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Entre el César y Dios

Aquel remoto día de diciembre de 2000 en que Vicente Fox tomó posesión hubo, según se recordará, dos ceremonias. La primera, en el Palacio Legislativo, fue casi memorable. Casi, porque a despecho del buen discurso y del ánimo justificadamente festivo, tan pronto como subió a la más alta tribuna de la nación, lo primero que se le ocurrió a Fox fue saludar a su hija con un coloquial "¡Hola, Paulina!". Aunque extrañados con el gesto que contravenía el protocolo y hasta el mandato constitucional, muchos lo pasamos por alto. No debimos: era la primera muestra de que Fox incurriría en la irresponsabilidad de no distinguir entre la esfera pública y la privada. Horas después, los invitados nos trasladamos al Auditorio Nacional, donde al flamante gobierno organizó una especie de "encore" masivo de la toma de posesión. Allí estaban los miembros del gabinete. Algunos habían llegado por el método de un "head hunting" que constituía un segundo presagio negativo: el Presidente no atinaba a distinguir entre la práctica empresarial y la política. Pero el colmo sobrevino cuando de pronto apareció en escena la hija del Presidente para darle en mano un gran crucifijo. Hasta algunos ministros quedaron perplejos. Era el tercer presagio de una futura gestión marcada por la imprudencia, la inexperiencia y la confusión: mezclar lo humano y lo divino.

Explosiva en todo momento y en todo lugar, desde las Cruzadas hasta la Cristiada, la mezcla se repitió en varios momentos del sexenio, desde los habituales y aparentemente insustanciales -como su presencia en misa- hasta los más dilatados, como su idilio con "la Señora Marta". Aquella telenovela nacional que distrajo la atención de los mexicanos por largos meses, terminó coronada con el final feliz de una anulación matrimonial por parte del Vaticano y un beso frente a la cúpula de San Pedro. A estas manifestaciones públicas de amor y fervor, siguieron otras, nada divertidas, que publicó la prensa sobre la influencia en los Pinos del oscuro grupo ultraderechista "El Yunque". Alguna vez me tocó atestiguar la calidad moral de uno de esos personajes encumbrados, muy próximo al Presidente. En un desayuno me dijo, ya en confianza: "En Los Pinos trata uno todo tipo de gente extraña, hasta judíos." Admiré su tolerancia al compartir conmigo el pan y la sal.

Hace unos meses entró a la Secretaría de Gobernación Carlos Abascal, hombre de sólida trayectoria como líder empresarial y de aguerrida estirpe católica. A juzgar por la paz laboral del sexenio (logro no menor) Abascal hizo una labor eficaz en la Secretaría del Trabajo. Ya en Gobernación, comenzó a desplegar esas mismas dotes de firmeza y conciliación. Por desgracia, la tentación de desplegar en público la propia fe fue irresistible. Abascal acudió a una ceremonia de beatificación de los militantes cristeros en Guadalajara, y en otra ocasión avaló la desobediencia civil contra quienes proponen prácticas que, a su juicio, atentan contra la vida de las personas. Fue un error, por partida doble. Por un lado, el secretario de Gobernación de esta república debe ser el primero en respetar escrupulosamente la separación real y simbólica entre la Iglesia y el Estado no sólo consagrada en nuestras leyes sino (y él lo sabe mejor que nadie) escrita con sangre en nuestra historia. Por otra parte, ¿cómo podría Abascal objetar la desobediencia civil de quienes, por motivos de conciencia, pudieran oponerse al gobierno en asuntos que, a su juicio, atañen a la vida de la nación?

Las confusiones han llegado a la campaña panista. En su entrevista con Joaquín López Dóriga, Felipe Calderón se metió en camisa de once varas al poner en tela de juicio la píldora del día siguiente. Su deslinde del día siguiente fue tibio y vago. ¿Qué sentido tenía predicar desde una posición pública sobre la moral privada de la gente? A Carlos Castillo Peraza esas opiniones le costaron carísimas: una derrota de proporciones estratosféricas en el D.F., una admirable carrera política truncada, un despeñadero psicológico. Todo sacrificado al altar de las convicciones religiosas muy respetables pero que no tienen por qué dejar el recinto íntimo de la vida privada que les es propio para desplegarse en la arena pública donde los temas y las autoridades son otros. Si Calderón no se separa tajantemente de los correligionarios ultramontanos en el PAN (fanáticamente estancados en tiempos del Papa Pío IX), los votantes jóvenes que tanto necesita le voltearán la espalda: si a algo son alérgicos es al "rollo" moralizante.

El piadoso pueblo mexicano es también, y sin contradicción alguna, un pueblo al que no le gusta la mezcla de lo sagrado con lo profano. Ese pueblo sabe que ambas esferas llevan casi un siglo y medio de vivir separadas, y lo prefiere así. Por lo demás, esa separación -logro mayor de los liberales de la Reforma- no sólo es política e histórica: está en los Evangelios: "Dad al César lo del César y a Dios lo de Dios." Si los musulmanes la hubieran descubierto, no viviríamos una guerra religiosa en el siglo XXI. Asumirla al pie de la letra en México no es sólo un imperativo de legalidad republicana: es un acto de elemental prudencia política y -por si faltara algo, creo yo- de coherencia cristiana.

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