establecimiento de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania, que otorgara pleno reconocimiento y seguridad a la legítima existencia de Israel, todo dentro de fronteras significativamente similares a las de 1967. El camino para ambos era convertir a Jerusalén en la capital de ambos pueblos. El camino para Estados Unidos, Europa y las Naciones Unidas era establecer una presencia internacional sustantiva y permanente en la zona.

Por desgracia no ocurrió. El “momento plástico” se perdió. Un elemento poderoso e irreductible había entrado de lleno en escena: el fanatismo religioso. Una de sus primeras víctimas fue Rabín, asesinado en 1995 por un israelí de extrema derecha. Pocos advirtieron en aquel hecho de sangre, cometido en nombre de Dios, un presagio del siglo xxi.

Lo que siguió fue –ha sido, sigue siendo, cada vez más– el horror. Convencida de tener a Dios de su lado, Hamás irrumpió con toda la ira criminal del fundamentalismo islámico. Entre 1993 y 2005, Hamás envió ciento trece ataques suicidas a Israel provocando un millar de muertos civiles. (Que en tiempos previos a internet no tuvieron una cobertura visual tan amplia.) Los escenarios sangrientos fueron las calles, restaurantes, cafés, autobuses públicos, parques, empresas, mercados, estaciones de trenes, sinagogas, centros comerciales. Tras el fracaso de la conferencia de Taba entre Barak y Arafat (2001), bajo el gobierno de Ariel Sharón, Israel comenzó a levantar el muro que lo separa de Cisjordania (2002) y multiplicó los asentamientos en ese lugar. (Paralelamente, el rostro social, político y demográfico de Israel sufrió cambios profundos, tornándose cada vez más nacionalista y redentorista.) En 2005, para sorpresa general, el propio Sharón –convencido al parecer de la necesidad de un compromiso– evacuó totalmente los asentamientos de Gaza. Pero el repliegue no trajo la paz. En 2009 –ensayo de la reciente guerra–, tras los primeros ataques con cohetes desde Gaza sobre las ciudades del sur, las fuerzas armadas de Israel penetraron la zona y la aviación bombardeó el territorio.

Así llegamos a la guerra del pasado julio. Israel respondió a la provocación, porque ningún gobierno puede permanecer pasivo a la penetración subterránea y el ataque aéreo de su territorio. Igual que varios autores de la izquierda liberal israelí, me pronuncié en apoyo de la destrucción de los túneles. (Construidos a muy alto costo bajo las casas palestinas hasta territorio israelí, es improbable que tuvieran el solo propósito de secuestrar a algunos soldados.) Y condené los bombardeos.

Las fotografías de Gaza no mienten ni dejan mentir: son dantescas. Según varias versiones, algunas escuelas, mezquitas y hospitales ocultaban cohetes que se lanzaban contra las ciudades israelíes. Y cabe imaginar cuántos muertos habría habido en Israel por el lanzamiento de 3,400 cohetes, de no ser por el “Domo de Hierro” y un avanzado sistema de protección de la ciudadanía. Pero la decisión de bombardear esos sitios –aun si se tomaron algunas providencias y se emitieron avisos– fue no solo desproporcionada sino finalmente inútil. Como ha demostrado Ian Buruma en un artículo reciente (“Why bomb civilians?”), a lo largo de la historia los bombardeos nunca han desanimado a la población que los sufre. Por el contrario: enardecen sus sentimientos de agravio y venganza.

Dicho lo cual, me indigna que los militantes de Hamás desprotejan a la población. Su política significa: “sin preguntarte, pagas con la vida de tu familia por la guerra que yo escogí”. Queda claro, aunque se diga poco, que los túneles bajo Gaza fueron hechos también para proteger a los militantes de los bombardeos: no a la población civil. Por ello hubo tan pocas bajas de Hamás, y las bajas de la población civil no fueron de ningún modo mitigadas por las autoridades de Gaza. ¿Y qué ocurriría si Hamás llegase a obtener misiles o quizás una bomba? A juzgar por su ideología, expresada en su acta de fundación (calcada de los Protocolos de los Sabios de Sion), y a juzgar por sus hechos de sangre y su pasión por el martirio, cumplirían la pesadilla de Bellow y desatarían una hecatombe en la que morirían centenares de miles de israelíes.

En términos militares, la guerra puede terminar sin vencedor ni vencido. Israel habrá destruido túneles y armamentos pero Hamás seguirá firme en Gaza. En el horizonte se advierte la próxima batalla, quizá en la frontera con Líbano. O quizá irrumpa una Tercera Intifada en los territorios ocupados. Según David Shulman –activista judío de los derechos palestinos y especialista en historia de la India–, si esa Tercera Intifada se ejerce con métodos gandhianos, sería contundente.

