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El compromiso de Vargas Llosa

Isaiah Berlin ponderó siempre el papel del intelectual en la tradición rusa como conciencia moral de su tiempo y su sociedad. En nuestro tiempo latinoamericano y en nuestra lengua, nadie encarna ahora esa conciencia como Mario Vargas Llosa. Sus novelas y ensayos, sus artículos y conferencias, sus trabajos y sus días no buscan inventar o recrear a la "América Nuestra" como la última frontera del surrealismo o la reserva final del "encantamiento del mundo". Para Vargas Llosa nuestro continente -con toda su variedad cultural y profundidad histórica- es ante todo un drama hecho no sólo de pobreza e inseguridad sino de prejuicios étnicos, pasiones nacionalistas y fanatismos ideológicos que no son mero eco o reflejo de las injustas estructuras económicas e internas o externas sino engendro directo de dictadores de derecha o izquierda, y obra colectiva de castas militares, políticas, intelectuales, burocráticas, sindicales y académicas. Estas elites han sido, para Vargas Llosa, el factor fundamental en la postración social y económica de la región.

Esta América nuestra que nació en los albores del siglo XIX con un proyecto liberal (republicano, democrático, federal) desvió muy pronto su rumbo hacia la adopción estrictamente reaccionaria del orden antiguo (corporativo, jerárquico, represivo y cerrado) o el alineamiento entusiasta -teñido casi siempre de populismo- con los regímenes totalitarios del siglo XX: fascistas o comunistas. En el tránsito perdió un siglo y medio, sólo para redescubrir -de manera todavía vaga y provisional, como sin creerlo del todo- que el proyecto original era el único posible. Este reencuentro de América Latina con su ideario fundacional (o, si se quiere, con su utopía de origen), debe mucho, desde hace mucho, a la pluma de Vargas Llosa.

Contra viento y marea -como acertadamente se titula su obra ensayística- Vargas Llosa ha librado una de las más notables batallas intelectuales de la historia latinoamericana. Sus adversarios quisieran interpretar su liberalismo como una ideología indiferente a los desheredados. La imputación es falsa por muchas razones, pero basta apuntar la más antigua. Una de las tragedias del socialismo en el siglo XX fue haber consentido su desconexión con la tradición liberal que desde el siglo XVIII representaba a la izquierda. Cuando la izquierda dejó de distinguir entre el pensamiento conservador y el liberal, cortó sus amarras con la herencia humanista y crítica, preparó el camino del pensamiento totalitario y cavó su propia tumba. A partir de su desilusión con el régimen cubano y su metrópoli soviética, Vargas Llosa volvió por cuenta propia (ayudado por la obra de Berlin) a la tradición liberal y social europea, inglesa y rusa. Nada más remoto a esa corriente que el desdén por el sufrimiento humano, pero para paliarlo entendieron la necesidad de discurrir proyectos prácticos, fragmentarios (ideas de mejoramiento, no de redención) que nunca pusieran en entredicho la libertad individual. Esa es justamente la filiación política y moral de Vargas Llosa.

Como sus homólogos en la literatura rusa, Vargas Llosa es ante todo un artista, un artista "comprometido" como se decía en los años cincuenta en el París que frecuentó, pero su compromiso (mucho más afín a Camus que a Sartre) no consiente las nebulosas metafísicas ni desciende jamás al arte panfletario. Menos aún se pasma en el ejercicio narcisista del estilo. Acaso sus temas centrales -como los de otros escritores de su extraordinaria generación- sean el amor y el poder, pero su concepto de ambos es, digamos, más descarnado, individual y moderno. No reduce el amor al sentimentalismo ni siente la mórbida fascinación del poder que marea (y degrada, hay que decirlo) a algunos de sus colegas.

Hay una poética editorial en la obra de Vargas Llosa, una zigzagueante y alegre energía creativa que va y vuelve de los temas amorosos a los políticos o sociales. Pensando sólo en los últimos veinte años, está el vasto mural histórico de La guerra del fin del mundo, la serie dedicada a la guerrilla (Historia de Mayta, El hablador o Lituma en los Andes), el exorcismo político que fue su autobiografía (El pez en el agua), el divertimento erótico de Los Cuadernos de don Rigoberto y el retrato definitivo -a un tiempo despiadado y quirúrgico- del dictador latinoamericano: La fiesta del Chivo. Hacía falta en su canon un intenso, complejo, apasionado personaje femenino, y lo encontró en Flora Tristán, una mujer ligada a la historia peruana, a la historia del arte (era abuela de Gauguin) y a la historia de una idea que obsesiona a Vargas Llosa como obsesionó a la humanidad desde el Iluminismo: la Utopía. Flora Tristán es el personaje de El paraíso en la otra esquina, su más reciente novela.

En momentos de duda y desorientación, que no faltan en estos tiempos, pienso en el compromiso de Mario con la verdad, la calidad literaria y la libertad, y recobro la esperanza, esa forma modesta de la utopía.

Reforma

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