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México en las entrañas

Hay hombres en cuya obra encarna la cultura de un país. Son como mineros del alma nacional. Les es dada la gracia de cavar en las vetas colectivas hasta dar con los estratos más profundos. Llegan (nunca se sabe cómo, pero llegan) al sitio donde manan los sueños y los mitos, donde los muertos ríen y recuerdan, al subsuelo por donde corren la savia y la sangre de nuestra identidad. Desde ese confín de nosotros mismos nos envían sus hallazgos: las formas, los colores, los tonos esenciales, los modos irrepetidos que entre nosotros adoptan el amor, la fiesta, la carcajada, la muerte.

Para llegar, como estos hombres, a las entrañas de México, hay que tener a México en las entrañas. Como pocos mexicanos en este siglo, Rufino Tamayo lo tenía. Nació en la zona mística del país, en Oaxaca; atravesó la balacera, la borrachera de la Revolución; absorbió el impulso creador de los muralistas pero esquivó la retórica de aquel arte; pintó, transfigurada, a la naturaleza mexicana.

Su obra es un límite de nuestra expresión. En ella reconocemos la complejidad, la riqueza, el misterio de México. Las manos que amasaron hace siglos el barro de Oaxaca, manos de orfebre, de chamán, de hechicero, las que aún antes trazaban gestos, fauces, aullidos en las rocas, pintaban en su pincel.

El Norte

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