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El código Morse

México fue la meca cultural para una generación de escritores estadounidenses en los años veinte: John Dos Passos, Katherine Anne Porter, Carleton Beals y Frank Tannenbaum. Los atraía el renacimiento del país luego de la cruenta Revolución mexicana: los murales de Diego Rivera y José Clemente Orozco, la cruzada educativa que llevaba escuelas, maestros y libros a todos los rincones, la entrega de la tierra a los campesinos, la avanzada legislación laboral, la reivindicación del pasado indígena. Por un tiempo vieron a México como la proyección de sus propias utopías sociales. Todos sintieron la "beatitud de México". 1

En varios casos, esa fascinación rebasó las fronteras mexicanas y abarcó a toda Iberoamérica, hogar de una antigua cultura que parecía ofrecer una alternativa espiritual al materialismo moderno. El poeta Hart Crane (uno de esos peregrinos) escribía a su amigo el escritor Waldo Frank su concepto de la ciencia: “Con su crecimiento incontrolable [...] amenaza a la supuesta civilización que la alimentó… su despotismo no reconoce límites”. 2 Acaso fue el propio Frank quien mejor encarnó este redescubrimiento del Sur. Biógrafo de Bolívar, a lo largo de tres décadas Frank vislumbró una especie de “renacimiento moral” de Estados Unidos, normado por la fuerza espiritual de la cultura española e iberoamericana. Muy leído y apreciado en su momento, al finalizar la Segunda Guerra Mundial su mensaje se volvió anacrónico. En los años cincuenta los círculos literarios estadounidenses mostraban un franco desdén hacia todo lo hispano: “Me he propuesto no aprender español —escribió Edmund Wilson, que estudió hebreo para explorar los rollos del Mar Muerto— […], nunca he acabado el Quijote, jamás he visitado España ni ninguna otra nación hispánica”. Por fortuna, hubo excepciones a la regla. Una de ellas fue Richard M. Morse. No sólo peregrinaría una vez más por Iberoamérica. No sólo sintió “la beatitud” de Iberoamérica. Se volvió un converso de ella.

Nacido en Nueva Jersey en 1922, Morse provenía de una de las más antiguas familias de Nueva Inglaterra, dedicada por generaciones al comercio con Asia. Uno de sus ancestros había sido Samuel F. B. Morse, inventor del famoso código. Aunque se ganó la vida como profesor en altas instituciones académicas de Estados Unidos (Yale, Stanford, Wilson Center), Morse no era un académico común sino un pensador a la manera de Unamuno u Ortega y Gasset, cuya pasión fue la cultura de Iberoamérica. En su madurez, cuando no podía viajar por estos países, los recorría a través de los escritores y pensadores que habían configurado nuestra identidad. Sentía fascinación por los autores iberoamericanos que habían viajado o vivido en Estados Unidos (Sarmiento, Martí) y por los estadounidenses que habían viajado por el sur y escrito sobre él, como Herman Melville. Su vida transcurrió en el centro de un triángulo trazado por la literatura, la filosofía y la historia. Sin saberlo, era un hermano americano de Walter Benjamin. Con similar espíritu hermenéutico, leyó como textos nuestras capitales (México, São Paulo, Buenos Aires), interpretó nuestras lenguas y literaturas, trazó los derroteros secretos de nuestra historia y los fundamentos de nuestras filosofías políticas. Su enfoque histórico preferido era la cultura comparativa: ver a Nuestra América en el espejo de la otra, y viceversa.

