Días de soñar
Un líder y su equipo -me refiero, claro está, al "Vasco" Aguirre y la Selección- han levantado el ánimo nacional y han merecido el elogio unánime de la prensa internacional, aun de la más crítica. Los logros son claros y la circunstancia tiene un ingrediente adicional, como de justicia poética, que podría acrecentarlos: nuestro próximo rival en la cancha será el que, en muchos sentidos, ha sido nuestro rival en la historia, los Estados Unidos.
Los resultados de la primera ronda han sido sorprendentes pero, pensándolo bien, no deberían serlo tanto. La biografía de Hugo Sánchez (sin lugar a dudas el jugador mexicano más destacado de todos los tiempos, y uno de los mejores del mundo) fue un presagio de lo que podía alcanzarse si el talento y la voluntad de un hombre se traducía en un empeño colectivo. Con ese antecedente, y gracias, en buena medida, a Menotti (uno de esos técnicos argentinos que -como Renato Cesarini- nos hizo mucho bien) a principios de los noventa la Selección cambió de escala y de mentalidad. Rompió la cortina de nopal, salió al mundo a competir, entendió que los rivales güeros no son superhombres y, sobre todas las cosas, encontró un estilo, una identidad: pasesitos cortos, seguros, maliciosos; solidez defensiva, buenos arqueros, cierta inteligente parsimonia, buen dominio del balón, excelente condición física, ataques sorpresivos. El resultado de ese hallazgo, de esa valoración, fue inmediato: el subcampeonato en la Copa América de 1993, los buenos triunfos y empates en la Copa del Mundo en 1994 y 1998, las grandes victorias en la Copa Libertadores. Sólo la maldición de los penalties (que los hados o los postes nos libren de ella) nos impidió llegar más lejos. El retroceso de la Selección en el año 2000 fue un bache del que se salió con el empuje de una nueva directiva y los méritos de Aguirre, hombre que aúna -como ha señalado Granados Chapa- capacidad deportiva, claridad intelectual e integridad moral.
Para quienes seguimos con cierta asiduidad el juego desde hace varias décadas (en mi caso, ¡ay! ... desde 1956), la satisfacción es mayor porque no podemos dejar de recordar las épocas de mediocridad. Un empate contra Gales (en Solna, 1958) pareció una hazaña cósmica, y el solitario gol de aquel juego convirtió a su autor (Jaime Belmonte) en "el héroe de Solna". En 1962, con la novedad de una cobertura directa por televisión, vimos perder en el último minuto a México contra España por una inocentada de nuestros medios: dejaron correr al veloz extremo Paco Gento que luego centró a Peiró quién fusiló sin misericordia a la Tota Carbajal... y a la afición mexicana. "¿Por qué siempre nos pasa eso?", clamaba casi entre lágrimas Fernando Marcos. Porque son unos "ratoncitos verdes", dictaminaría don Manuel Seyde, el excelente escritor deportivo que publicaba semanalmente en Excélsior sus artículos ácidos, brillantes. De poco sirvió la subsiguiente victoria en ese mundial contra Checoslovaquia (que sería subcampeón) porque los mexicanos estaban eliminados. En 1966, quedamos nuevamente al margen. La creatividad empresarial del dúo Azcárraga-Cañedo trajo el México-70 y abrió una nueva etapa de proyección internacional para el popular deporte. Pero nuestros jugadores no salían de su México lindo y querido. Una generación entera pasó sin pena ni gloria. Nuestro futbol era un espejo del país. Lo lastraba el proteccionismo, la incapacidad exportadora y el autoritarismo.
¿Qué hubiera dado Fernando Marcos, ese Cicerón de la radio, por narrar los recientes juegos? ¿Qué hubieran opinado, desde su peña radiofónica dominical del café Tupinamba, el casi ciego don Cristino Lorenzo o don Agustín González "Escopeta"? Varios cronistas murieron sin tener la suerte de ver el cambio: el "Rápido" Esquivel, Julio Sotelo, Fernando Luengas. De aquellas camadas nos queda Angel Fernández, que inventó una nueva forma de narrar el futbol con pinceladas literarias y emotividad a flor de piel.
Luego de vencer, en una dulce revancha, a los Estados Unidos (no imagino otro desenlace), nos tocará jugar contra Alemania, que nos debe al menos un desquite. Tras una eventual victoria, nos enfrentaríamos quizás a España (nuevo ajuste de cuentas, esta vez con la Madre Patria) para concluir vengando -con un marcador más modesto- la dolorosa derrota de 8-0 que los ingleses nos infligieron hace siglos en el estadio de Wembley. ¿Es mucho soñar? Seguramente, pero estos son días de soñar.
Ojalá la afición reunida espontáneamente alrededor de un emblema de victoria (el Angel de la Independencia), no desborde esa simbología cívica ni endiose (o, en su caso, condene) a los jugadores y a su entrenador sino que, simplemente, los quiera y reconozca. Porque al margen de los resultados próximos, gracias a la Copa del Mundo -esa extraña festividad planetaria-, uno redescubre el fugaz valor del patriotismo sin odios, la solidaridad sin barreras, la simple e inocente alegría.
Reforma