Edades del Fondo
Hoy celebramos un capítulo ejemplar de la única revolución que México ha exportado: la revolución de la cultura. Desde aquel viaje triunfal de Vasconcelos por las capitales de América Latina en 1922, hasta fines de los cincuenta, en el cine y la canción, en las ideas y los libros, la cultura mexicana contribuyó al acercamiento de nuestros países mucho más de lo que en años recientes han logrado las instituciones o las penalidades comunes.
El Fondo de Cultura Económica se trazó un proyecto que esquivó siempre el espíritu defensivo y parroquial. Hacia la década de los cuarenta se apropiaba tenazmente del acervo que las ciencias humanas europeas habían acumulado por siglos y lo exportaba a toda América Latina. En las librerías de Buenos Aires, en las universidades chilenas o las bibliotecas de Bogotá, aquellos sobrios volúmenes de pasta naranja con su logotipo característico, representaban una lección inmediata de amplitud, claridad y equilibrio. Para varias generaciones de lectores, los libros del Fondo fueron más que un descubrimiento o una guía: fueron una revelación.
La política editorial del Fondo fue liberal en el sentido más generoso de la palabra. En Economía editaba desde los clásicos Smith y Ricardo hasta el revolucionario Marx o el innovador Keynes. En la colección de Historia, ofrecía una gama de países y temas, métodos y teorías, obras consagradas y obras pioneras. En Sociología y Filosofía colocaba picas en Flandes traduciendo a Max Weber y a Dilthey, y en Política desplegaba una tarea que los fundadores de nuestras naciones hubiesen apreciado: introducir a los grandes clásicos del pensamiento inglés.
Pero no sólo de apropiación vivió el Fondo: también de afirmación. "América Latina puede y debe aspirar a una cultura propia" -declaraba Daniel Cosío Villegas, creador, director y profeta de la editorial, al diario argentino La Nación en 1941-. Era la PRI mera estación de un viaje por las principales capitales de América del Sur llevando una iniciativa de integración a través de los libros: "No nos conocemos -agregó entonces- y del desconocimiento nace la indiferencia... (por ello) queremos formar una biblioteca de quinientos volúmenes sobre asuntos americanos ... Es el momento de que América Latina diga algo original en todos los órdenes. Si no lo hace es que nada original tiene que decir". De aquel viaje nació la colección Tierra firme, pensada como el recuento orgulloso de todo lo que nuestra América era ya, no tanto de lo que podía o debla ser. Años más tarde, Cosío discurrió el complemento histórico perfecto: la Biblioteca Americana. Para integrarla, Pedro Henríquez Ureña, su eterno maestro, le envió una extensa relación de nuestras literaturas desde la época indígena hasta el siglo XIX: cuatrocientos títulos que revelarían los cimientos de nuestra identidad. Henríquez Ureña no viviría para ver los primeros volúmenes dedicados a su memoria.
Hechos simples, raíces profundas.
En la historia del Fondo hay un pequeño milagro de confluencias: la cruzada editorial de Vasconcelos -en la que Cosío Villegas fue un escudero laborioso y atento-; el afán reconstructor de la Generación de 1915, el entusiasmo creador de la primera época callista, el correctivo de solvencia profesional que impuso la crisis del 29 y, en fin, la preocupación social típica del cardenismo. Pero hay también ecos más antiguos. Si se recuerda nuestra dilatada dependencia en materia de libros durante todo el siglo XIX y el Porfiriato, se entiende por qué Cosío Villegas hablara, a veces, como un insurgente editorial. Hay que imaginarlo junto a los otros conjurados -Jesús Silva Herzog, Emigdio Martínez Adame, Eduardo Villaseñor, Manuel Gómez Morín, Gonzalo Robles- brindando por "España lectora, no editora de América". La paradoja final fue que apenas declarada la independencia editorial, la propia España, desgarrada por la Guerra Civil, aportara al Fondo -y a América- el más fructífero capital humanístico de nuestra historia contemporánea.
Hechos modestos y silenciosos, significaciones profundas.
En 1949, la editorial que había iniciado su operación con 26 mil pesos y un ritmo de tres libros al año, alcanzaba un capital de 3 millones y un acervo de casi 400 títulos. El esfuerzo desinteresado y firme de un grupo de personas preocupadas por la cultura mostraba que México podía mirar hacia afuera y exportar mucho más que sus materias primas o su folklore: sus libros. Una lección para nuestro tiempo.