Pero en términos diplomáticos y mediáticos, la guerra ha sido una derrota para Israel. Solo un gigantesco y genuino esfuerzo humanitario (y de reconstrucción) de su parte en Gaza y el reinicio inmediato de negociaciones serias, que fortalezcan a Mahmud Abbás y conduzcan al establecimiento de un Estado palestino, pueden modificar el veredicto de la opinión mundial. Dada la polarización nacionalista y el encono fundamentalista, no ocurrirá. La paz parece improbable, quizá imposible. Ante la desolación y la desesperanza, vuelve a mi mente una línea de Yehudá Amichái: “La inscripción está ya en la pared, y está escrita en tres idiomas: hebreo, árabe y muerte.”

Una consecuencia lamentable pero inevitable de esta guerra sin fin ha sido la globalización del antisemitismo. Erosionado el prestigio de Israel, puede afirmarse también que la tregua del Holocausto ha terminado, y esas dos condiciones –en la era de internet– facilitan la circulación de los viejos tópicos del antisemitismo –tanto de corte medieval como nazi– adoptados indistintamente por voces de izquierda y de derecha.

“Antisemitismo” es un término ambiguo, y por ello conviene aclarar –primero en negativo, por lo que no es– su significado. Criticar la fundación de Israel, teniendo en cuenta el altísimo costo que tuvo que pagar desde entonces el pueblo palestino, no implica un acto antisemita: historiadores israelíes han documentado mejor que nadie ese drama. Criticar la política exterior israelí en las últimas décadas conlleva aún menos una actitud antisemita: de hecho, los propios israelíes liberales y de izquierda han visto en los asentamientos un acto de ocupación inadmisible, cruel y, a fin de cuentas, contraproducente. Criticar la reciente ofensiva en Gaza tampoco supone albergar un prejuicio antisemita: existen argumentos serios –esgrimidos por autores israelíes– contra su desproporción y una indignación general por el sacrificio de la población civil.

Hechas esas salvedades, creo que a raíz de la guerra de Gaza afloraron nuevamente, pero con más intensidad que en 2009, dos actitudes preocupantes: una roza el antisemitismo, otra lo asume abiertamente. La primera es la parcialidad noticiosa y editorial de muchos medios con respecto al tema, como si la ofensiva israelí se hubiera dado (casi) en el vacío, sin la provocación de los proyectiles de Hamás sobre Israel y sin el descubrimiento de los túneles. E igual que en 2009, tampoco se documentó el hecho de que Hamás puso en situación de riesgo a su población civil.

Ese énfasis condenatorio no se ha visto en otras tragedias: pienso en Chechenia, donde fueron torturadas y muertas decenas de miles de personas. (Y podría mencionar también los casos actuales de Siria e Iraq.) La doble moral resulta inexplicable. Nadie comparó entonces a los rusos con los nazis. Habría sido una infamia, a pesar de lo que hicieron en Chechenia. Y es que los rusos sufrieron indeciblemente a manos de los nazis. Los judíos sufrieron aún más. Otorgar a las víctimas la identidad de los victimarios es una perversidad moral.

Ahí reside la segunda actitud, francamente antisemita. Su expresión más socorrida es la amalgama de maldad: la equiparación de la esvástica con la Estrella de David, que a su vez supone la equiparación de la tragedia de Gaza con el Holocausto. Se trata de dos fenómenos distintos que, por su magnitud y naturaleza, no pueden ser homologables. La amalgama de todos los males conduce a la banalización del mal. Y aún más decisiva que la diferencia cuantitativa es la diferencia de sentido.

El Holocausto representó la voluntad (cumplida en un 50%) de exterminar un pueblo, de borrarlo, de tratar a niños, mujeres y ancianos como plaga y no como personas. Este exterminio no fue solamente un crimen contra los judíos sino contra el concepto mismo del ser humano. La inteligencia, la racionalidad y el lenguaje desaparecen si no asumimos una semejanza radical entre los hombres.

En el caso actual, son los fundamentalistas islámicos de Hamás quienes quieren borrar a la población israelí. Ni en esta ofensiva ni en ninguna otra Israel se ha propuesto exterminar a la población palestina. Aun en medio de la guerra, Israel no cesó de enviar los camiones de ayuda humanitaria a Gaza.

Vuelvo al recuerdo de mi abuelo. Habría repudiado el fanatismo de Hamás. Habría reprobado la política de ocupación. Le habrían avergonzado los racistas y fundamentalistas en Israel. Le entristecería la irrupción del antisemitismo en México y le habría resultado incomprensible que proviniese de medios de izquierda. No quiero imaginar su rostro ante los reclamos de “echar a los judíos mexicanos al mar” o la mentira –repetida mil veces, hasta volverla verdad– de que todos los mexicanos de origen judío somos traidores a México o encabezamos una conspiración mundial o apoyamos al gobierno de Netanyahu o amasamos inmensas e ilícitas fortunas. Pero imagino sus palabras: aquí naciste, aquí fundaste una familia, aquí has trabajado y leído, aquí morirás.

Letras Libres, núm. 189

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01 septiembre 2014