Democracias diferentes, monarquías semejantes
Una semana antes de las elecciones participé en el programa de televisión de la revista Nexos (la "odiosa'' competencia) sobre el sugerente tema "La democracia que queremos''. Tomaron parte en él, junto con el conductor Rolando Cordera, tres protagonistas de la vida política e intelectual de México (mi viejo amigo Héctor Aguilar Camín, Arnaldo Córdova y Gilberto Rincón Gallardo) y un politólogo norteamericano, el profesor T.J. Pempel.
La súbita celebridad de éste último en nuestro país se debe a la publicación, por el Fondo de Cultura Económica, de su libro titulado: Democracias diferentes. Su tesis básica, si entiendo bien, es que existen países en el mundo contemporáneo (Pempel estudia cuatro: Japón, Israel, Suecia e Italia) en los que un partido dominante o "hegemónico” ha permanecido en el poder por varias décadas sin que esta falta de alternancia afecte el carácter democrático de esas sociedades.
¿Adivina el malicioso lector el sutil mensaje detrás de la aparición de este libro? Cabe un silogismo: Japón, Israel, etc... tienen partido hegemónico y son democracias diferentes, México tiene partido hegemónico, luego México es... una democracia diferente.
Deliberadamente he hablado del mensaje del editor y no del autor, porque me bastó escuchar las breves intervenciones de Pempel e intercambiar unas palabras con él para advertir que el buen profesor era ajeno tanto al uso político que se daba a su libro como a la distorsión de sus ideas. Algo non sancto debió atisbar, sin embargo, porque con todas sus letras dijo en un momento: todos los partidos que estudio han sabido lo que es perder o cuando menos han tenido el temor real de perder. Le hubiese bastado acercarse mínimamente al sistema político mexicano para comprobar que entre nosotros esa condición esencial no se ha cumplido por la friolera de 62 años, ya no digamos en el nivel nacional sino en ámbitos estatales.
El Partido Laborista de Israel gozó de un largo trecho de poder indisputado, pero su relevo, el Likud, amenaza ya con igualar su marca de permanencia. En Italia, los socialistas de color rosa pálido disputan el poder con los demócratas cristianos y hasta los antiguos comunistas han tenido su tajada en algunas ciudades. La alternancia en Suecia ha sido menos pronunciada pero real. El caso de Japón es diferente: el Partido Liberal ha estado en el poder, en efecto, durante 40 años, pero nunca ha dejado de enfrentarse a una oposición socialista que de cuando en cuando le arrebata puestos en los niveles regionales. En suma, la comparación no resiste análisis empírico, pero su simple planteamiento editorial contribuía a algo distinto: maquillar la imagen del PRI en tiempos electorales.
Fue un debate curioso: más acalorado que profundo. Córdova y Rincón Gallardo tuvieron varias intervenciones ponderadas, atinadas, en las que caracterizaron nuestro sistema político y describieron la distancia que nos separa de una auténtica democracia. Por mi parte, quise introducir desde el principio una idea: hablar de la democracia que NO queremos, para luego mostrar el camino hacia la que SÍ queremos. La democracia que NO queremos es la ""democracia'' que somos, y si el libro de Pempel introducía analogías con Japón, Israel, Suecia e Italia, yo introduje la mía: nos parecemos a la Inglaterra de fines del siglo XVIII.
Hacia 1775, Inglaterra había vivido casi 60 años la supremacía del Partido Whig. El Parlamento era al Rey lo que el PRI y la burocracia priista al Presidente: una vasta clientela. "Vivir fuera del Parlamento es vivir fuera del mundo'', escribió textualmente un antepasado inglés de nuestro César Garizurrieta que repitió casi dos siglos después: "Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error''. "Las elecciones libres son perjudiciales", apuntó otro prepriista de Manchester, "hay que evitarlas siempre que sea posible''.
En aquellos tiempos, como aquí, se adulteraban los sufragios en los llamados "burgos podridos'' y votaban los fantasmas, los enfermos desahuciados y los muertos. Mi propuesta, en suma, era muy simple: nos parecemos a una monarquía no a una república democrática. No era la primera vez ni será la última en que traía yo a cuento esa analogía. De hecho, es el sustento del ensayo que publiqué hace ya buenos siete años titulado: "Por una democracia sin adjetivos''. A partir de esa tesis, iba yo a explicar cómo aquella monarquía había transitado exitosa, creativa y pacíficamente, de la condición patrimonial a la condición democrática, pero la sorpresiva indignación de Héctor truncó mis esperanzas. Descalificó mi símil con palabras como "simplista, excesivo, licencia inadmisible''. México, dijo, es un régimen presidencialista pero no es una monarquía. Una monarquía, además, se caracteriza por el carácter hereditario de su sucesión. La tesis, en suma, le pareció poco seria.
A mí me sigue pareciendo seria. No somos una república más que formalmente, porque el Congreso y el Poder Judicial han estado y ahora, por lo visto, seguirán estando, supeditados al Poder Ejecutivo. No somos, cabalmente, una democracia, porque el poder en México no se obtiene desde abajo, por el voto de los electores, sino desde arriba, por el voto del Presidente. El argumento hereditario contra mi tesis no es una refutación sino una confirmación: el "dedazo'', que sigue operando, ¿qué otra cosa es sino el "ungimiento'' de un rey por el antecesor?
Se dirá que la "no reelección'' es un rasgo democrático. Pienso que es un rasgo inscrito con sangre, la de Madero, la de Obregón, en nuestra historia, un rasgo inamovible (tomen nota los coahuilenses trasnochados y porfiristas que están hablando, a estas alturas, de reelección), pero no un rasgo intrínsecamente democrático y, menos aún, en el Poder Legislativo donde, a mi juicio, debería ser casi indefinida.
Nos despedimos civilizadamente al terminar el programa. Héctor dijo que México estaba ya enfilando hacia una democracia del primer mundo y que los cambios políticos del actual régimen lo persuadían de ello. Días antes había declarado: "Ambas reformas, la económica y la política, marchan a buen ritmo''. Aceptó, por supuesto, que existen mil fallas en nuestro sistema (su enumeración rebasó incluso mis propias posturas críticas: yo no creo, como él, que en México "no existe'' la libertad de expresión) pero indicó que las elecciones del 18 de agosto confirmarían su relativo optimismo.
Por mi parte, apunté que había un mar de diferencia entre el México apático de los 60 en el que la idea misma de democracia estaba ausente del debate, al México de hoy en el que la democracia está en las conversaciones y las conciencias. Pero advertí también que nuestra distancia de la democracia que queremos es aún muy grande. La democracia que queremos es la que está inscrita en la Constitución, que a la letra dice: México es una República, Representativa, Democrática y Federal. Pues bien, no somos, cabalmente, ninguna de esas cuatro cosas.
Una semana después se restauró el carro completo. Lo restauraron, en una medida importante, los votantes que avalaron al Presidente Salinas de Gortari. Pero en otra medida no menos crucial lo restauró el propio sistema con sus mil subterfugios financiados con el dinero del erario, es decir, el de todos. Por esto último no somos una democracia diferente. Para ser "diferente'' nos falta ser "democracia''.
El Norte