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Un biógrafo de Juárez

Para Andrés Henestrosa.

Hemos conmemorado los doscientos años del natalicio de Benito Juárez sin darnos cuenta de una triste verdad: carecemos de una biografía moderna del gran personaje. Las compilaciones documentales necesarias para emprender una obra de semejante envergadura están a la mano: lo que falta es ambición intelectual, pasión por la verdad, insaciable curiosidad y mucho esfuerzo.

Éstas eran, precisamente, las prendas que adornaban a quien es todavía, a cincuenta años de la publicación de su libro, el mayor biógrafo de Juárez, un misterioso estadounidense hijo de alemán y francesa, nacido en Charleston (1890), criado en Nueva York, educado en Harvard y Columbia, llamado Ralph Roeder. Gracias a un hermoso obituario escrito por su amigo Andrés Henestrosa, a un bosquejo de Martín Quirarte y a otras noticias dispersas, sabemos que después de graduarse en 1911 el aristocrático Roeder viajó al México revolucionario, se acercó a John Reed, estuvo a punto de ser fusilado, quiso enrolarse en el villismo, pero terminó sirviendo a la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial. De vuelta en Nueva York se convirtió en un actor consumado: en Broadway representó obras de Eurípides, Shakespeare, Shaw, Ibsen y Chéjov. Allí se enamoró de una belleza rusa, la coreógrafa y decoradora Fania Windell, con quien se casó.

En los años treinta, Roeder publicó dos libros muy aclamados: The man of the Renaissance, centrado en cuatro figuras emblemáticas (Aretino, Maquiavelo, Savonarola y Castiglione), y Catherine de' Medici and the Lost Revolution. Pero el recuerdo de México no lo abandonaba, y en plena madurez Roeder y su mujer se establecen aquí. Venía en busca de un personaje representativo que tuviera -escribe Henestrosa- "aquella grandeza mezclada con un hálito de catástrofe" que Roeder sólo encontraba en figuras muy estudiadas de la historia europea. Por eso pensó en Juárez. Para documentar su biografía, recorrió los caminos de Oaxaca, revisó una parte de la correspondencia, las ricas fuentes de la época y las fuentes secundarias, la prensa nacional y extranjera, y en 1947 publicó su obra en Viking Press. Su propia traducción no satisfizo al Fondo de Cultura Económica, que encomendó la revisión a Alí Chumacero. El resultado fue admirable.

A pesar de sus 1,086 páginas, Juárez y su México se lee todavía con facilidad y provecho. Plena de juicios sutiles, bien equilibrada en su tratamiento de los contextos y su amor por el detalle, la obra, no obstante, tiene severas limitaciones: no pudo incorporar a plenitud los vastos materiales sobre Juárez que por entonces compilaba Jorge L. Tamayo ni hacer uso de archivos pertinentes como los de Porfirio Díaz, Jesús González Ortega y Manuel Doblado; pasa muy rápido por la República Restaurada, omite casi toda referencia a las fuentes que utilizó y -problema endémico de nuestra historia- narra el pasado desde el punto de vista de los vencedores, desvalorando la perspectiva de los vencidos, los conservadores. Con todo, el libro se sostiene. Inspiró la película El joven Juárez (1954) y eventualmente le ganó a Roeder la condecoración del "Águila azteca".

Roeder tuvo el buen tino de admirar a Juárez, no como un héroe sobrehumano, sino como el líder poderoso (incluso imperioso) de una extraordinaria generación que legó al país la separación de la Iglesia y el Estado, la posibilidad de una vida constitucional con garantías individuales y libertades cívicas, y el primer impulso de cohesión política nacional. Ponderaba con toda razón el supremo instinto político de Juárez, su experiencia en el gobierno de Oaxaca, su sentido del tiempo, su prudencia, su temple y, desde luego, su tesón. Pero Juárez y su México no es propiamente una historia de bronce porque no rehúye abordar dos aspectos problemáticos: el Tratado McLane-Ocampo y las reelecciones de Juárez en 1867 y 1871.

Suscrito el 14 de diciembre de 1859 en Veracruz por Robert McLane, enviado del presidente Buchanan, y el ministro Melchor Ocampo, el famoso tratado otorgaba a Estados Unidos -a cambio del reconocimiento diplomático y un urgente apoyo económico y militar- riesgosas concesiones comerciales y derechos de tránsito. Amparadas en la letra del tratado, las tropas estadou-nidenses podían penetrar el territorio mexicano casi a discreción. "Las posibilidades de intervenir -admite Roeder- no tenían más limitación que la buena fe con que se interpretara el artículo ..." Roeder no acusa a los liberales de traición, pero tampoco atribuye la firma a una audacia genial de Juárez, en el sentido de prever la negativa del Senado estadounidense a ratificar el documento, aunque esta negativa haya sido, a la postre, la que salvó del "descrédito flagrante e infamante" al gobierno.

