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Por el camino de Paz

El algún jardín de Taxco, verano de 1967, Isabel, Escalante, Novelo y yo divagamos sobre el lenguaje del mexicano. Novelo abre El laberinto de la soledad. El índice cae justo en “Los hijos de la Malinche”, el capítulo que revela las vetas lingüísticas, históricas, psicológicas, sociales de la “chingada”. Trance ontológico: de aquella lectura salimos siendo, literalmente, otros.

México, en principios de octubre de 1968. Un poeta reivindica para sí los manchones de sangre con que amanece la olímpica paloma de la paz. La nación no vive la limpidez sino la rabia, la bilis y la vergüenza que “es ira vuelta contra uno mismo”. El poema de Octavio Paz sobre Tlatelolco fija más allá de la historia nuestra lucha. Su renuncia es un no que resuena en todo el mundo. A partir de ese momento lo leemos de manera diferente: es la conciencia de México. El poder, con todos sus tanques, no ha podido acallarla. ¿Regresará para encabezar un nuevo capítulo de nuestro movimiento? Avenida México 15, un año más tarde. En el parque de siempre, frente a la casa de doña Emma, Torucho, Chema y yo pontificamos sobre revueltas y Revueltas, rebeliones y hombres rebeldes, revoluciones chinas y mexicanas. Buscamos un poema que las encarne a todas y las resuelva en la mujer y el amor. Chema no duda: alza la voz a la mitad del prado y comienza, devotamente, a recitar: “Un sauce de cristal, un chopo de agua/ un alto surtidor que el viento arquea”. En el recodo de la violencia, Héctor lo acompaña: “Madrid, 1937/ en la Plaza del Ángel las mujeres/ cosían y cantaban con sus hijos,/ después sonó la alarma y hubo gritos,/ casas arrodilladas en el polvo”. En la estación siguiente, yo completo el trío: “El mundo cambia,/ si dos se miran y se reconocen,/ amar es desnudarse de los nombres…” Todo de memoria: poesía en voz alta.

Cafetería de El Colegio de México, circa 1970. La voz del ágora ha leído Posdata y decreta: “Los dioses aztecas, el subsuelo mexicano, el Tlatoani nuestro de cada día, la pirámide, la piedra de los sacrificios… ¡mitología surrealista! Paz tenía derecho de decir eso y más en un poema, nunca en un ensayo. ¿Y la miseria, y la explotación, y la sangre y lodo que chorrea el capitalismo, qué se hicieron? ¿Y la revolución? ¿Para cuándo pospone Paz la revolución?”.

Esperemos que vuelva a México el hijo pródigo. Quizá encabece la revolución en la cultura. Auditorio de Humanidades, 10 de junio de 1971. Venimos a oír a Paz, pero Paz se ha ido o no ha llegado.

Desencuentro. Sobre el pizarrón aparece borroneado su poema “Aquí”:

Mis pasos en esta calle

Resuenan en otra calle

donde oigo mis pasos

pasar por esta calle 

donde

sólo es real la niebla.

Alguien tachó la palabra niebla y puso “lucha” o algún sinónimo revolucionario. Minutos después, nuestros pasos resuenan juntos con otros en la manifestación de las calles de San Cosme. Asistimos a la matanza de Corpus. Luego de que Echeverría promete una investigación, la prensa ejerce por un día la más plena libertad de expresión. Paz sostiene que el presidente le ha devuelto la transparencia a las palabras, pero su apoyo no es incondicional. La investigación se difiere hasta las calendas griegas. Otros intelectuales exclaman “Echeverría o el fascismo”. Paz vuelve de inmediato a tomar distancia, pero para la generación del 68 ninguna distancia que no sea la revolucionaria es suficiente.

