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Historia de la infancia

La idea de la niñez ha cambiado constantemente a través del tiempo. "No sin lamentarlo pero sin abatirme, he perdido dos o tres hijos en edad temprana -escribió Montaigne". Había una razón demográfica, inadvertida por él, en su consuelo: hasta algún momento del siglo XIX, con los primeros descubrimientos de vacunas y antibióticos, la gente no podía desarrollar demasiado el afecto por los hijos debido a que la esperanza de vida en la edad temprana era muy baja. "Son como monos, hechos para nuestra diversión", refería el propio Montaigne, o como adultos, "cuyos juegos, bien vistos, no son tales sino actividades de la mayor seriedad". Al estudiar la iconografía familiar europea, el gran historiador francés Philippe Ariès -autor de L'enfant et la vie familiale sous l'ancien régime (1960)- notó que hasta el siglo XVIII los niños aparecían siempre con atuendos y posturas de gente mayor. La mortalidad los convertía en vagos proyectos de una improbable edad adulta. De pronto la óptica cambió y la niñez comenzó a adquirir entidad y sentido propios. Se volvieron entrañables. Tanto que en el siglo XX, con las teorías de Freud, la infancia asumió un carácter definitorio sobre la edad adulta: se volvió destino.

No se ha escrito, hasta donde sé, la historia de la infancia en México, un recuento de las ideas y costumbres que rigieron la vida familiar desde tiempos prehispánicos hasta nuestros días. También en México la niñez ha cambiado con las edades históricas, pero igual que en otras culturas un sedimento antiguo permanece siempre. No es lo mismo, por supuesto, crecer en una colonia populosa de México en el siglo XXI que en el universo poblado de dioses de los antiguos mexicas, pero ahora como entonces nuestra idea de la infancia -y la dura realidad que refleja- sigue teniendo una extraña propensión a la dualidad: oscila entre la ternura y la crueldad.

Según los testimonios recogidos por Fray Bernardino de Sahagún en la segunda mitad del siglo XVI, al recién nacido lo tomaban por turno todos los parientes, acariciando su cuerpecito desnudo "para mostrarle al niño que era amado". Esto se hacía tanto con los niños como con las niñas. No obstante, apenas cortado el cordón umbilical, la comadrona pronunciaba una oración premonitoria. En el caso del niño decía: "Tu lugar no es éste, puesto que tú eres un águila, eres un ocelote... has sido enviado al combate. La guerra es aquello que mereces, la guerra es tu trabajo... quizá recibirás el don, quizá merecerás la muerte del cuchillo de obsidiana". En el caso de las niñas, señalaba: "Estarás en el corazón de la casa, no irás a ninguna parte, deberás traer el agua, moler el maíz, deberás sudar junto con las cenizas, junto al hogar". Cuando un niño moría antes de ser destetado, se tenía la creencia de que regresaba al paraíso del que había venido: el reino de Tonacatecuhtli, dios del alimento, donde, inmerso en un jardín de calidez y protección, mamaría uno de los senos del "árbol nodriza" hasta renacer algún día en el mundo de los mortales.

Cada cuatro años se realizaba en Tenochtitlán una ceremonia en la que los sacerdotes presentaban a los dioses un nuevo grupo de niños suficientemente crecidos para haber dejado el pecho materno. Sin haber dormido, pasada la medianoche se les conducía al templo. Allí quedaban inmersos por primera vez en el estruendo de los tambores, las voces y las flautas, mientras veían a los adultos beber pulque hasta perder la conciencia. A los niños también se les hacía beber algunos sorbos del extraño líquido blanco, lo suficiente para embriagarlos e insinuar en ellos la cósmica inseguridad de aquella visión del mundo y las alucinatorias ceremonias que ese pueblo creó para mantener un sentido de control sobre su vida.

El duro salto de la condición de niño a la adolescencia y el paso siguiente a la edad adulta se atemperaba -tanto en los hombres como en las mujeres- con el consejo de los ancianos (reunido por Sahagún en el maravilloso libro de los Huehuetlahtolli, compendio de sabiduría moral que no desmerece frente a Cicerón o a Séneca). Pero al cabo de los años, además de los rigores propios del Telpochcalli y el Calmécac -las escuelas de plebeyos y nobles-, los escarmientos se volvían cada vez más duros. Por una parte, los mexicas hacían orfebrería con las palabras. Los niños eran piezas de jades y piedras preciosas: "Hijo mío, collar mío, plumaje mío", "hija mía, muy amada chiquita, delicada palomita, la más amada". Pero abundan también los testimonios de castigos aplicados con espinas de cactos o casos de laceración de dedos por cometer errores en el bordado. Así, en dualidad permanente entre la ternura verbal y el castigo físico, en la escuela y la casa, en el campo y la plaza, los jóvenes se preparaban para el cruento ritual de la guerra.

Mucho ha cambiado desde entonces, pero hay algo de ese mundo dual que ha permanecido en la vida de los millones de niños de condición pobre en los campos y las ciudades de México. Basta recorrer cualquier calle de la ciudad para advertirlo. Payasos de banqueta, lanzallamas, vendedores de chicles, limpiaparabrisas o limosneros sin más, millones de niños tienen como único techo la intemperie y como futuro no el "árbol nodriza" sino la degradación y la muerte. Por otra parte, las madres mexicanas -a menudo solteras o abandonadas- siguen siendo en gran medida, como lo eran entonces, las silenciosas heroínas de la historia, las que crían, nutren y dan cohesión a la familia, las transmisoras de la fe. Y los padres -cuando no son ausentes- ya no ejercen la educación orientada a la "guerra florida" sino el ejemplo de una guerra mucho menos gloriosa que aquella, pero igualmente embriagada e incierta: una guerra por la supervivencia en la selva de la ciudad o en los páramos del campo mexicano.

Esta semana la ONU ha llevado a cabo una reunión cumbre sobre el problema mundial de los niños. En México estamos muy lejos de Ruanda -que los emplea como carne de cañón-, o de Irak e Irán, donde los han usado como rastreadores de minas (colgándoles previamente una llave del cuello para que al volarse en pedazos entren más fácilmente al paraíso). Con todo (como han documentado esta semana Proceso y Reforma), los niños en México son víctimas crecientes de la miseria extrema, la delincuencia y la prostitución. ¿Qué hacer? Hay esfuerzos públicos y privados en favor de la niñez que merecen reconocimiento, apoyo y emulación. Entre los primeros está el programa Progresa, que, sin mediaciones burocráticas, transfiere recursos en efectivo a las madres de familia en el campo y que -según dictámenes independientes- ha incrementado notablemente la escolaridad, la alimentación y la salud en los lugares donde se ha aplicado. Entre los segundos está la extraordinaria historia de Rosa Verduzco, la mujer zamorana que desde hace más de 50 años ha adoptado a cerca de 5 mil niños dándoles su nombre, su protección amorosa y una educación digna y eficaz. La profundización del Progresa y la proliferación del ejemplo de "Mamá Rosa" son dos vías para superar la antigua dualidad y aligerar un poco la pesada carga de ser niño y ser pobre en nuestro país.

Reforma

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