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Casandra en Chiapas

Para Jean Meyer

Husmeando alguna vez en el desordenado archivo de Cosío Villegas, encontré un apunte suyo, apresurado y a lápiz, en el que copió una frase de Renan: "el deber de Casandra es el más triste que pueda recaer sobre los amigos de la verdad: los espíritus estrechos acusan a los clarividentes de desear las desgracias que prevén y anuncian". Por las características del papel en que estaba escrito, deduje que la fecha aproximada de aquel apunte debió ser 1947. mientras el país se deshacía en loas al Presidente Miguel Alemán -"Cachorro de la Revolución", "Primer obrero de México", etcétera- Cosío publicaba su célebre ensayo "La crisis de México" donde lamentaba la muerte de la Revolución Mexicana y anunciaba para México una era de desorientación histórica y pérdida de identidad. El hallazgo me impresionó hasta la cleptomanía; confieso que lo hurté, lo enmarqué y ahora cuelga en mi estudio como un onceavo mandamiento, uno de los pocos que trato de cumplir.

El clima político de estas últimas horas me ha hecho recordar el destino de Casandra. No deseo lo que preveo, más bien preveo lo que no deseo. Y lo que no deseo es que caigamos en una doble alucinación colectiva: los de Chiapas fue una pesadilla pasajera; vivimos ya el parto de la democracia. A juzgar por la prensa -no se diga por los medios masivos de comunicación-, la erupción de Chiapas que llegó a los periódicos no solo de Nueva York sino de Nueva Zelanda se han vuelto un asunto estatal, local. ¿No lo dijo ya el Presidente? Tres tristes moscas municipales en un océano de Solidaridad. Luego adivino el Pacto de Civilidad en el que todos los partidos que cuentan se comprometen a respetar las elecciones. Hemos escalado la cuesta de enero. Mexicano: has llegado a la región más transparente de nuestra historia política.

El estallido de Chiapas no es asunto pasajero ni la invención de unos cuantos manipuladores que marearon con sus promesas a cientos de indios. Con todos los matices que se quiera, la tragedia de Chiapas tiene siglos y sólo se entiende con perspectiva histórica. Entre los múltiples factores de toda índole que inciden periódicamente en las rebeliones indígenas, quizá el de la discriminación étnica -con su carga de humillación, opresión y miseria- es el más poderoso. En el cuerpo histórico de México, zona en que se desarrolló el vasto fenómeno biológico y cultural del mestizaje, nadie usa la palabra "mestizo" para referirse específicamente a una persona por la obvia razón de que casi todos los mexicanos son mestizos. En Chiapas, en cambio, los mestizos y los criollos tienen nombres de guerra: ladinos y coletos. Quien vea con detenimiento el mapa el pasado, extraerá una lección clarísima: en cada sitio donde persistió la división racial o predominó un grupo indígena que no pudo integrarse al cauce étnico y cultural de la nación, brotaron rebeliones. En el noreste, los yaquis defendieron siempre el "Valle que Dios les dio"; en Nayarit, la guerra del "Tigre de Alica" y su ejército de indios duró veinte años (su propósito era restaurar el antiguo imperio indígena); la guerra de Castas en Yucatán brotó a mediados del siglo XIX y sólo se apagó a principios de éste; los indios de la Huasteca en San Luis Potosí fueron igualmente tenaces; y en el escenario mismo del conflicto actual, para no hablar de la guerra de 1712, el mismísimo Presidente indio, Benito Juárez, tuvo que enfrentar a partir de 1869 la rebelión de los tzotiles y tzeltales que un autor de la época -Emeterio Pineda- consideraba "excelentes hacheros, certeros tiradores… los más numerosos y los más temibles entre los indios chiapanecos".