Morse se formó inicialmente en la Universidad de Princeton, donde fue discípulo de los críticos Allen Tate y R. P. Blackmur. Allí editó la revista Nassau Lit, en cuyos números publicó una serie de reportajes, narraciones y una obra de teatro inspirados en los viajes sucesivos que realizó a principios de los cuarenta por Cuba, Venezuela, Chile, Argentina, México. En Chile conoció al ministro de Salud, joven socialista que sostenía la existencia de una deuda histórica de Estados Unidos con los países sudamericanos. Se llamaba Salvador Allende. En México entrevistó a Pablo Neruda (embajador chileno) y a los filósofos José Vasconcelos y Samuel Ramos, teóricos respectivos de la identidad latinoamericana y mexicana. En 1943 Morse participó en el frente del Pacífico, y a su regreso se matriculó en la Universidad de Columbia, donde fue alumno de dos maestros españoles: Augusto Centeno, que estudiaba el carácter de las naciones no a través de la psicología sino de la literatura, y Américo Castro, el eminente historiador de los vínculos entre la España árabe, cristiana y judía. 3 De ambos aprendió las posibilidades del método cultural comparativo. Su primera estación académica fue como “brasileñista”: obtuvo el doctorado de historia con una “biografía” de la ciudad de São Paulo, donde vivió entre 1947 y 1948. 4 Además de los maestros españoles y los decanos de la historia latinoamericana (Dana Munro y Woodrow Borah), quizá sus mentores más significativos fueron Frank Tannenbaum y Benjamin Nelson.

Tannenbaum dedicó su vida al conocimiento in situ de países latinoamericanos no por romanticismo —solamente— sino por la convicción de que estaban hechos de una pasta moral distinta y, a su juicio, mejor que la estadounidense. Desde muy joven, a partir de una militancia anarquista que en 1915 lo llevó un año a la cárcel, Tannenbaum desarrolló una sensibilidad peculiar para revelar las caras más oscuras de la vida en los Estados Unidos. Escribió libros sobre la condición inhumana en las prisiones, la herencia de la esclavitud, el racismo del sur, la inequidad social. Y de esa sensibilidad partió también su simpatía por el proyecto social de la Revolución mexicana. Entre 1929 y 1951 Tannenbaum escribió tres libros fundamentales sobre México y varios más sobre América Latina. En 1934 recorrió Ecuador a lomo de mula. Morse aprendió con él que la nuestra no es una rama torcida del tronco occidental: es una civilización con valores propios y originales de los que Estados Unidos tenía mucho que aprender.

Benjamin Nelson, su otro maestro, marcó las cotas amplísimas de su cultura, una vastedad sólo comparable con la de los filósofos de la Escuela de Frankfurt (sobre todo Max Horkheimer y Theodor Adorno), con quienes tenía relaciones estrechas porque desde antes de la Segunda Guerra se habían refugiado en Nueva York. Nelson abarcaba filosofías, historias, literaturas, idiomas, artes, épocas completas. Su discípulo Morse se sentía a gusto hablando lo mismo del pensamiento teológico del medievo que de la Viena de Wittgenstein, de la literatura del boom que de los clásicos rusos, de música brasileña o de sociología del saber.

En sus viajes por la región, Morse había notado un rasgo que lo conmovió: “No que América

Latina fuese un paraíso racial, pero al menos allí las diferencias cromáticas no eclipsaban la presencia humana”. 5 Ese contraste se volvió decisivo cuando encontró a la mujer que sería su mayor intérprete de la vida latinoamericana. Y es que este descendiente de los primeros colonos decidió volver la espalda a su propia estirpe y lo hizo de la mejor manera: enamorándose de Emerante de Pradines. Nacida en 1918, bisnieta de los fundadores de Haití, hija de un célebre músico, bailarina clásica, discípula de Martha Graham, Emy conoció a Richard en Nueva York, donde se casaron en 1954. La decisión les costó en términos familiares, sociales y académicos. En tiempos de aguda discriminación racial, la pareja se estableció en Puerto Rico, donde Dick (así lo llamábamos) fue profesor de la Universidad. Allí vivieron entre 1958 y 1961. Tuvieron dos hijos: Marise y Richard. Emy era muy bella, alta y esbelta. Usaba un tocado de flores en el pelo. Así aparece en la portada del disco Voodoo, que grabó en 1953 con 28 canciones haitianas. Envuelto en esa sensibilidad mágica, Morse se volvió un hechizado de Iberoamérica, pero un hechizado que nunca perdió la lucidez para mirar con distancia su propio hechizo.

