Denise de la Rue

Arte y toro

Lo poco que sé de toros se lo debo a esas tardes soleadas de mi juventud y mi ciudad en las que vi partir plaza a Antonio Ordóñez, vitoreé las verónicas de Paco Camino, las chicuelinas antiguas de “El Calesero”, las banderillas de Luis Procuna, los largos pases naturales de Manuel Capetillo, las estocadas a volapié de “El Viti”, el rejoneo de Carlos Arruza, la despedida de Luis Castro “El Soldado” y tantas faenas gloriosas o dramáticas. De todos los toreros, mi favorito era un torero delgado y espectral como una figura del Greco: Juan García “Mondeño”. Ahora entiendo que mi emoción ante todas esas figuras tenía que ver también con el poeta del micrófono que narraba las faenas por televisión: Pepe Alameda. Ha pasado casi medio siglo desde entonces, y ahora, sin que medie otra razón que la amistad, Alberto Baillères me ha pedido un texto para este libro prodigioso como una perfecta tarde de toros.

Bien sé que la historia y la literatura taurina abarcan bibliotecas y me siento un villamelón literario al escribir sobre el tema. Por eso recordé que existe el toreo “al alimón” e invité a un joven espada para acompañarme en la lidia. Se trata del historiador Javier Lara Bayón, autor de buenos libros de historia y, él sí, aficionado de cepa a la fiesta brava. Con su ayuda he compuesto estas modestas cuartillas esperando que el lector –es decir, el respetable público– se muestre indulgente.

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Los poetas nos han enseñado el carácter fundamentalmente estético del toreo: mover a una emoción profunda a través de la creación fugaz de la belleza en la conjunción del toro bravo y el torero. El toreo es un arte que no nace del valor ni de la violencia sino del equilibrio y el aplomo. “El torero que asusta al público con su temeridad, no torea, sino que está en el plano, ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida”, escribió Federico García Lorca. Alí Chumacero, poeta mexicano recién fallecido, tenía la misma idea: “[en el toreo] tiene menos valor la valentía que la serenidad”:

A nada es comparable complacerse hondamente con la imagen demorada, casi inmóvil, de una lenta ejecución de la verónica o del pase natural. El tiempo detiene pronto su carrera y hace surgir, como acontece con toda legítima obra artística, la vibración intensa de lo bello. Torear significa, entonces, tocar un rasgo de la eternidad.

¿Dónde ubicar al toreo entre las artes? “El toreo, considerado como arte –escribió otro poeta, Gerardo Diego– pertenece al ámbito de la Danza, y también, por otra parte de sus vertientes y significaciones, al de la Tragedia.” El toreo, en efecto, es un ballet de movimientos estudiados y precisos pero también es un teatro puntual y solemne: el vestuario (y el protocolo de vestirse), la sucesión de actos simbólicos en tiempos justos, un guión que no por estricto impide la creación inspirada, las jerarquías que los participantes asumen y respetan, la atmósfera grave y el gran foro de la plaza en el que se representa, cada vez distinta, la misma obra.

Pero el toreo es mucho más que Danza y Teatro: es una puesta en escena de una obra presente, no fingida sino vigorosamente real, una obra donde la vida y la muerte no son ficciones, representaciones o símbolos sino las dos caras de una realidad terrible, hermosa y frágil. Después de la alegría y colorido de ese prefacio que es el paseíllo, luego de que los toreros piden “que Dios reparta suerte”, en la arena irrumpe “la furiosa verdad del toro”, como escribió Chumacero, y es entonces cuando comienza el misterio. Sí, el toreo es arte (Danza y Teatro) pero también es rito, sacrificio, fiesta, empresa, juego, regocijo. Es sangre y es liturgia: “la inmensa variedad de aspectos que ofrece el toreo como arte, ejercicio, deporte y espectáculo es lo que le sublima hasta una categoría que difícilmente puede alcanzar otra actividad superflua humana”, escribió Gerardo Diego.

