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Consenso contra el crimen

No existe un consenso nacional de repudio al crimen organizado. España tardó en construirlo, hasta que la escalada de crueldad por parte de ETA convenció a la inmensa mayoría de que era necesario manifestarse clara y públicamente contra esa organización. También Colombia tardó en construirlo, hasta que los crímenes de jueces y candidatos presidenciales tuvieron el mismo efecto. Gracias en parte a la cohesión que les dio ese acuerdo, España está muy cerca de doblegar a ETA y Colombia ha reducido a niveles manejables su problema de criminalidad asociada al narcotráfico y la guerrilla. En México, el no contar con un acuerdo semejante nos debilita y confunde como sociedad, mientras fortalece a los criminales y a sus cómplices políticos. Tarde o temprano llegaremos a él, pero es necesario que no ocurra demasiado tarde, cuando las tragedias recientes se hayan generalizado y multiplicado.

El principal factor que impide el consenso es el rechazo a la estrategia de seguridad de Calderón, en algunos sectores de la población. Como ha mostrado recientemente el Pew Research Center, no es un rechazo mayoritario: el 83% de los encuestados apoya el uso del ejército. Pero el rechazo existe, y es explicable y beligerante. Se caracteriza por el uso de la amalgama y la transferencia. Se comienza por equiparar la responsabilidad gubernamental con la de los criminales y se termina por cargar las 40,000 muertes a la cuenta del gobierno, haciéndolo el principal culpable de la tragedia colectiva. Paralelamente, la acción de los criminales pasa a segundo plano.

El consenso nacional contra el crimen no supone, en absoluto, el apoyo a la política de Calderón. Se puede -es mi caso- criticar el énfasis en el ángulo militar del problema. Y se debe, con mucho mayor razón, deplorar la falta de resultados -señalada y analizada en estas páginas por Gabriel Zaid- en temas cruciales como la detección del lavado de dinero, la vigilancia apropiada de las aduanas, la necesidad de una política carcelaria racional y, en general, la identificación de las ligas corruptas entre el poder y el crimen. Sin embargo, de igual modo se puede y se debe lamentar que en el proceso de criticar al gobierno, sutilmente, los criminales desaparezcan del cuadro. Cuando se los atrapa, los delincuentes (sus caras, nombres, acciones) tienen sus quince minutos de oprobiosa fama. Luego se desvanecen: van a la cárcel, al olvido y muchos de ellos recobran su libertad para reiniciar el ciclo criminal.

El movimiento que encabeza mi amigo Javier Sicilia ha hecho una gran contribución a la participación social (sin la cual México no tiene salida). En ese mismo sentido, el movimiento debe contribuir a generar el consenso nacional contra el crimen. Para ello es preciso que reflexione sobre sus propias premisas morales. "No hay camino para la paz, la paz es el camino", ha dicho Sicilia citando a Gandhi. Pero Gandhi fue suficientemente ingenuo como para creer que a Hitler podía disuadírsele con la prédica de la no violencia. La puesta en práctica de esa creencia hubiera sido suicida. De igual modo, las bandas criminales que asuelan los estados del norte de México no se conmoverán jamás ante la prédica de Sicilia. Por eso, no en la literatura sino en la realidad, el poeta tiene pendiente manifestarse sobre el problema del Mal.

Bordeando el asunto, hace unos días Sicilia declaró:

no importa si son sicarios o son gente inocente, todos son víctimas... Los delincuentes también son víctimas, hay que ver de dónde son, qué sucedió con el tejido social y qué está sucediendo con el tejido social, por qué estos niños que no eran delincuentes se volvieron así. Tenemos que ver qué hace la sociedad y el Estado que no da oportunidades para la formación de hombres dignos.

En el razonamiento del poeta resuenan poderosas corrientes de pensamiento moral: la escuela romántica de la criminalística (que entre otras cosas proponía la abolición de las cárceles) y, sobre todo, la teología moral católica, que llega a atenuar la gravedad del crimen mediante la comprensión de sus causas y determinaciones. (En otras palabras, entre más gratuito un crimen, mayor su maldad). En esa línea de pensamiento concuerdan muchas voces que postulan una correlación directa entre ignorancia y crimen, entre pobreza y crimen.

La correlación es falsa. Muchos criminales tienen estudios. La pobreza, aunque inadmisible, no por fuerza degrada. Por otra parte (palabras dichas hace dos mil años en Jerusalén) hay muchos ricos moralmente execrables. Y si bien es obvio que la destrucción del tejido social crea condiciones para la proliferación del delito, la seguridad de los ciudadanos no puede postergarse hasta que logremos altos índices de educación y riqueza. El problema lo tenemos aquí y ahora. Y las declaraciones piadosas o la corrección política no contribuyen a su solución, de hecho la postergan.

La noción de que toda violencia es mala resulta ingenua y contraproducente. Una persona tiene el derecho natural de defender su vida y la de los suyos. Una sociedad tiene el derecho y el deber de movilizarse contra los criminales. Y un Estado (todo Estado) tiene el deber de ejercer, en un marco de legalidad, el monopolio legítimo de la violencia. Cuando un individuo, en uso de su libre albedrío, decide matar a un inocente, cruza una irreversible línea moral. Los sicarios de Monterrey no son víctimas: son criminales. El asesino del hijo de Sicilia no es una víctima: es un criminal.

La sociedad movilizada debe ser implacable contra la ineficacia y la corrupción de sus gobernantes (sobre todo los coludidos con el universo de lo ilícito), pero debe ser igualmente clara en su repudio a los criminales. Esas dos críticas son la base del consenso nacional que nos hace falta.

Reforma

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