Su interés por “la otra América”, como se ve, había sido una opción existencial. Por eso se empeñó en desentrañar la naturaleza histórica de las dos Américas y mostrar al mundo (y a sí mismo) la riqueza de su propia elección vital.

EL ESPEJO DE PRÓSPERO

Nada de esto sospechaba yo cuando lo conocí a principios de los ochenta. Un día, mientras corregía galeras en la redacción de la revista Vuelta, recibí su llamada para invitarme a desayunar. Acepté con entusiasmo. Años atrás había leído en Plural (la revista antecesora de Vuelta) su ensayo “La herencia de Nueva España” 6 que había sido una revelación no sólo para mí sino para el director Octavio Paz, quien preparaba su biografía de sor Juana Inés de la Cruz. En aquel número (que Paz tituló “Nueva España entre nosotros”) Morse equiparaba por primera vez la categoría weberiana del “Estado patrimonialista” tradicional al Estado “tomista” español que dominó por 300 años sus reinos de ultramar con indiscutida e indisputada legitimidad. Era un hallazgo notable. Paz, que desde El laberinto de la soledad se dedicaba a pensar lo que llamaba “la naturaleza histórica” de México, asimiló aquel concepto y lo utilizó en diversos ensayos sobre historia mexicana. Le parecía convincente la discusión de Morse sobre la supervivencia de aquel orden (que Morse llamaba “tomista” y Weber “patrimonialista”) en el régimen mexicano posterior a la Revolución. En efecto, la cuasi monarquía del PRI era como un cuerpo político presidido por la cabeza presidencial; un edificio corporativo antiguo, duradero e incluyente, donde cabían todas las clases supuestamente antagónicas. No una democracia, sin duda, pero tampoco una tiranía. Menuda sorpresa: ¡santo Tomás había escrito el libreto de nuestra historia política! ¿Cómo no conocer al autor de semejante idea?

Morse tenía la pinta de un gringo prototípico. Era alto, de vivarachos ojos azules, lentes gruesos, tez muy blanca, quijada cuadrada, pelo ralo y encanecido (que peinaba de izquierda a derecha). Aunque iba a cumplir 60 años y caminaba un poco desgarbado, conservaba trazas de su apostura juvenil. Tiempo después, en las frecuentes visitas que le hice en su hogar de Georgetown, descubrí su lado pícaro, inquieto, distraído, pero en aquel primer encuentro en un ruidoso restaurante de la Ciudad de México su tono era otro, como el de un vidente del pasado: en ocho horas me resumió ocho siglos de historia, una cátedra sobre lo que llamaba “la dialéctica del Nuevo Mundo”.

Le pregunté de dónde provenía su tesis sobre el tomismo como filosofía fundadora en Iberoamérica. “Es una larga historia que recojo en El espejo de Próspero, el libro que estoy por terminar”, me dijo. Me explicó que se trataba de un estudio comparativo de las culturas del norte y del sur de América para el cual consideró necesario remontarse a las bases históricas comunes, su pasado medieval. Sólo así podían comprenderse sus diferencias fundamentales: los imperativos de la unificación política de una isla para el caso inglés, y los imperativos de la incorporación del nuevo mundo americano en el caso de España. Y entonces sin más comenzó a narrar, detalladamente, el “papel preparatorio” que para la tradición filosófica moderna había tenido Pedro Abelardo (1079-1142). A partir de allí, pasando por el pensamiento embrionariamente experimental, tolerante, pluralista de Guillermo de Occam, 7 despuntaba una línea que conducía a las grandes revoluciones científicas, filosóficas y religiosas de la Edad Media y el Renacimiento, para desembocar finalmente en dos “compromisos históricos”. Por un lado, en el mundo anglosajón (que abrazó esas revoluciones con entusiasmo), la línea conducía a Hobbes y Locke, principales fundadores de la cultura política inglesa en el siglo XVII. Pero, un siglo antes, la vertiente ibérica (más bien reacia a esas revoluciones) había adoptado como autoridad a santo Tomás de Aquino (1224/5-1274). Partiendo de esa “proeza arquitectónica” (así llamaba Morse a la Summa teológica), tres generaciones de filósofos, juristas y teólogos escolásticos españoles habían construido las “premisas culturales” del orbe hispano: el dominico Francisco de Vitoria (1483-1546), sus discípulos de la misma orden Domingo de Soto (1494-1560) y Melchor Cano (1509-1560), los jesuitas Juan de Mariana (1536-1624) y Francisco Suárez (1548-1617). “Fueron preponderantes —me señaló—, pero tuvieron un adversario formidable, no inglés sino florentino: Maquiavelo.” Salí deslumbrado por la contemplación de aquella perspectiva. Sentí que había conocido a un discípulo americano de Hegel.

