Autoexamen

A diez años de distancia creo que el ensayo "Por una democracia sin adjetivos" sigue vigente en sus propuestas principales, falló un tanto en su lectura de las circunstancias y contiene errores de apreciación histórica y política que conviene señalar. Sus tesis principales apuntaban a la necesidad de 1) un desagravio histórico a la nación, 2) poner límites al lugar del Estado -y, en particular, del Ejecutivo, 3) propiciar un sano régimen de partidos y, por último, 4) contar con una prensa digna del lugar que ocupa en todos los países de Occidente: el del cuarto poder. Tras un decenio, es indudable que hemos avanzado en varios de estos aspectos y sin embargo, como hemos visto con el estallido en Chiapas, el agravio principal persiste: México no ha resuelto su transición a la democracia.

La idea del agravio histórico la formuló, sin desarrollarla para el presente, ese gran precursor de la futura democracia en México que fue Daniel Cosío Villegas. Decía Cosío que nuestro país ha avanzado históricamente hacia la libertad impulsado no por la fuerza de las teorías y menos por obra de la tradición sino por reacción a los agravios insatisfechos. En 1984 pensé que nuestro pueblo había terminado por acumular uno de esos agravios históricos que no se negocian bajo la mesa, con dinero o con lo que sea, sino con un cambio a plena luz, con un cambio radical, con un cambio democrático. La democracia no era ni es garantía de un orden próspero, justo, igualitario, etc... Es sólo la vía histórica más probada para alcanzar ese orden.

El ensayo se movía en dos planos: las lecciones de la historia mexicana e inglesa para nuestra circunstancia de 1984 y la apreciación inmediata del régimen de Miguel de la Madrid. La "teoría del péndulo" que Cosío Villegas esbozó para el pasado mexicano me sigue pareciendo no sólo sugerente sino exacta. Quizá el estudio de la transición española era más pertinente para nuestro caso que "el espejo distante" del sistema político inglés a fines del siglo XVIII, pero creo que la analogía histórica entre ambas monarquías -la nuestra embozada, y la de Jorge III- se sostiene: donde dice Parlamento ponga PRI, donde dice Monarca ponga Presidente y ya está. Lo que no ha estado por ninguna parte es el émulo mexicano de Edmund Burke que ponga en práctica su gran idea: "Es vital aceptar el cambio y encontrar el modo de ceder lo que es imposible seguir manteniendo".

La presidencia de De la Madrid tuvo varias virtudes: comenzó el viraje económico, abrió paso a la generación reformista, evitó el culto a la personalidad, mantuvo el temple en días aciagos, pero sigo pensando que en 1986 perdió en Chihuahua una oportunidad realmente histórica de "ceder lo que era imposible seguir manteniendo". Mis críticos en aquel momento señalaron mi excesiva confianza en la voluntad presidencial para dar recurso a la Constitución y propiciar un régimen democrático. Tenían razón.

Además de estas faltas en la apreciación política, el lector de 1994 notará algunas imprecisiones históricas. Es inexacto, por ejemplo, que la República Restaurada haya sido un edén democrático. Lo fue comparada con el Porfiriato o con casi todos los regímenes de la Revolución (exceptuando el de Madero) pero no en sí misma. En términos electorales, ésa es la triste verdad, don Benito Juárez fue un tímido predecesor del PRI.

Tampoco es correcto hablar de la desastrosa gestión de López Portillo como del "robo del siglo" y, menos aún, de Fidel Velázquez como el "mayor político mexicano del siglo junto a Calles y Cárdenas". Lo primero no fue un robo sino un despilfarro; lo segundo es una torpeza: ¡Un político que habla del exterminio! Mea máxima culpa de haberlo catalogado así.

Estos errores son quizá incidentales. Noto en cambio un juicio y una omisión importantes. El primero atañe a la izquierda. En 1984 pensé que carecía de peso electoral y cuatro años después comprobé mi equivocación. La alianza de la disidencia priísta con la militancia de izquierda (PSUM, PMT) era algo que no estaba en mi horizonte. Debió estarlo, porque las relaciones entre el general Cárdenas y el MLN a principio de los años sesenta la presagiaban. La omisión a que me refiero atañe a los medios de comunicación masiva: la radio y la televisión. En descargo sólo puedo decir: no significaban lo que significan hoy.

El ensayo tuvo muchos críticos, sobre todo en la izquierda. Pienso que muchos de sus protagonistas en el campo partidista e intelectual se han acercado a posiciones puramente democráticas. No creo que nadie en esa izquierda se atreva a estas alturas a despreciar la democracia, o a decir lo que entonces se me dijo: que la democracia era a fin de cuentas "burguesa" o "formal". La caída del socialismo real y el fracaso de las vías revolucionarias nos han dejado con una sola legitimidad admisible para alcanzar y ejercer el poder, y esa legitimidad es la democracia.

"Por una democracia sin adjetivos" quiso ser un pequeño eslabón de una larga cadena de afirmación cívica. Su origen e inspiración está en nuestros grandes liberales del siglo XIX y en sus herederos en el siglo XX: Madero, Vasconcelos, Gómez Morín, Cosío Villegas. La alternativa que soñaron sigue abierta.

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23 enero 1994