Democracia secuestrada
Para ilustrar el argumento ad terrorem con el que las ideologías totalitarias imponían su verdad a la sociedad, el filósofo polaco Leszek Kolakowski contaba una fábula: dos niñas emprenden una carrera en un parque; la que va atrás exclama continuamente, a grandes voces, "¡voy ganando!, ¡voy ganando!", hasta que la que lleva la delantera abandona la carrera y se echa a llorar en brazos de su madre, diciendo: "no puedo con ella, siempre me gana".
Sin el desenlace, algo similar está ocurriendo en México. Tras una jornada electoral libre, ordenada y pacífica en la que sufragaron 42,249,541 mexicanos cuyos votos fueron computados en 130,477 casillas por 909,575 ciudadanos (no funcionarios), el candidato del PRD a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador, resultó perdedor por un margen de 0.57%, equivalente a 240,822 votos, frente al candidato del PAN, Felipe Calderón. Los números del sistema electrónico de conteo preliminar, avalado por la Universidad Nacional Autónoma de México, coincidieron con el recuento final efectuado en los 300 distritos electorales que concentraron las actas de las casillas. Fuera del resultado adverso en la elección presidencial, en la misma jornada electoral el PRD logró convertirse en la segunda fuerza en el Poder Legislativo (aumentando considerablemente su posición en ambas Cámaras) mientras que su candidato a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, triunfó con el 47%. Por si fuese poco, el PRD arrasó con casi todos los puestos ejecutivos (las delegaciones en las cuales está dividido el Distrito Federal) y en la Asamblea Legislativa del propio Distrito Federal.
Esa es la realidad que atestiguaron 1,800 consejeros distritales, 970,000 representantes de todos los partidos, 24,769 observadores nacionales y 639 internacionales. No obstante, y a pesar de que Andrés Manuel López Obrador considera válidas las elecciones que produjeron triunfos nunca vistos para su partido, no acepta su derrota personal. Dado el estrecho margen de la elección presidencial, ha decidido ejercer su derecho a impugnar los resultados en el Tribunal Electoral de la Federación. Esta instancia final e inapelable será la que decida, en un plazo cuya fecha límite es el 6 de septiembre próximo, cuáles irregularidades reclamadas son válidas, en cuáles casillas procede o no un recuento de los votos, y cuál es el resultado final de la elección presidencial.
Si el candidato del PRD se hubiese limitado a instrumentar esa estrategia jurídica, su actitud no habría dañado inadmisiblemente el proceso electoral ni socavado a la frágil democracia mexicana. Pero, como era previsible, López Obrador no podía conformarse con una estrategia legal, que él mismo, despectivamente, ha llamado "formal". Tal y como ha hecho a lo largo de su vida, él tenía que ir por más, ir por todo, y es allí donde encaja la fábula de Kolakowski: tenía que recurrir al argumento ad terrorem para lograr su propósito.
Como la niña del cuento, sabedor desde el 2 de julio por la noche de que las tendencias no le favorecían, acudió al Zócalo para declarar: "Hemos ganado la presidencia de la república". Días más tarde, luego del recuento oficial que en el mismo sentido hizo el Instituto Federal Electoral (organismo ciudadano autónomo que, revirtiendo una larga historia de fraudes, desde 1996 organiza con éxito y probidad las elecciones en todos los niveles federales), López Obrador congregó al "pueblo" a una "asamblea", en la que llamó a Fox "traidor a la democracia", y utilizó la palabra más ominosa del diccionario político mexicano: la palabra "fraude". Esta descalificación de la institución electoral (que acababa de dar el triunfo a cientos de sus candidatos) y los discursos incendiarios que han seguido desde entonces, hasta culminar en un llamado "a la resistencia civil", representan una táctica nada "formal"; representan precisamente el recurso ad terrorem aplicado con un riesgo enorme para la paz de México.
Además de proclamarse vencedor, insultar al presidente Fox, amenazar a Felipe Calderón y a su familia, llamar delincuentes a los funcionarios del IFE, considerarse traicionado por miembros de su propio partido y adelantarse al veredicto del Tribunal Electoral, López Obrador ha echado mano de un repertorio digno de una novela de Orwell. Irregularidades aisladas, presuntas y, en todo caso, no dictaminadas por el Tribunal, son presentadas al público como evidencia palmaria de que todo el proceso estuvo viciado, ignorando el testimonio de los observadores extranjeros y de millones de mexicanos. Cuando sus propios representantes de casilla negaron la supuesta irregularidad que López Obrador pretendió demostrar en un video, el líder aseguró que fueron "comprados". A la mentira aúna la contradicción (del fraude "cibernético" a su negación: el fraude "a la antigüita"), la inconsistencia (aunque pide "abrir todas las casillas y contar voto por voto", ante el Tribunal Electoral sólo presentó impugnaciones en el 39% de las casillas) y la calumnia (de existir un millón y medio de boletas "robadas", el hecho implicaría que miles de representantes del PRD son delincuentes electorales). El daño causado a nuestras instituciones electorales puede ser irreversible. Ante la andanada ad terrorem, ¿qué ciudadano querrá en el futuro participar en una casilla?
Pero lo más preocupante, desde luego, es que López Obrador ha convocado a movilizaciones de centenares de miles de personas en toda la república "en defensa de la "democracia", la misma democracia cuyas instituciones ha puesto en entredicho. Si bien ha insistido en que las marchas serán "pacíficas" y "no caerán en provocaciones", sabe muy bien que en el actual ambiente de extrema polarización, la provocación puede provenir de cualquier lado. Para calibrar sus intenciones no hace falta ser adivino, él mismo lo ha expresado con todas sus letras, y es preciso creerle: él nunca aceptará un resultado adverso, ni de los votantes, ni del Tribunal Electoral; él "ganó la presidencia" e irá "tan lejos como la gente quiera".
"La gente", "el pueblo", no son, por principio, los 27,034,972 mexicanos de todas las clases que no votaron por él; no son siquiera los 14,756,350 ciudadanos que lo apoyaron en las urnas. "La gente", "el pueblo", son aquellos que puede movilizar en las calles y plazas del país, y que lo ven como él se ve a sí mismo, como el Mesías de México. ¿Y quién interpreta los deseos de ese "pueblo", depositario de la ley natural y divina, no de la despreciable ley escrita por los hombres? El líder carismático que encarna la Verdad, la Razón, la Historia y el Bien, el líder que prometió salvar a México de la opresión, la desigualdad, la injusticia y la miseria, el que "purificará la vida nacional": Andrés Manuel López Obrador.
El mundo ha visto muchas veces esa película. Es el huevo de la serpiente dictatorial. Un hombre impermeable a la verdad objetiva, un Mesías que se ha proclamado "indestructible", pretende secuestrar la democracia mexicana y, de no obtener el rescate exigido, incendiar al país. No exagero. De hecho, el vocero del PRD, Gerardo Fernández Noroña, declaró hace unos días a Los Angeles Times que, en última instancia, está abierta la vía de la "insurrección". Pero en una democracia (y México es ahora una democracia, aunque su larga historia se empeñe en desmentirlo) no son las teas ardientes, los comités de salud pública, ni los líderes iluminados los que deciden: es el voto ciudadano, es el imperio de la ley.
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