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La democracia es la democracia

Dos veces "Salud" por la democracia: una porque admite la variedad, y otra porque permite la crítica. 

E. M. Forster, 

What I Believe, 1939. 

Los mexicanos, qué duda cabe, somos sensibles a las fechas y afectos a los balances, así sean intrascendentes (el noveno aniversario de alguna institución, los ciento veintiún primeros días del gobierno). Con todo, el que conmemoramos mañana no es trivial: marca el fin de una era política, de un régimen. El 2 de julio pasado no registró el inicio de una revolución violenta, sino la culminación pacífica y civilizada de un proceso democrático. Hay amplias razones para festejar esa victoria de los ciudadanos mexicanos, pero las hay más para acotar críticamente su alcance, sentido y perspectivas.

"La revolución es la revolución", dijo Luis Cabrera, aquel notable ideólogo que advirtió a Madero sobre las limitaciones de una reforma puramente democrática que no modificara de raíz las estructuras sociales del antiguo régimen, sobre todo en la tenencia de la tierra. A la distancia, la frase aparentemente tautológica se explica y justifica: puertas adentro, el latifundismo porfiriano era insostenible. Puertas afuera, lo mismo en Europa que en América Latina, la democracia liberal parecía un sistema agotado en los fríos paradigmas del Racionalismo y la Ilustración, un frágil edificio que se derrumbaría ante el embate de los credos militantes que prometían el paraíso en la tierra: nacionalismo, socialismo, anarquismo, comunismo. A partir de la Primera Guerra Mundial y más claramente desde 1917, con el triunfo de la Revolución Rusa, el mundo ensayó el asalto general al bastión liberal que la Revolución Mexicana había anticipado.

La Revolución -así, con mayúscula-, no la democracia -así, con minúscula-, estaba al orden del día, y seguiría estándolo quizá hasta 1989, cuando, a doscientos años de la suya, Francia hizo un sincero balance de sus mentiras y mitologías. Meses después, en una simetría perfecta, caería el Muro de Berlín. La Revolución había tenido un siglo para cumplir su promesa, se petrificó en regímenes dictatoriales y totalitarios, y fracasó.

A partir de entonces, en todo el planeta, la tautología ha cambiado de sujeto. Ahora cabe decir "La democracia es la democracia". No el cambio violento por encima de la ley o de los mandatos de la mayoría, sino el cambio periódico, concertado, pacífico de un gobierno a otro en un marco de tolerancia, pero también de intensa y abierta crítica. No sé si el nuevo orden democrático mundial durará un siglo o si, en un eterno retorno de lo mismo, lo sustituirán viejas o nuevas doctrinas armadas, fundamentalismos religiosos o raciales, o reediciones posmodernas del caudillismo populista. Sé que, por lo pronto, su legitimidad parece indisputada.

La democracia es la democracia. No despierta -ni tiene por qué despertar- devociones místicas, ni siquiera grandes entusiasmos: no es una religión ni una ideología. Aunque es un fin en sí misma, y un orden civilizado -el menos imperfecto inventado hasta ahora- para el gobierno de los hombres, la democracia es un método, no un programa. No otorga sentido directo a la política ni garantiza el buen gobierno (aunque sí pone las condiciones para limitar el malo). Es un clima, unas reglas, una cultura para dirimir divergencias. Las nuevas voces lastimeras que lloran su desencanto de la democracia (¿de qué sirvió?, ¿adónde nos lleva?) recuerdan a sus homólogas en tiempos de Madero que, por nostalgia de la mano dura porfiriana (esa que sí sabía mandar y mandarnos) o por impaciencia ideológica (la Revolución es la Revolución), provocaron la caída del nuevo régimen.

Esta vez, con toda probabilidad, eso no ocurrirá. Vivimos otros tiempos, no sólo en el ámbito externo (que privilegia ampliamente la reforma sobre la revolución), sino por la transición democrática que hemos construido. Hay una división efectiva de poderes, un método probado de elección y transmisión del mando y un ambiente de plena libertad de expresión. Se dice fácil, pero basta imaginar los escenarios alternativos de aquel 2 de julio, o recordar dónde estábamos hace seis o doce años, para apreciar el avance político.

¿Dónde está entonces la raíz del descontento? Ante todo, en una esperanza excesiva, ingenua, en los frutos inmediatos de la democracia: la idea providencialista de que con ella -o con el gobernante libremente electo- advendría la justicia, la seguridad, la igualdad, la prosperidad. Habrá quien piense, no sin razón, que Fox prometió demasiado y ahora comienza a pagar el sobregiro. Pero tal vez no había otra forma de desplazar al dinosaurio. En todo caso, el nuevo régimen ha tenido poco tiempo (y pocos recursos) para llevar a cabo sus planes. Olvidemos la demagógica teoría de los 71 años de dictadura priista, pero admitamos que el régimen de partido cuasi único -aun en tiempos de aguda crisis- tuvo varios sexenios para desplegar (e imponer) su proyecto. La democracia requiere y merece tiempo.

Otro motivo de descontento se centra en la figura del Presidente (su estilo personal, sus declaraciones, sus medidas), en su gabinete (errores grandes y pequeños), en el desempeño de los gobiernos (en los estados y el D.F.) o en la labor del Legislativo. Por lo general las protestas nacen o se canalizan en la prensa, que adquiere un sesgo puramente denunciatorio a expensas de una más amplia labor de investigación social. Pero una cosa es criticar una gestión (cosa que debe hacerse con toda libertad y en todo momento) y otra muy distinta es poner en duda o en riesgo el sistema democrático. Podemos pensar bien o mal del gobierno foxista, del Poder Legislativo o de cualquier actor político individual o colectivo, pero en términos democráticos lo único preocupante es aquello que pueda vulnerar el orden que, tras una espera de siglos, nos hemos dado.

En este sentido, sí hay focos amarillos. El Presidente corre el riesgo de devaluar su palabra si, como una moneda inagotable y taumatúrgica, la sigue emitiendo en demasía. Esta devaluación conduciría al descrédito, el cinismo y la decepción. Los partidos políticos, sobre todo el PRI y el PRD, atraviesan por una crisis que también supone un riesgo para el desarrollo democrático. Si persisten en actuar como poder de veto, no como generador o transformador oportuno y creativo de propuestas de ley, si se aferran tácita o abiertamente al pasado (como si sus respectivas derrotas el 2 de julio pasado hubiesen sido accidentales), si no desarrollan liderazgos, estructuras, alianzas, tácticas y programas realmente nuevos, podrían toparse con un resultado catastrófico en las elecciones legislativas del 2003. La consecuencia sería una concentración de poder presidencial peligrosa para la esencia plural de toda democracia. Y si ambos desprestigios se unen (el del Ejecutivo y del Legislativo), podríamos desembocar en una abstención generalizada en las elecciones futuras: un golpe muy serio para la democracia.

La joven democracia mexicana tiene demasiados enemigos abiertos (los carteles de la droga, el crimen organizado, las guerrillas) como para que los actores que deberían apuntalarla (los tres Poderes, la prensa, los medios, las voces individuales con credibilidad pública) cumplan mal o a medias su papel. La historia es el reino del azar y nada se gana para siempre. Hay un largo camino por recorrer todavía en la construcción de una cultura democrática. Por lo pronto, mañana (y sólo mañana) debemos brindar "dos veces por la democracia". El México de ayer fue uniforme y aquiescente. El de hoy es plural y crítico.

Reforma

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