Hay hombres en cuya obra encarna la cultura de un país. Son como mineros del alma nacional. Les es dada la gracia de cavar en las vetas colectivas hasta dar con los estratos más profundos.
En algún sitio de su obra monumental, Menéndez Pelayo describe un concurso de palo encebado o cucaña entre representantes de diversas naciones europeas.
Una niña hace castillos de arena en la playa de su lugar natal, la Isla de Wright, situada al sur de la isla madre: Inglaterra. Lleva puesto un sombrero de tela floreada, inmenso y algo cómico, y sonríe feliz ante la cámara.
Mi desencuentro de lector con Carlos Fuentes ocurrió en 1971. Aunque en los años sesenta había admirado sus cuentos y novelas, luego de los asesinatos masivos de Tletelolco y el Jueves de Corpus, la fe estatista de Tiempo mexicano comenzó a desconcertarme.
La posteridad literaria, ya se sabe, es veleidosa y quizá imprevisible pero no siempre injusta. Temiendo su incomprensión o su olvido pocos se atreven a verla cara a cara.
En un transparente prólogo a las Páginas escogidas (1940), Antonio Castro Leal comparó algunos cuentos de Vasconcelos con los paisajes del pintor holandés Ruysdael, en los que una angosta faja de tierra sostiene un cielo inmenso.
El sentido apostólico de aquella Secretaría de Educación es lugar común. Era, claro, una empresa redentora, pero lo que interesa es averiguar el sentido personal de esa redención.