Aquella rebelión tuvo, como ésta, motivaciones complejas: mezcla de heterodoxia religiosa con afirmación étnica, de reclamo agrario con mesianismo político, de espontaneidad indígena con dirigencia urbana (había un "precomandante Marcos" entre los líderes, el ingeniero Fernández Galindo que despojado de su vestimenta de ladino "se cubría con una chamarra negra, un taparrabo y un sombrero de palma"). En los momentos álgidos de la guerra, participaron seis mil indios, bien organizados y pertrechados no sólo con armas sino con tambores, clarines y víveres. A fin de cuentas, no menos de 800 indios y 200 blancos murieron en diversas batallas. En 1873 México ganó la paz, Chiapas una o dos escuelas para redimir al indio. ¿Será éste el destino de esta guerra? Ojalá no lo sea; México necesita la paz, pero Chiapas merece mucho más. En cualquier caso, estamos muy lejos de una solución genuina al justificado agravio de los indios chiapanecos.

El país requiere instrumentar nada menos que una especie de Plan Marshall interno en el que no sólo participe el gobierno y sus agencias sino la sociedad civil. No debe ser un plan de temporal sino permanente, y sólo en su primera etapa debe circunscribirse a Chiapas. Fue un eminente chiapaneco, Emilio Rabasa, quien escribió:

"En México los indios están dentro de la nación: cuando esta avanza los lleva consigo. En los Estados Unidos cada avance de la nación empuja a los indios a un nuevo destierro. Si el avance de México es lento, debe tenerse en cuenta que México no ha arrojado la carga para ir aprisa".

Así se desgañiten los demagogos, históricamente este diagnóstico es correcto. El medio y el fin de este largo proceso de avance inclusivo se llamó mestizaje. Con todo, hay vergonzosos manchones en esa historia, reservaciones tácitas, indios arrojados por la borda. Chiapas es uno de esos casos. México -sociedad y Estado- no puede ser fiel a sí mismo si no se reconoce en esos indios y no encuentra vías inmediatas y prácticas para apoyarlos. Porque una cosa es clara: no son tres municipios los agraviados, es la constelación indígena en nuestro país.

La segunda alucinación, la del triunfalismo democrático, me recuerda los días inmediatos a la entrevista Díaz-Creelman. ¿Qué nos dijo entonces el Presidente? Que el país estaba listo para la democracia. ¿Qué ocurrió meses más tarde? Se arrepintió de sus palabras o nunca las creyó de verdad. No se trata de negar el valor del pacto en todos sus términos, pero lo importante es verlo en la práctica. Y en la práctica inmediata, no es el mejor signo de los tiempos que, el mismo día de la histórica sesión del IFE, el ministro de Gobernación (que se ha declarado apartidista e imparcial) y el Presidente de la Suprema Corte de Justicia (que según prescribe Montesquieu, si no recuerdo mal, debiera ser independiente del Ejecutivo) asistieron ambos a la reunión del PRI en la que el Presidente, en el más puro estilo presidencialista, profetizó, no el triunfo de la democracia, sino el del PRI.

"Que no se diga a Su Majestad que basta el temor del castigo para conservar la tranquilidad en estos países, porque se necesitan otros medios. Hace falta atender a la suerte de los indios…" Las palabras del célebre Obispo de Michoacán Antonio de San Miguel, escritas a fines del siglo XVIII, parecen formuladas para nosotros. "Estamos durmiendo bajo la fresca pero dañosa sombra de un árbol venenoso… no hay que engañarnos, vamos a un precipicio". Las palabras de Francisco I. Madero ilustran también nuestra circunstancia. No es verdad que Chiapas sea un fenómeno local e intrascendente. Tampoco es verdad que una promesa democrática en teoría sea una realidad en la práctica. Para ambas cosas se requiere el convencimiento pleno de que las cosas no pueden, en verdad, seguir igual; de que las cosas, en verdad, deben cambiar.

A riesgo de que se crea que deseo lo que preveo prefiero prever lo que no deseo; el régimen no quiere, en verdad, cambiar. Si es así, la historia, dolorosamente, se lo cobrará.

Reforma

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