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¿Dónde está la sociedad civil?

No me encontraba en México aquella mañana terrible de 1985. Estaba en un congreso en Washington. No sé cómo pude comunicarme con mi esposa y comprobar que los hijos y la familia estaban a salvo. Mi amigo Jorge Hernández Campos no fue tan afortunado: lloraba desconsoladamente en una cama de hotel porque alguien le comentó que su edificio en la Plaza Río de Janeiro se había derrumbado. No fue así. El edificio quedó inservible, pero su mujer e hijas se salvaron. Tardaría un día en saberlo. Sufrió una eternidad.

De vuelta recorrí con mi hijo León la ciudad en ruinas: el cruce de Monterrey e Insurgentes, la Avenida Juárez, la Roma, la Condesa. Edificios ligados a la infancia, icónicos, académicos, multifamiliares, todos derrumbados por el hachazo asesino de la naturaleza. Nos detuvimos largamente en Tlatelolco. Lloré como tantos otros, recordando espontáneamente esa otra destrucción que siglos atrás había inspirado al poeta mexica:

Llorad, amigos míos,
Tened entendido que con estos hechos
Hemos perdido la nación mexicana.

Pero muy pronto advertí que por todas partes, en cientos o miles de actos heroicos, aparecía el milagro de la fraternidad. Aunque el gobierno -como de costumbre- reaccionaba tarde, reaccionaba mal o no reaccionaba, la sociedad civil (que esos días comenzó a llamarse así) encontró su vocación. Ella sí reaccionaba. ¿Quién no admiró las hazañas de los "topos"? ¿Quién no se conmovió frente a Plácido Domingo, removiendo escombros en Tlatelolco? Días más tarde publiqué una crónica de los hechos. Transcribo la parte dedicada a los jóvenes:

Desde los primeros momentos las calles se llenaron de preparatorianos, boy scouts, universitarios de todas las clases, que espontáneamente organizaron brigadas de salvamento de las víctimas y de apoyo a los damnificados. Miles ... se arriesgaban entre las ruinas para lograr lo que se volvió voz común: "sacar gente". Cientos de automóviles ostentando una cruz o una bandera roja cruzaron la ciudad en un hormigueo incesante. Una imagen las contiene a todas: en algún lugar de Tlatelolco, un muchacho de escasos quince o dieciséis años encabeza el rescate. Lo obedecen todos: policías, militares, brigadistas. Porque sabe que la tragedia rebasa las posibilidades de esta o aquella autoridad, y porque intuye la lentitud de la reacción oficial, nace un líder natural.

Los estudiantes desplegaron una auténtica cruzada de acopio y distribución de bienes, información y servicios. A las universidades privadas y, en menor medida, públicas llegaron agua, ropa, alimentos, mantas, medicinas, camas, juguetes, agua, mamilas, escobas, jeringas. En sus instalaciones se organizó de inmediato un sistema de información que cotejaba los recursos con las necesidades. Mientras en las cocinas se preparaban las comidas y en los almacenes se reservaban los productos que no era preciso distribuir de inmediato, miles de brigadistas salían a la calle -a los albergues, las colonias, las aceras, los parques, los edificios en ruinas- para distribuir bienes perecederos y necesarios.

La operación en todas las universidades estatales y privadas estaba en manos de los alumnos. Hubo selección de víveres, verificación de necesidades, servicios de telecomunicación, cruce de información para evitar -a menudo inútilmente- duplicidad, envíos con recibo para dar transparencia a la operación, el censo y la organización interna en los albergues. De inmediato también se discurrieron los servicios más variados: desde el peritaje de edificios hasta la fotografía de cadáveres para su posterior identificación.

Hasta aquí la crónica. Nótese que la sociedad civil que irrumpió en 1985 no fue puramente contestataria: advirtió el vacío de autoridad y se organizó autónomamente, en miles de iniciativas prácticas, para llenar ese vacío y servir al prójimo.

Nunca se supo la cifra real de muertos. A treinta años de la tragedia, el mejor homenaje que podemos rendirles es el renacimiento de la sociedad civil. Un terremoto más prolongado y acaso más letal diezma nuestro país desde hace quince años o más: el del crimen organizado. Otros temblores lo acompañan y replican: la corrupción, la impunidad, la inseguridad cotidiana. Son hachazos de maldad humana que lastiman, humillan y avergüenzan a los mexicanos de bien (la inmensa mayoría). ¿Cuándo veremos aparecer a los jóvenes organizando a la sociedad civil de hoy, "sacando gente" de las ruinas de la injusticia, tomando la operación del país en sus manos?

Reforma

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