Campus universitario, 1972. Hay guerrillas de verdad y guerrillas simbólicas; guerrillas en la sierra y guerrillas en el café; guerrillas en el aula, la página cultural y la mínima reseña. Paz, en cambio, se ha negado a encabezar la revolución en la cultura. No cree ya en esa revolución ni en ninguna otra. Prefiere la reforma del pensamiento. Ha abierto una ventana a la alternativa liberal, ha fundado en Excélsior una revista que continúa su propia vocación editorial (Barandal, Taller, El hijo pródigo) y la enriquece con la tradición de otras revistas célebres: Contemporáneos, Sur, Partisan Review, Revista de Occidente, Cruz y Raya. La exigencia literaria y la imaginación se vinculan con la tolerancia intelectual y la crítica en una palabra maravillosa que nosotros, obsesionados con la verdad única, la moral única, la historia única, no sabemos comprender: Plural.

Departamento de David Huerta, colonia del Valle, 1972. La plana mayor del suplemento cultural de Siempre! Preside nuestro caudillo cultural Carlos Monsiváis. Asiste, sino recuerdo mal, la unidad completa: Manjarrez, Pereyra, Blanco, Aguilar M., Aguilar C., y yo. De pronto, alguien explica el motivo de nuestra reunión: “Hay que darle en la madre a Paz”. Monsiváis, con buen sentido, duda: es el poeta, es el mejor. Yo disiento también, un poco: “¿No sería preferible leerlo o releerlo?”. La propuesta parricida se aprueba por mayoría.

Junio de 1972. Ataque sorpresa al “bastión del liberalismo reaccionario y burgués de la cultura mexicana”: la revista Plural. Objetivo: “expulsar del discurso a los intelectuales liberales” que tenían por “valores absolutos la libertad de expresión y la democracia”. El teniente H.A.C. y el cabo E.K. –mea máxima culpa- escriben un texto donde sostienen que “a nuestra imprecisa cultura nuestros intelectuales sólo pueden oponer una finta o una herida, no una obra”. En el número de agosto, las “Letrillas” de Plural nos tratan con benevolencia: nos llaman “pareja de siameses intelectuales…un medio cerebro en dos cabezas”. Yo estaba feliz de que alguien en Plural me deletreara. Desde hacía meses –esquirol intelectual, liberal embozado- era un lector secreto de la revista enemiga.

Subrayo con lápiz bicolor “La Inteligencia mexicana” en El Laberinto de la Soledad. Ahí está ya, en una pincelada, la trayectoria vital y la tragedia de la generación de 1915: Gómez Morín, Bassols, Lombardo, Cosío Villegas. “El demonio de la eficacia –y no el de la ambición-, el deseo de servir y de cumplir una tarea colectiva, y hasta cierto sentido ascético de la moral ciudadana, entendida como negación del yo, muy propio del intelectual, ha llevado a algunos  a la pérdida más dolorosa: la de la obra personal”. Allí está ya, como un regalo de Paz, el esquema de un libro sobre los intelectuales y el poder en México.

Leo, marco, colecciono Plural, mes a mes, entre 1972 y 1975. La crítica del intelectual integrados al poder, la crítica de los centuriones latinoamericanos, la crítica del socialismo real y su estela de crímenes, la crítica del PRI, la crítica de la burocracia cultural, la crítica de un presidente que llamó apertura democrática a la cerrazón política, la crítica de las ideologías, las ideocracias, las abstracciones, la crítica de las universidades públicas, la crítica al estado proveedor, la crítica a las deseconomías de las pirámides públicas y privadas, la crítica del lenguaje, la crítica de libros, la crítica de artes plásticas, la crítica de las costumbres y las actitudes, la crítica de la crítica. “La crítica –había escrito Paz al final de Posdata-, es el aprendizaje de la imaginación en su segunda vuelta, la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo”. ¿Me acercaba al sentido de esas palabras? Sé que detestaba la irrealidad de las ideologías. Vagamente comprendía que Paz era nuestro mayor disidente. Un crítico –un autocrítico- de la estirpe de Orwell o Gide asumía por fin en nuestro país la desmitificación de la utopía comunista. Paz se había condenado a sí mismo a escribir, como Russell, “Ensayos impopulares”. Admirable condena. La crítica no era una nueva religión sino un instrumento moral, un camino a la verdad. El Paz de entonces – el de “Aunque es de noche”, el de los textos sobre Trotsky, Solyenitzin, Lenin, el que camina en el “Nocturno de San Ildefonso” –me convenció, me convirtió.

