Anteojeras ideológicas
La izquierda no deja de ser izquierda si es moderna: allí está el caso español. La izquierda no deja de ser izquierda si es liberal: allí está el caso chileno. Una izquierda semejante tendría la legitimidad para convencer a las corporaciones sindicales y burocráticas y a la opinión pública sobre la necesidad de llevar a cabo las reformas que el país requiere para crecer. Una izquierda así podría persuadir a los grupos empresariales para que -en un marco de estricto apego al Estado de Derecho- contribuyan a paliar los inmensos rezagos sociales. Alrededor de estos temas cruciales, una izquierda moderna y liberal podría contar con una mayoría de votos en el Congreso. Por desgracia, esa izquierda moderna y liberal no aparece en el horizonte de México. La razón principal es clara: como la derecha doctrinal (su gemela enemiga) nuestra izquierda mira la realidad con anteojeras ideológicas.
La izquierda mexicana, que nació con la crítica a una burguesía inconsciente del modo en que su posición material determinaba sus ideas, ha sido a su vez inconsciente del modo en que su propia posición material (alejada de la producción efectiva de riqueza, dependiente de los mil tentáculos del Estado) se proyecta en su visión de mundo, hasta imaginar que esa posición particular es generalizable. Esta condición la lleva a esperar demasiado del Estado. Nadie en su sano juicio (salvo los "neoconservadores", que no están en su sano juicio) pone en duda la necesidad de que el Estado atienda la educación, la salud, la vivienda, etc... Tampoco está a discusión la rectoría del Estado en materia de generación de energía. No es pues la existencia de ese Estado proveedor ni su papel rector lo que está en juego cuando se crítica a la izquierda. Lo criticable es la anacrónica persistencia de una mentalidad que no ve la necesidad de someter esa oferta y esa rectoría del Estado a las pruebas elementales de eficacia, productividad y transparencia. La fe ciega en la vocación proveedora y rectora del Estado (como si fuese un ente suprahistórico que se justifica a sí mismo por encima de los tiempos y las circunstancias) está en el fondo de muchas de nuestras confusiones. En pocas palabras: la izquierda no ve la necesidad de llamar a cuentas al Estado y, por si fuera poco, desdeña otras tareas aún más esenciales que le corresponden, como son las de velar por la seguridad de los individuos y las propiedades, y asegurar el cumplimiento de la ley.
A la idealización del Estado corresponde la denigración del mercado. Felipe González ha dicho innumerables veces que nuestros países necesitan alentar la creación de todo tipo de empresarios y Gabriel Zaid ha insistido sobre la necesidad de "crear empresarios creadores de empresarios", pero en nuestros ámbitos de izquierda la sola palabra "empresario" tiene mala prensa. Con estas anteojeras ideológicas, la izquierda se encierra en sus viejos prejuicios de marxismo residual y bloquea su imaginación económica en un mundo que requiere respuestas prontas y efectivas para competir y sobrevivir.
La izquierda mexicana (como buena parte de la latinoamericana) no se ha quitado sus anteojeras ideológicas entre otras cosas porque apenas ejerció la autocrítica. Cuando la Historia rebatió y cambió a los sistemas autoritarios y las sociedades cerradas (la liberación de Europa del Este, la desaparición de la Unión Soviética) y determinó el ascenso, no menos sorprendente, de la economía liberal del mercado en China, nuestra izquierda se rehusó a estudiar y debatir a fondo la enorme significación de esos hechos. Si estas tres mutaciones casi cósmicas -que, junto con la emergencia de la India, han redibujado el mapa económico del siglo XXI- no modificaron sus ideas, parecería que nada, nunca, las hará cambiar. Como ocurre con el pensamiento religioso en su vertiente dogmática, el problema central de ese tipo de ideología es su carácter irreductible. Ningún dato contrario la perturba, porque para probar sus asertos recurre siempre al territorio irrefutable del futuro: si no funcionó en otras partes, entre nosotros sí funcionará.
Otro rasgo lamentable en nuestra izquierda es su fidelidad ideológica a Castro. En abierta contradicción con los valores democráticos que predican y hasta ahora asumen para México, muchos de los voceros intelectuales, periodísticos, académicos, políticos de la izquierda (salvo excepciones honrosas) siguen apoyando a un régimen que ha confiscado desde hace casi medio siglo todas las libertades en la isla. Esta idolatría por Castro se acompaña siempre por una deturpación sin matices a los Estados Unidos (no sólo a Bush) como si no fuesen un país complejo y plural, sino un bloque (de nuevo) suprahistórico, que encarna todo el mal acumulado de la historia. Curiosamente, quienes practican esta visión maniquea de la geopolítica suelen ser, en la práctica, grandes "fans" de la cultura y la vida estadounidenses.
La proclividad ideológica (eco remoto de la enseñanza escolástica, para la cual las opiniones contrarias eran delitos intolerables) conduce al dogmatismo. En círculos radicales de izquierda, se ejerce el imperativo de la "Tolerancia Cero" con las posiciones divergentes. La "corrección política" -ese narcisista enamoramiento de las opiniones propias- es su código moral. Nimbada de sacralidad, impermeable a la crítica, la palabra "lucha" aparece en casi todas las conversaciones, declaraciones y discursos. En el fondo de su corazón, un sector radical de la izquierda sigue creyendo en la revolución social (aunque sea chiquita, con minúscula, en su versión blanda, suave, de baja intensidad) como palanca de la historia.
La izquierda mexicana cometió hace mucho el error de apartarse de los valores liberales. Si los redescubriera, entendería las transiciones modernizadoras de España y Chile y aprovecharía sus lecciones. Pero para ello tendría que ver la realidad de México y del mundo con objetividad, tal como es, sin anteojeras ideológicas.
Reforma