El otro punto oscuro en la vida de Juárez que Roeder no soslaya son sus reelecciones, sobre todo la de 1871. Ya su permanencia en el poder en 1865 (cuando terminaba su período constitucional) había sembrado amargas divisiones en las filas republicanas. Y si bien la de 1867 levantó una nueva ola de oposición, no dejó de interpretarse como un reconocimiento a los indudables servicios patrióticos del Presidente. Pero en 1871 la situación era muy distinta, y Roeder la trata sin ambages. Sebastián Lerdo de Tejada, el cercanísimo ministro y colaborador de Juárez, aguardaba su legítimo turno, y tras él José María Iglesias, el otro miembro del célebre triunvirato. Una nueva generación representada por Porfirio Díaz frisaba los cuarenta años y contaba con excelentes credenciales para aspirar al poder. "¿Qué motivo -se pregunta Roeder- podía exhibir el candidato para un cuarto período?" Y el honesto biógrafo no encuentra, en el fondo, otro que su ambición personal, exacerbada por la muerte de Margarita Maza, su esposa, a quien Juárez -mayor que ella- llamaba "la viejecita":

La vida pública -escribe Roeder- se había convertido en una costumbre inquebrantable ... indispensable, orgánica, fisiológica, que siguió operando mucho después de haber desaparecido la necesidad o la demanda que la originaron. El poder era la droga anodina para la pérdida de la esposa. El poder era el trabajo, el yugo que aseguraba su marcha y que le restituía su razón de ser; el poder era el solaz del solitario; el poder era la paz; y por último el poder era el derecho que le devengaba su abnegación durante la lucha, la reivindicación de la naturaleza en compensación de una vida de servicio desinteresado y de deber lealmente cumplido.

"Los cargos de fraude y violencia -apunta Roeder- lanzados en 1867 se repitieron con mayor verosimilitud en 1871." Juárez triunfó, pero su victoria terminó por dividir al grupo liberal, y lo malquistó con los candidatos derrotados, que habían sido sus más cercanos colaboradores: Lerdo se apartó del gabinete y Díaz se levantó en armas con el lema "Sufragio efectivo, no reelección". El descrédito era inmenso, no muy distinto del que rodearía a Porfirio en 1910; pero, a diferencia de Díaz, Juárez murió a tiempo.

Roeder -el viejo actor shakespeariano- narra la escena: "El médico le puso un estimulante extremo, arrojando agua hirviente sobre el corazón; el pecho respondió con un espasmo involuntario, los ojos se abrieron, y la voz se dejó oír ... con el medio tono de quien advierte vagamente que por un error craso ha sido quemado ... 'Doctor, ¿es fatal mi enfermedad?' Al saber que así era, recibió la sentencia con la misma despreocupación con que hizo la pregunta y siguió narrando su vida ... hasta que otro acceso cortó el hilo ... el médico volvió a administrar el remedio heroico ... él mismo se descubrió el pecho ..." Todavía se levantó para dar instrucciones de campaña. "Luego, el Presidente se dedicó sin interrupción al gran negocio que tenía en manos: morir." Pasaron varias horas. Nadie lo vio expirar. Era el 18 de julio de 1872.

A través de la mirada de Ralph Roeder, el humanismo universal contempla las pasiones de la tierra mexicana. Para su desgracia, el biógrafo vivió en carne propia nuestra violencia: toda su fama no fue suficiente para evitar un extraño secuestro de una semana por parte de las autoridades hacia los años cincuenta. Actor trágico de su propia vida, esa experiencia traumática lo persiguió hasta el final. Con exactitud cabalística, el mismo día de la muerte de Juárez, pero del año de 1969, su esposa dejó de existir. Presa del vacío y del dolor, tal vez releyó o recordó su pasaje sobre Juárez tras la muerte de "la viejecita", pero Roeder, a sus 79 años, no tenía un estímulo mayor para vivir. Había terminado su muy apreciable libro sobre Porfirio Díaz -Hacia el México moderno- y al parecer dejó manuscrita una "Tetralogía mexicana" sobre Madero, Carranza, Villa y Obregón. Luego de redactar su testamento cediendo sus escasos bienes a las instituciones de beneficencia pública que el Presidente dispusiera, el 27 de octubre de ese mismo año se quitó la vida.

"Mucha vida queda en tu muerte", escribió Henestrosa. Tenía razón: su vida quedó en su obra.

Reforma

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