Con el arribo de Arnaldo Orfila Reynal -viejo amigo de México a quien Cosío definía como un hombre "activo, ordenado, testarudo, inventivo, ahorrativo"- concluyó la etapa clásica y comenzaron los tres lustros románticos en la historia del Fondo. Quizá Cosío había sido demasiado cerebral, demasiado intelectual. Habla descuidado dos vertientes fundamentales: la literatura y los grandes problemas nacionales. Orfila siguió fiel al sentido original de la empresa pero la enriqueció, entre otras muchas formas, abriendo puertas a los temas y escritores de México. Al despuntar los cincuenta, en la colección Letras mexicanas comenzaron a desfilar autores mayores como Torri, Pellicer, Gorostiza o Paz, y nombres nuevos: Juan Rulfo, Juan José Arreola, tiempo después Carlos Fuentes y una lista interminable que abarca a casi toda la literatura mexicana del medio siglo. Por si fuera poco, con la publicación de las Obras completas de Alfonso Reyes, Orfila agregaba un criterio editorial al Fondo, tan importante como la apropiación o la afirmación: la justicia.
El decenio siguiente traería nuevos vientos, vientos "contestatarios': a los que el Fondo no sería insensible. De pronto nuestra América no pareció más tierra firme sino espacio irredento cuya identidad no residía en ser sino en la carga de ser. El Fondo publicó entonces libros críticos que hicieron época y sin saberlo o quererlo entró en terreno minado. Algún día, cuando desde una perspectiva serena se escriba la historia de los últimos lustros, se verá que el conflicto entre el gobierno y el Fondo fue un presagio: ahí donde se comienza por silenciar libros, se termina silenciando personas.
A la salida de Orfila siguieron -es la verdad- cinco años de penumbra y mediocridad. La cultura estaba en otra parte. En los setenta -luego de un breve respiro con Antonio Carrillo Flores- el Fondo conoció un nuevo estilo de gobernar con aciertos indudables, pero cuyo tono fue, a mi juicio, en ocasiones, de desmesura. Por aquellos días escuché esta queja de Cosío Villegas:
Una de las cosas fundamentales en la vida de esta institución es que tuviera nexos con el gobierno y, sin embargo, mantuviera una gran independencia... Lo que nosotros hacíamos merecía la aprobación por ser una empresa desinteresada, bien manejada, porque le daba prestigio a México (lo cual) justificaba la ayuda del gobierno pero nunca que el gobierno tuviese que hacer nada directo ... Ahora el Fondo ha perdido toda independencia de modo que -concluyó- la situación es mala ...
Y lo siguió siendo hasta que los hados encomendaron la dirección a un hombre con una sensibilidad cercana a los fundadores. El periodo de José Luis Martínez -a contracorriente de los tiempos- fue de alivio, prudencia y discreción: desterró la inflación editorial, apreció y utilizó el inmenso capital acumulado que tenía el Fondo, y tuvo, entre otros aciertos, el de publicar esa mina inagotable para nuestros historiadores de la cultura que son las Revistas literarias mexicanas modernas.
Aunque le preocupada profundamente una definitiva absorción jurídica por parte del gobierno, tengo para mí que Daniel Cosío Villegas estaría orgulloso de la supervivencia activa y digna de esta editorial. Creo que celebraría las oportunas reediciones, la continuidad de las colecciones, la calidad de los libros. También aplaudiría los claros avances de renovación e iniciativa que ha logrado, en su gestión, otro de sus grandes amigos: Jaime García Terrés. Apropiación, afirmación, justicia han vuelto a ser los criterios fundamentales.
Historiar el futuro es más difícil.
Como toda la industria del libro mexicano, el Fondo de Cultura enfrenta una crisis... económica, una crisis que se extiende a toda Latinoamérica y que en cierta forma podría revertirnos, en lo editorial, al punto de partida, a 1934. Pero no todo el panorama es incierto. Los libros sólo respiran plenamente en la democracia y América Latina vuelve hoya sus viejas tradiciones democráticas. Ahora, como entonces, es el momento de decirnos cosas originales sobre nosotros y sobre nosotros en el mundo.
Para cumplir esa misión, el Fondo necesitará recuperar plenamente la creatividad, la frescura, la imaginación, el temple de sus fundadores. Recuperar, no copiar. Explorar nuevos caminos literarios y reclutar, o formar, autores capaces de pensar por su cuenta la realidad. Necesitará hablar más desde la sociedad, por la sociedad y, a veces, frente al poder. Para todo ello tendrá que afirmar un margen definitivo de independencia. Porque la independencia, para quien edita libros o para quien los escribe, es la única posible, la única deseable, tierra firme.
Vuelta, núm. 95
Discurso pronunciado en el cincuenta aniversario del Fondo de Cultura Económica