Historiador del sustantivo

Nunca agradecemos suficiente la obra de los maestros y autores que alumbraron el camino. Hoy recuerdo a Moisés González Navarro, historiador eminente, fallecido el pasado 10 de febrero.

La historia social no era un campo muy frecuentado a mediados del siglo XX. Como parte de la magna Historia moderna de México dirigida por Daniel Cosío Villegas, en 1956 había aparecido el primer tomo de Vida social, dedicado a la República Restaurada (1867-1876), escrito por Luis González y González, Guadalupe Monroy y Emma Cosío Villegas. Su mayor atractivo era la recuperación del mundo indígena en la era liberal. Pero hacía falta reconstruir la trama social del Porfiriato. Ese fue el primer gran aporte de González Navarro a la historiografía mexicana.

Aunque había publicado El pensamiento político de Lucas Alamán y Vallarta y su ambiente político (tesis paralelas en la Facultad de Derecho y en El Colegio de México), aquella historia del período 1876-1911 fue impresionante por su amplitud de perspectiva, su organización temática y, sobre todo, por su inmenso caudal de información, presentada de modo llano pero claro y eficaz. No hay aspecto del tejido social que no tocara en detalle: la demografía y las migraciones, las muertes y nacimientos, las enfermedades y la política sanitaria, la esfera de la instrucción pública y privada, la moral social, las costumbres religiosas y profanas, las diversiones, el deporte. Leídas de corrido, esas 812 páginas son un viaje al suelo mismo de la vida cotidiana. Es increíble que haya reunido, cotejado y manejado esa cantidad de fuentes primarias.

González Navarro había nacido en 1926 en Jalisco. Su compañero y coetáneo Luis González y González apreciaba en él dos cualidades: "su alto valor moral" y "su verdadera curiosidad científica". En México combinó el estudio del derecho con el de las ciencias sociales y la historia. Aunque trabajó como juez primero en Cocula y Sayula, un incidente con el pariente de un encumbrado personaje político lo convenció de dejar para siempre la procuración de justicia (brega inútil en el México de entonces, y el de ahora) para buscar, con igual denuedo, la procuración de la verdad histórica.

Lo conocí en El Colegio de México en 1969. Nos impartió, precisamente, el curso de historia social. Era sumamente formal y serio. Había algo de sacerdote en su actitud. Tenía una voz más bien aguda y transmitía una devoción por el método, el rigor, la meticulosidad. Para mí, su clase fue fascinante por más de una razón, pero sobre todo por habernos introducido a la obra clásica de Max Weber: Economía y sociedad, traducida para el Fondo de Cultura Económica por su maestro, el extraordinario sociólogo español José Medina Echavarría.

Recuerdo mi euforia al oírlo hablar sobre la sociología de la religión en Weber, la teoría de los "tipos ideales" o el análisis clásico sobre las tres legitimidades del poder. A González Navarro lo atraía el siglo XIX, sobre todo los años 1847 a 1853 (época trágica y sombría). Es la zona que explora en Raza y tierra (sobre la guerra de castas en Yucatán) y Anatomía del poder en México. Algunos le reclamaron acumular ficha tras ficha. A mí esa riqueza factual me interesó y sirvió mucho. Recuerdo, por ejemplo, su perfil del gobierno de Mariano Riva Palacio (prefiguración de Porfirio Díaz en el Estado de México) o los intrincados conflictos legales entre comunidades y hacendados en la zona del futuro estado de Morelos. A su dirección se debe un libro clave sobre Juan Álvarez y Antonio López de Santa Anna: Caudillos y caciques, de mi compañero colombiano Fernando Díaz Díaz.

Atesoro varios libros suyos: sobre la pobreza en México, la Confederación Nacional Campesina, los cristeros y agraristas en Jalisco. Sé que dejó una cauda de alumnos en varias instituciones y me complace que al menos una de ellas (la Universidad Iberoamericana) publicara en vida suya una obra conmemorativa de su apostolado histórico.

No hace mucho lo visité en su casa de retiro en Cuernavaca. Vivía rodeado de libros, documentos y ficheros. Pasamos a la terraza y nos sentamos en unos equipales, frente a los confines floreados de su jardín. Hablamos de liberales y conservadores, y aún escucho las expresiones de su entusiasmo inquisitivo y su amor por la precisión. No era un "historiador del verbo", narrador de procesos sociales, políticos o mentales. Lo suyo era el rescate puntual de hechos, conflictos y personajes: era un "historiador del sustantivo".

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