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Complacencia con los dictadores

El gobierno español no parece tener conciencia clara de su responsabilidad histórica en Iberoamérica. En 1976, cuando corrían las más absurdas teorías sobre su "imposibilidad" de acceder a la modernidad, España puso en marcha un cambio de paradigmas que parecía inimaginable y que tuvo un efecto profundamente benéfico en la mentalidad iberoamericana. Quienes pensaron que los siglos de monarquismo absoluto la inhabilitaban para la consolidación de un sistema parlamentario encabezado por un soberano ilustrado y demócrata, se equivocaron. Quienes creyeron que el caudillismo iba a sobrevivir al caudillo, se equivocaron. Quienes imaginaron que los siglos de intolerancia religiosa obstruirían su acceso natural a una sociedad abierta y libre en todos los ámbitos de la vida (sexuales, artísticos, religiosos), se equivocaron. Quienes dudaron que el socialismo español podría evolucionar (antes que sus contrapartes en Europa) de sus viejas estructuras y mentalidades autoritarias hacia formas que recogiesen la generosa herencia del liberalismo político del siglo XIX, se equivocaron. Quienes decretaron el divorcio eterno entre el socialismo y la economía de mercado, se equivocaron. Quienes desdeñaron la capacidad de los partidos para contender electoralmente en un marco de respeto, tolerancia y legalidad, se equivocaron. Quienes pusieron en tela de juicio la capacidad práctica de los españoles para poner al día su economía y explotar con inteligencia sus ventajas comparativas, se equivocaron. Quienes temieron que España hubiese perdido la creatividad cultural, el genio artístico, y la seguridad en sí misma que requiere toda aventura de conquista pacífica y legítima en el exterior (conquista de mercados, establecimiento de empresas), se equivocaron. Esa equivocación múltiple de quienes desdeñaron la vocación moderna de España fue una revelación y una inspiración para los iberoamericanos: ramas del viejo tronco ibérico, supimos que, si nos lo proponíamos, también nosotros podíamos aspirar a la madurez histórica.

A raíz de la transición integral en España, las tiranías militares en Iberoamérica (aquellas que recreó maravillosamente Valle Inclán, y que entre nosotros han conocido todas las variantes: derecha, izquierda, populismo, marxismo) comenzaron a entender que eran mortales. Luego del Pacto de la Moncloa, pensadores liberales dentro del PRI (como Jesús Reyes Heroles) imaginaron variantes posibles para México y, de hecho, en 1979, gracias a una reforma ideada por aquel estadista, la izquierda mexicana renunció por primera vez en su historia a su designio revolucionario para incorporarse con pleno convencimiento a la lucha parlamentaria. Quienes hicimos con Octavio Paz la revista Vuelta (cuyo primer número apareció en noviembre de 1976) podemos constatar que la transición política española fue un hecho clave para legitimar el proyecto democrático liberal en América Latina. Tras la experiencia española, quedaba claro que nuestros países no tenían por qué encerrarse en la falsa disyuntiva entre la derecha militar autocrática y la izquierda fanática y totalitaria. España ponía el ejemplo. Una democracia sin adjetivos estaba en nuestro horizonte.

Quizá Chile fue el país que, a final de cuentas, aprendió con mayor claridad la lección, y no es casual: acababa de transitar por una experiencia no muy distinta a la de España en los años treinta. Y los buenos resultados de ese aprendizaje histórico saltan a la vista: hoy Chile es el país que más se parece a España en su configuración económica, política y social. Es la prueba de que América Latina puede superar sus viejos paradigmas de retraso, opresión, polarización y fanatismo, y transitar hacia un orden que no excluye (dadas las desigualdades abismales de nuestras sociedades) el triunfo de gobiernos socialistas del corte del PSOE.

La convergencia en los valores que han construido la España moderna fue, hasta hace poco, la norma de las relaciones entre España e Iberoamérica. Sobre todo en la última década, las redes se ampliaron en todos los ámbitos: importantes empresas españolas invierten en nuestros países sin las resistencias que encuentran a veces sus homólogas estadounidenses; algunas empresas mexicanas incursionan también, con éxito, en el mercado español; las editoras de España están presentes en escuelas, universidades, bibliotecas, ferias y librerías de Iberoamérica; el intercambio y la cooperación cultural y artística ha sido intenso y fructífero: exposiciones, conferencias, migraciones intelectuales. La presencia frecuente de los Reyes y los Príncipes de Asturias es muy apreciada en todos los confines del continente. La globalización, en fin, nos ha acercado en términos tan cotidianos como la lectura diaria de periódicos y revistas, la admiración por el nuevo cine español o el entusiasmo con que las familias se dan cita para ver el clásico "Real Madrid contra Barcelona".

Por desgracia, este admirable entramado ha sufrido, en fechas recientes, un cambio preocupante: el gobierno español ha dado un giro en su percepción política y su estrategia diplomática hacia Iberoamérica, un giro que no honra a España y que, a mediano plazo, tampoco le redituará mayores dividendos. La España democrática, para decirlo en una palabra, se ha vuelto complaciente con las dictaduras y los populismos. Se dirá que la mejor manera de apaciguar a Fidel Castro es arrancarle al tirano la libertad de unos cuantos prisioneros. Se dirá también que el mejor modo de lidiar con Hugo Chávez es abrazarlo en público, tomar en serio sus desvaríos "bolivarianos" y aplaudir sus desplantes revolucionarios, todo para arrancarle concesiones económicas. En ambos casos el gobierno español comete un grave error. ¿Acaso cree que el mejor modo de encarar la ola (la resaca) antiliberal en Iberoamérica es montarse en ella? ¿Tolerarían los españoles, siquiera por un minuto, que en su país se conculcaran todas las libertades, como lo hace Castro? ¿Admitirían -como ocurre en Venezuela- que el Presidente se apoderara de los recursos nacionales como un patrimonio privado, arruinara la economía, importara contingentes adoctrinadores de Cuba, monopolizara el micrófono y la verdad pública, y decretara que "quien ofendiere de palabra o por escrito, o de cualquier otra manera irrespetare al Presidente, será castigado con prisión de seis a treinta meses"? Apostar por esa vieja Iberoamérica, creer que su postración social y económica justifica la nueva ola populista, es una equivocación que puede costar muy cara.

Castro ha dicho recientemente que "Venezuela está dando un ejemplo al mundo" y ha declarado su repudio a "la podrida y desprestigiada democracia representativa". No son palabras huecas: son creencias absolutas. Si el modelo de Hugo Chávez se propaga en el continente, Castro morirá (si alguna vez muere) en olor a santidad, y su delfín Chávez buscará propagar su "revolución", completando la tarea que Castro intentó en los años sesenta. Iberoamérica entrará entonces en un nuevo ciclo de anarquía y dictadura, enterrará su ensayo democrático, buscará chivos expiatorios y -que no quepa duda- volteará la espalda a España. Por eso, lo prudente es corregir el rumbo, sin confrontaciones pero sin complicidades. Y el rumbo para Iberoamérica es el que marcó hace casi 30 años la propia España, el rumbo de la democracia liberal, sistema bastante menos "podrido y desprestigiado" que la dictadura tropical de Castro y la demagogia antiliberal de su adlátere venezolano.

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