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La apoteosis y la fe

En su nuevo libro, La presencia del pasado, Enrique Krauze destaca la labor de los historiadores e historiógrafos que forjaron la conciencia nacional. En este adelanto, analiza el papel de Justo Sierra como ministro de Instrucción Pública y su participación en las fiestas por el centenario de la Independencia, que representan la reconciliación final de México con su pasado.

Ministro de Instrucción Pública desde 1905, Justo Sierra arribó al "año santo" de 1910 en lo alto de su pontificado. Todas las representaciones históricas que se llevarían a cabo en el teatro al aire libre de las calles de la Ciudad de México, tendrían su sello: el encuentro de Cortés y Moctezuma, la presencia de la Malinche (y la no menos ostensible ausencia de Cuauhtémoc), el desfile de los misioneros y hasta el famoso Paseo del Pendón, que llevaba un siglo de no escenificarse. Al aproximarse el mes de septiembre discurrió que para el momento culminante de las Fiestas habría que invitar a una persona del bando histórico contrario, dispuesta a sellar ese mismo espíritu de conciliación. A pesar de las excelentes relaciones que privaban en medios clericales con el gobierno de Díaz, no había muchas opciones. Con buen tino, Sierra pensó en el Padre Agustín Rivera, excéntrico y heterodoxo sacerdote liberal, autor de una obra voluminosa (Principios críticos sobre el Virreinato de la Nueva España y sobre la Revolución de Independencia) en la que criticaba por igual la Historia de Alamán y "las exageraciones y falsedades del padre Las Casas", vindicaba el derecho de México en 1810 a la Independencia y, con el llamado explícito de "no excitar odios y desunión entre mexicanos y españoles que viven en México", refería "los bienes y males" que ambos se habían prodigado respectivamente en tiempos de la dominación española.

Autorizado por el Presidente, Sierra le informaba de la ceremonia que tendría lugar para honrar los restos y la memoria de los héroes de la Independencia con una apoteosis grande y solemne que habría de celebrarse en el patio principal del Palacio Nacional, y le extendía esta rogativa: "Que en la referida fiesta pronuncie la oración cívica y exalte y glorifique a los padres de nuestra libertad con la magia y soberanía de su palabra. Nadie mejor que usted, señor, para ser en esta vez el representante de la patria". Rivera tenía entonces un año más que Porfirio Díaz. Su presencia estaba destinada a cerrar la polémica del siglo XIX: la Independencia finalmente bendecida por la Iglesia.

Ninguna nación de las representadas en aquellas Fiestas fue más celebrada que España. Ya fuera en la entrega que hizo el Marqués de Polavieja (embajador plenipotenciario) de las prendas y pendones de los héroes de la Independencia, en la imposición del Gran Collar de la Orden de Carlos III al Presidente Díaz, en la inauguración de la calle Isabel la Católica o en el suntuoso banquete que se llevó a cabo en el Casino Español, mexicanos y españoles pudieron sentir que, a un siglo del Grito de Dolores, las heridas por fin cicatrizaban. "¡Españoles, viva México!", exclamó en su brindis Bernardo de Cólogan, embajador de España. Por su parte, Porfirio Díaz devolvió el cumplido con la mayor generosidad imaginable: "Si España ufánase de habernos dado la vida, México se enorgullece de reconocerlo y proclamarlo". "¡Viva México! ¡Viva vuestro gran Presidente!", había exclamado Polavieja. Según las crónicas, el General Díaz no pudo contener igualmente la emoción. Había recibido las prendas de Morelos que España devolvía a México. "Y oyó la sala silenciosa este grito: 'Señores: ¡Viva España! ¡Viva nuestra Madre Grande!".

El 6 de octubre llegó por fin "la Apoteosis de los héroes". Los asistentes escucharon del viejo sacerdote y frente a la urna con los restos de los insurgentes, palabras cándidas pero impensables:

Hidalgo, puesto en pie en el umbral de su templo, con la palabra clara, convincente y conmovedora del genio, iluminó las almas de aquellos parias, les hizo ver los grandes males del gobierno colonial y los grandes bienes que resultarían de la Independencia, y ellos lo comprendieron, porque eran ignorantes, pero no eran tontos, y corrieron luego a armarse, unos con machetes, otros con lanzas, con cosas, con flechas y con hondas. Esto pasó al amanecer del 16 de septiembre...

En su recuento retórico de la Intervención Francesa, Rivera concluía cada hecho de armas republicano con la misma coda: "¡Eran hijos de Hidalgo!" Su exculpación personal del Padre de la Patria (a cien años de su excomunión) no dejaba dudas: "Era necesario que fuera sellada con la sangre de Hidalgo la gran verdad, el grande adelanto de la civilización con la Independencia de México". El sacerdote de la Iglesia rendía así su tributo a la patria liberal.