En el gran anfiteatro de la plaza de toros transcurren los doce minutos de una faena en una búsqueda constante de belleza –no siempre alcanzada, frecuentemente malograda– en medio de las acechanzas de la muerte. El arte brota al fin, como un milagro, el público hechizado lo reconoce y grita un ¡olé! Esa chispa, el encanto que ilumina un instante y se disuelve en el aire, es lo que Federico García Lorca llamó duende:

Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística… el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos. Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

García Lorca hizo del “duende” una teoría artística (no sólo aplicable a los toros), y acertó al ligar esos cuatro duendes a las personalidades de aquellos célebres toreros peninsulares. Pero le faltó incluir un “duende” de ultramar, un duende de América sin la cual España misma no se entiende ni se explica. Es el duende mestizo, que encarnó en el valor estoico del torero mexicano Rodolfo Gaona.

“El toreo es arte”, escribe Pepe Alameda en su libro El toreo, arte católico, y “quien no empiece por creerlo nada tiene que hacer aquí”. La palabra clave es “creer”. El toreo es, en el fondo, un misterioso ejercicio religioso. Para apreciarlo como un arte, el toreo precisa, más que cualquier otra experiencia estética, de un “acto de fe”.

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El toreo es un arte que hace uso del arte. A lo largo de su historia varias veces centenaria, las artes han celebrado y recreado su esplendor. Pensemos en los trajes de luces y en los capotes de paseo. Cierto, son artes aplicadas que podrían pasar por simple artesanía, pero resulta significativo que aun estos accesorios hayan absorbido el interés de verdaderos artistas como Pablo Picasso, quien diseñó un afamado traje de luces color canario para el matador Luis Miguel Dominguín. Aquel atuendo no fue muy bien recibido por el público, pero abrió nuevos horizontes en los atavíos. En este ámbito, la tradición y la vanguardia torean “al alimón”, porque si las tradicionales corridas “goyescas” pretenden recuperar el vestir de los majos de tiempos de Pedro Romero retratados por Goya, las actuales corridas “picassianas” son un homenaje a la inspiración, formas y colores de las obras del pintor malagueño.

En las artes aplicadas al toreo, la arquitectura merece mención aparte. Las plazas de toros son monumentos magníficos que incluyen los milenarios coliseos romanos de Nimes y Arles, las plazas dieciochescas de las maestranzas de Sevilla y Ronda, las plazas neomudéjares de Madrid y Barcelona, la funcional Plaza México. En conjunto perfilan una tipología arquitectónica que define el carácter de las poblaciones y forma parte de su patrimonio urbano e histórico.

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El toreo es arte. Y el toreo es arte que se ha servido del arte. Pero el toreo es también un arte que ha servido de musa a toda suerte de artistas: músicos, escultores, pintores, dibujantes, dramaturgos, novelistas, poetas, cineastas, cantantes, han encontrado en los toros una fuente inagotable de temas, pasiones e inspiración. La razón es simple: la enorme significación cultural que esta fiesta secular y tradicional ha tenido (y tiene aún, a pesar de todo) en España, México, Francia, Colombia y otros países taurinos. García Lorca lo describió en términos casi religiosos, como un ritual de comunión que cruza los siglos:

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.

El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope. El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

Con derecho propio por su raíz azteca, pero también como retoño del tronco ibérico, esta forma de ver el arte arraigó en el profundo y sangriento México, con su Coyolxauhqui desmembrada, sus agonizantes cristos barrocos, sus descarnadas calaveras catrinas. Si según Lorca “la cultísima fiesta de los toros forma el triunfo popular de la muerte española”, en ese mismo sentido afirma: “en el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país”. “Como el toro he nacido para el luto y el dolor”, escribió el alicantino Miguel Hernández y lo pudo haber suscrito Juan Ruiz de Alarcón o José Alfredo Jiménez.

La nómina de grandes artistas que se interesaron en el tema taurino es tan impresionante como imposible de abarcar. Son imprescindibles los pintores Goya, Manet, Zuloaga, Picasso, Sorolla, Ruano Llopis, Francisco Flores y Fernando Botero. La música, feliz acompañante de los toros, nos ha dado obras que van desde la ópera Carmen de Georges Bizet hasta los pasodobles de Agustín Lara o del hidalguense Abundio Martínez Magos. Escultores como Alfredo Just, valenciano exiliado en México, y su discípulo mexicano Humberto Peraza lograron fijar en sus bronces el movimiento y la fuerza del toreo con una gran personalidad.

