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Confluencias democráticas

No está escrita la historia de la democracia en México porque la democracia en México no existe. Lo que ha existido a través de los siglos es lo contrario al poder responsable, compartido, acotado, característico de la democracia: El poder irresponsable, exclusivo, ilimitado de los monarcas en turno, cualesquiera que sean sus denominaciones formales.

Como grandes montañas en una antigua y sólida orografía histórica, los hombres del pasado nos contemplan: tlatoanis, reyes, virreyes, caciques, sacerdotes, caudillos, emperadores, dictadores, generales, primeros jefes, jefes máximos, presidentes militares, presidentes civiles, presidentes institucionales, presidentes en la crisis. Siempre el uno sobre los muchos. Siempre la espera del hombre providencial que nos conducirá a la tierra prometida. Siempre la decepción que sigue a esa lotería del poder. Ya no más.

Desde hace algunos años, los mexicanos hemos tomado conciencia de que la historia del País no puede ser escritura individual sino colectiva. La universalidad de la experiencia democrática ayudó a nuestro despertar. Primero fue España, luego Polonia y más tarde uno a uno de los países que Milan Kundera llamó de la "Europa secuestrada". Paralelamente, cerca de nosotros ocurría un milagro similar: Los votantes arrojaron del poder a Pinochet y a Stroessner, desplazaron a los revolucionarios, desarmaron a los guerrilleros.

En la última década del siglo, México pareció cada vez más, a los ojos del mundo, una anomalía política en un orden nuevo, abierto y democrático. Pero el cambio fundamental no vino del exterior sino del pasado propio e inmediato, que para muchos mexicanos ha adoptado la forma de un agravio insatisfecho. Desde aquel vasto y heroico número que fue el movimiento estudiantil de 1968, sectores crecientes de esta sociedad han dicho NO a la represión, la demagogia, el populismo, la frivolidad, la corrupción, la impunidad y el crimen. Se han percatado de que todos esos males no son pasajeros sino connaturales al sistema y entienden que su desaparición no depende de la virtud personal del Don Porfirio en turno sino de una competencia política efectiva que llame a cuentas al poderoso durante y después de su mandato. Por eso han tomado en serio las elecciones y han acudido a las urnas.

Y si bien es cierto que México no tiene una historia democrática, hay democracia en muchas páginas de la historia mexicana. Son ríos que fluyen, bordean y a veces perforan la dura orografía. Hay países áridos que no cuentan siquiera con esos ríos. Son más y menos afortunados que nosotros. Nuestra desgracia es haber vivido por casi un siglo bajo una democracia formal, es decir, bajo una máscara de democracia. La mentira ha adquirido entre nosotros carta de naturalización y parece la normalidad misma. Construir, desde allí, una cultura de la verdad, puede ser más difícil que partir de cero. Pero hay también en nuestra historia ejemplos sustantivos de democracia que aportan ahora mismo su caudal al movimiento en que muchos mexicanos estamos empeñados.

Los liberales de la Reforma son nuestros contemporáneos, lo mismo que Madero, vivo, escribiendo para nosotros La Sucesión Presidencial, o Vasconcelos, llevado en vilo por sus batallones estudiantiles que quisieran recobrar, a través nuestro, las palabras perdidas.

Aquí está el PAN de Gómez Morín, ya no empeñado en la "brega de eternidades" sino en la conquista democrática del poder. Está también la Izquierda heredera de hombres como Bassols, que anteponían la ley a la ideología.

Hay, por lo visto, voces dentro del propio PRI que no se engañan sobre sus márgenes de acción y se atreven a arriesgar un cambio que, de no sobrevenir, podría acarrear dolores inmensos para la Nación. Y no faltan empresarios que asumen por convicción la democracia, organizaciones cívicas que recuerdan a los clubes maderistas de 1909, periodistas independientes que creen en la verdad objetiva, e intelectuales que, siguiendo el ejemplo de Daniel Cosío Villegas, no ofrecen caravanas al Príncipe en turno sino formulaciones críticas para el público lector.

Todos estos ríos confluyen en esta hora de México. Representan al nuevo protagonista político de nuestra historia: El ciudadano, el elector, el votante que reclama vivir en una República Democrática y Federal auténtica, no simulada. Todos marchan hacia el año de 1997 y esperan grandes cosas del año 2000. ¿Ocurrirá el gran cambio?

Una cosa es clara. En la futura historia de la democracia en México, estos meses, y quizá estas semanas, aparecerán como cruciales. Si este acto logra su cometido y persuade al régimen a comprometerse sin titubeos, sin ambigüedades, sin retrocesos, sin adjetivos, de una vez por todas, con la democracia, los mexicanos habremos abierto una nueva era histórica.

Pero si la reforma política se frustra, nosotros no cejaremos. A estas alturas del siglo y de nuestro siglo, con todo el agravio económico, político y moral a cuestas, no hay lugar para el desánimo o la duda: La fe, y en este caso la fe democrática, mueve montañas.

Texto leído en el encuentro "Llamado a la Democracia", que tuvo lugar en el Museo de Antropología de la Ciudad de México, el 26 de febrero de 1996. 

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