Pero faltaba el acto culminante, la intervención de Justo Sierra. Leyó entonces el poema de la reconciliación final de México con todos sus pasados, la vindicación ecuménica de todos sus emblemas. Sierra habla a los héroes:

y por eso escogísteis, desde la primera hora, Un lábaro invencible: la Virgen redentora que dio al indio por égida su propio corazón.

Hoy la paz y el trabajo de vida nos circundan, las escuelas el alma del porvenir fecundan y arraiga en vuestro polvo un inmortal laurel; y, galardón supremo de vuestra augusta hazaña, a loar vuestra empresa surge la Madre España; con su león luchasteis y el vencido fue él. Pero sois hijos suyos, suya es vuestra memoria, sois retoños segados del árbol en su Historia.

Cuya simiente un mundo engendró en libertad; sois sus hijos, lo dice el empeño invencible de inyectar vuestra sangre en un sueño imposible, y como el Cid, ya muertos, tornarlo realidad.

Aquí la Patria oficia como madre y pontífice; no la cubre de oro y gemas el orífice, mas de esmeraldas, perlas y rubíes la luz.

Y elevan a los cielos sus manos soberanas, perfumadas de incienso de flores mexicanas, la de los cristos nuestros, ensangrentada cruz.

El sacerdote de la patria rendía tributo a España y a la Iglesia, y reconocía a los insurgentes como hijos de ambas. La apoteosis de México era una comunión. Pero la historia, que nunca se detiene, no se detuvo con esa comunión. Como en 1521, como en 1810, en 1910 surcó los cielos el cometa Halley. En unos días Justo Sierra perdería una hija y el País entraría en un nuevo y terrible ciclo de violencia revolucionaria. Liberales jóvenes (con el alma de Ignacio Ramírez y el idealismo de los "padres venerables" del Constituyente de 1857) se levantaban en armas contra la dictadura de Porfirio Díaz y su "monarquía con ropajes republicanos"; un nuevo nacionalismo, los más antiguos odios históricos, resucitaban no sólo contra España y Europa sino contra Estados Unidos; los rancheros mestizos (como había previsto Molina Enríquez) se alzaban para exigir tierras y reivindicaciones sociales; y en las haciendas cañeras de Morelos (como en los tiempos de Juan Álvarez pero con mayor fuerza) los "chinacates del sur" se levantaban en armas. Unas de las primeras haciendas que ocuparon, fueron las de la familia de García Icazbalceta. El "tigre" tan temido despertaba.

Respetado por el nuevo régimen, Justo Sierra acepta ser embajador en España. En agosto de 1912 visita el Santuario de Lourdes en el sur de Francia. Toda su obra había tenido siempre una clara impregnación religiosa. Las palabras "santa", "sagrada", "devota", formaban parte siempre de su vocabulario. Nunca había tenido proclividades jacobinas. Amaba la naturaleza "esencial e irremisiblemente cristiana" de la mujer mexicana. Así había sido su madre. Pero a esas alturas de su vida, y en el umbral quizá no sospechado de su muerte, la contemplación de los enfermos henchidos de fe lo conmueve. Desde allí escribe a María de Jesús, su hija:

lo que me embargaba el espíritu y se apoderaba de mi razón era aquel milagro perpetuo de la fe, que no tiene desengaños ni decepciones, que persiste, que reaviva la esperanza hasta en la agonía, hasta en la muerte... Y aquí tienes como yo, hijo de mi tiempo y de mi siglo, pero hijo sobre todo de mi madre, que me amamantó y me crió en la creencia en lo sobrenatural, cada vez que me pongo en contacto con estas manifestaciones tan sinceras como estupendas de la fe católica, resucito en la religión que ella me enseñó, y las razones que tiene mi corazón y que la razón no comprende, son las que mi madre... me dice dentro de mí.

Había "ido a ver, si podía, y a orar, si podía; vi algo y no sé si oré, pero lloré algo". Sin saber cómo, Justo Sierra (el antiguo positivista, el evolucionista) redescubría por su cuenta la sencilla teología del pueblo frente a la Virgen de Guadalupe, madre eterna de la familia mexicana.

Justo Sierra murió ese mismo año en el exilio diplomático, reconciliado con los pasados de su patria, como Vicente Riva Palacio e Ignacio Manuel Altamirano. En el exilio moriría también, en 1915, Porfirio Díaz, delirando por Oaxaca y pidiendo que lo enterrasen en la Iglesia de la Señora de la Soledad, la de su infancia. En 1916 murió el Padre Agustín Rivera, sin retractarse -como las autoridades eclesiásticas le pedían- del discurso de 1910.

Reforma 

*Extracto del libro La presencia del pasado 

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