Desde Nicolás Fernández de Moratín, autor en el siglo XVIII de una oda al matador Pedro Romero (entre otras obras de carácter taurino), la literatura ha sido un arte muy cercano a los toros. Pensemos en Vicente Blasco Ibáñez, Ramón del Valle-Inclán, Ernest Hemingway, Camilo José Cela… pero el lugar de honor corresponde desde luego a los poetas: Fernando Villalón, Miguel Hernández, Gerardo Diego, Federico García Lorca, José Bergamín, Rafael Alberti y Alí Chumacero.

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¿Y la fotografía? La fotografía participa desde hace más de un siglo en los grandes momentos del toreo, aunque su propósito ha sido más documental que artístico. Según el cronista Roque Solares Tacubac:

Las “instantáneas”, palabra con la que los aficionados llaman a las fotografías que representan las suertes de la lidia, nacieron en el último lustro del siglo anterior, en el lapso de 1895 a 1900. Entonces realizáronse los primeros ensayos de aplicar la fotografía al espectáculo taurino con el fin de retratar los incidentes de la brega, dándoles así perdurable vitalidad posterior, aunque ficticia.

La fotografía taurina tuvo tal éxito en México que ya a fines del siglo XIX el periódico El Cómico lanzó un concurso de escenas de tauromaquia. Después de la Revolución mexicana, en 1928 se fundó la Unión de Fotógrafos y Camarógrafos Taurinos de la República Mexicana. Grandes fotógrafos taurinos fueron Manuel Ramos, Agustín Casasola, Antonio Garduño, Samuel Tinoco, Cándido Mayo, Adalberto Arroyo y Enrique Díaz. Aun cuando alguna de sus obras haya rozado las alturas del arte, eran más periodistas que artistas, por eso, con todo su mérito, no pueden considerarse antecedentes de la obra de la fotógrafa mexicana Denise de la Rue, que de verdad eleva la fotografía al plano del arte.

Denise de la Rue retrata matadores de toros vestidos de luces. Los ricos bordados de sus trajes encuentran un eco en los elementos de la composición –sillones, espejos, cruces, óleos, tapices, cortinajes– que, junto con el claroscuro, evocan intensamente la pintura barroca de los siglos XVII y XVIII. Pero estas obras no sólo guardan íntima relación con los retratos de arzobispos, nobles y virreyes de aquellos tiempos sino con los óleos de santos y mártires que adornan los retablos de las antiguas iglesias del mundo hispánico. Aquí, el matador porta en sus manos la espada (como otro san Pablo) o la capa (como otro san Martín), convertidas en atributos que explican, como en los cuadros canónicos, la vida, la obra –y a veces el martirio– de un personaje entre la verdad y el mito.

En las fotografías de Denise de la Rue, la sangre y el polvo que manchan los trajes de luces nos recuerdan que el retratado, con toda la serenidad que muestra, es un hombre que acaba de salir indemne de una lucha a muerte. El ambiente que lo rodea es un artificio, pero él es real. La personalidad de cada torero queda estampada en su actitud frente a la lente, en su manera de plantarse o sentarse, en su forma de elevar la mirada, reflejarla en los espejos o mirar al suelo. Si los toros son, como escribió el mexicano Francisco Prieto, “un arte de otro tiempo”, los matadores de las fotografías de De la Rue son ciertamente los personajes épicos de ese otro tiempo, “cuando aún los hombres eran serios, graves y, paradójicamente, cuando podían reír”.

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Cierro este libro y pienso de nueva cuenta en “Mondeño”. ¡Cómo me conmovía su estoicismo frente al toro, la muleta pegada al cuerpo mirando no al tendido sino al cielo! Intuía yo vagamente que su arte tenía un trasfondo histórico y místico. Ahora, gracias a las fotografías de Denise de la Rue, sé que no me equivocaba. Lo que tenía frente a mí era un misterio insondable, una metáfora de la vida burlando la muerte en la azarosa cadencia de los pases. La belleza conquistando, por un instante, la eternidad.

Prólogo al libro Arte y toreo, con fotografías de Denise de la Rue (2011).

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31 diciembre 2011