Daniel Cosío Villegas, San Ángel, hacia 1975: “Me gustaba escribir mi “Compuerta” en Plural. Después de un pleito antiguo, nos hemos acercado  Paz y yo. ¿Conoce usted a Zaid? Debe ser gordo, un poco como Reyes. Curiosa revista, llena de apellidos polacos impronunciables: Milosz, Jackobson, Kolakowski, absurdo, ¿no cree?”. Con todo y mi apellido, escribía ya en Plural, donde nadie, menos Paz, recordaría aquella “finta” parricida.

10 de marzo de 1976. Panteón Jardín. Estamos enterrando a Cosío Villegas. Me da rabia su muerte inoportuna cuando más lo necesitábamos. Me da vergüenza escuchar las necesidades del secretario de Educación en su oración fúnebre. De pronto, en un claro, distingo a Octavio Paz, y entre héroes y tumbas  me le acerco: “señor Paz, soy tal, escribo en su revista”. “Ah , sí, me gusta lo que escribe, bueno no, no siempre me gusta lo que escribe”. “Tengo un ensayo  biográfico sobre don Daniel”. “Mándemelo mañana, mándemelo hoy, ¿cuántas cuartillas tiene? ¿Cuándo me lo manda?”.

Mismo día, por la tarde. Teléfono. “Te habla Octavio Paz”. Me habla Octavio Paz. Siento una alegría casi infantil. “A ver, cuénteme, de qué trata su ensayo”. En abril, aquel ensayo aparece en Plural, junto con un texto de Paz sobre Cosío Villegas, “Las ilusiones y las convicciones”. Lo enmarca un epígrafe de Yeast aplicable también al propio Paz: Imitate him if you dare, World-besotted traveler; he Served human liberty.

Mismo día, 18 años después. La conversación continúa. Paz cumplirá 80 el próximo 31 y sigue en pie de guerra. Hace unos días le dediqué un libro: “Para Octavio Paz, único caudillo en el que creo, único al que sigo”. El teléfono suena de nuevo: “Óigame, yo no soy ningún caudillo, nunca lo he sido, y además…” No lo escucho. Como en una ráfaga pienso en sus libros -continentes de cultura-, sus puntuales llamadas matutinas a Vuelta y sus charlas siempre inteligentes sobre todos los temas imaginables. Hago el recuento instantáneo de tantas anécdotas significativas, de muchas batallas, compartidas, y de ciertas manías, gestos, ruidos, ritmos, fórmulas verbales específicamente suyas. Recuerdo con una sonrisa sus malos humores, sus asperezas, sus faltas, minucias en un mar de generosidad intelectual. Me admira una vez más su invariable actitud crítica, su repudio casi fisiológico a la mentira, su brutal autenticidad. Descubro sus visiones históricas –intrahistóricas, diría Unamuno- detrás de lo que escribo. Hacia sus textos “avanzo, retrocedo, doy un rodeo y vuelvo siempre”. Alguna vez pensé someterlo a una trampa boswelliana y grabar sus palabras. Por fortuna desistí. No necesito ayudas de memoria para retener la bitácora de su presencia. De pronto su intempestiva rúbrica disuelve mi Aleph personal: “Bueno, lo voy a dejar…”

Paz continuará su itinerario. Sus amigos lo seguiremos acompañando un largo trecho. El último día del siglo sonará el teléfono: Me habla Octavio Paz. ¿Querrá criticar el número 290 de nuestra revista? Sentiré de vuelta la alegría de aquella primera conversación. Escucharé la misma voz -o la otra- y la leve carraspera. “¿Aló?”. Futuro en claro.

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