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Continuidad institucional

Integran la ONU 193 naciones. Para efectos de este análisis (por las razones que se verán adelante), dejemos a un lado a las naciones fundadas después de 1934. Tomando solo a las fundadas antes de esa fecha, notemos un dato: de entonces para acá, solo doce naciones registran una continuidad institucional.

Sobresalen claramente las del orbe inglés: el Reino Unido (Inglaterra, Escocia, Irlanda del Norte), Australia, Canadá, Nueva Zelanda y, desde luego, Estados Unidos, que no ha perdido la continuidad desde la Guerra Civil. En Europa continental hay solo casos simbólicos (Liechtenstein y Mónaco) y dos sustanciales, Suiza (neutral durante la Segunda Guerra Mundial) y Dinamarca (aunque fue invadida por Alemania durante la guerra, Hitler permitió los trabajos del parlamento y la permanencia del rey). Suecia es otro caso evidente, no así Noruega ni Finlandia.

Japón es un caso dudoso: una monarquía tradicional, que sin embargo modificó sustancialmente su régimen político tras su derrota en la guerra. Pero sería inadmisible incluir una monarquía teocrática como Arabia Saudita.

La contabilidad es clara: fuera de los listados en el primer conjunto, el resto de los países fundados (años, decenios, siglos) antes de 1934 sufrieron una discontinuidad institucional. Todos menos uno. Sorpréndase el lector: el treceavo país es México.

He elegido el año de 1934 para establecer la comparación pertinente. Hay quien fecharía el inicio del ciclo en 1929 (con la fundación del PNR) o aun antes, en 1920, con la llegada de Obregón a la presidencia. Yo prefiero el año de 1934, por simple simetría sexenal: cada seis años, desde el 1o. de diciembre de 1934 hasta el 1o. de diciembre de 2012, México ha renovado el poder presidencial, de manera pacífica, en catorce ocasiones.

Todas las críticas que se hagan al régimen de la presidencia imperial (que, a mi juicio, duró hasta 1997) me siguen pareciendo válidas. Varios miembros de mi generación y de las precedentes dedicamos décadas a combatir ese sistema monopólico. Y a esas críticas hay que sumar las que solo ahora, en nuestra difícil circunstancia, podemos formular con la perspectiva y claridad que -a veces- dan los años. ¿Cómo no responsabilizar a aquel régimen longevo y alevoso, corruptor y corrupto, de la inmadurez ciudadana? ¿Cómo no culparlo por no haber desarrollado el entramado institucional en materia de justicia que nos hace tanta falta? Todo eso y más debe achacarse al peso muerto de aquel pasado, pero aquel pasado tenía también facetas modernas que se deben reconocer. Una de ellas es, precisamente, la continuidad institucional.

Hagamos el veloz recuento de la discontinuidad institucional en Latinoamérica. Hay tres países de gran tradición republicana: Chile, Uruguay y Colombia. Los tres sufrieron una discontinuidad por la vía del golpe de Estado y la dictadura militar. Desde 1931, Argentina no ha conocido la estabilidad. Paraguay fue una larga dictadura. Brasil vivió bajo la bota militar, lo mismo que Bolivia, Perú, Ecuador, Venezuela. En Centroamérica, ningún país se salvó del militarismo de diverso signo. Incluso Costa Rica, ese milagro de democracia, sufrió una guerra civil en 1948 que interrumpió brevemente el orden institucional. El Caribe ha sido también zona de tormentas políticas.

El lema maderista "Sufragio efectivo, no reelección" ha sido, al menos en su segunda premisa, uno de los escasos logros sustanciales de nuestra historia política. Es obvio que a todo lo largo de la hegemonía priista la efectividad del sufragio fue por lo menos limitada: el "carro completo" del PRI ganaba casi todas las elecciones en casi todos los puestos de elección popular en casi todos los estados, municipios y cargos de representación. Pero la "no reelección" se respetó escrupulosamente. Los presidentes que trataron de desvirtuarla perdieron la apuesta (y, en el caso de Obregón, la vida).

Cada seis años, desde hace 81, ha accedido al poder un nuevo presidente. Es de desear que el ciclo se repita en 2018 y de ahí cada seis años, hasta la eternidad. Descarrilar la vida institucional tiene costos inmensos. Mantenerla, sobre todo ahora que el sufragio es más efectivo y el votante puede castigar al presidente o al partido en el poder, es un principio de solidez histórica que debemos valorar.

Reforma

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