Tiempo después reconstruí la trayectoria de Morse. Desde los cursos que había impartido en 1949 había pensado que la aplicación mecánica de las categorías políticas y filosóficas inglesas y estadounidenses (anglo-atlánticas) al estudio de Iberoamérica era inadecuada. Buscó otra orientación y, en vez de medir la mayor o menor incidencia de las doctrinas democráticas y liberales en el pensamiento y la experiencia de nuestros países, planteó el binomio que, en su opinión, representaba la verdadera polaridad de la cultura política española: no la tensión entre el orden y la libertad característica de la historia inglesa (el Estado absoluto de Hobbes ante la libertad individual en Locke) sino la tensión propiamente ibérica entre santo Tomás y Maquiavelo: un Estado construido sobre los cimientos morales de una sociedad cristiana y comunitaria, frente a otro basado en principios ajenos a toda inspiración religiosa, real o potencialmente amorales.

Estas ideas se publicaron por primera vez en un ensayo que causó revuelo: “A Theory of SpanishGovernment” (1954). 8 En él traía a escena los elementos “maquiavélicos” de liderazgo en la España de fines del siglo XV y principios del XVI. El propio Fernando el Católico parecía encarnar al príncipe imaginado por el florentino (que de hecho lo vio como tal, tanto en El príncipe como en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio). En cambio, Isabel la Católica representaba la visión “tomista” de la monarquía absoluta. En su origen, esta descripción dicotómica entre el ideal renacentista y el medieval había sido “una corazonada”, pero años más tarde, para su sorpresa, Morse descubrió que su intuición tenía amplios fundamentos en la historia intelectual española.

Aunque en España la tensión se había resuelto a favor del tomismo, Morse sostenía que el elemento maquiavélico —presente, en distinta medida, en los conquistadores Cortés o Pizarro, caudillos que habrían querido “alzarse con el reino”— permanecería en estado latente o “recesivo” por casi tres siglos hasta resurgir, con inmenso ímpetu, en los caudillos iberoamericanos que aparecieron en las guerras de independencia. Al llegar el siglo XIX la América española, “jerárquica, multiforme, precapitalista, estaba mal preparada para el despotismo ilustrado, y mucho menos para el constitucionalismo lockiano”. Pero no lo estaba para discurrir un compromiso que habría sido impensable tres siglos atrás: nada menos que la fusión de los dos prototipos, el Estado tomista y el caudillo maquiavélico, para crear nuevos tipos de dominación legítima. Ése era el tema final, sorprendente, de “A Theory of Spanish Government”, acompañado de una coda sobre la herencia política de Portugal en Brasil, más ordenada y armónica, menos convulsa que la de España en Hispanoamérica. Diez años más tarde, en “The Heritage of Latin America” (1964), 9 Morse correlacionó las ideas tomistas y maquiavélicas de su ensayo original con las clásicas categorías weberianas de gobierno patrimonial y carismático. (Una versión de ese ensayo había aparecido en Plural.)

Aquel encuentro ocurrió en la primavera de 1981. A los pocos días recibí desde Stanford una carta suya con el manuscrito parcial de El espejo de Próspero, 10 que aparecería un año después publicado por Arnaldo Orfila Reynal en Siglo XXI. Gracias a aquel libro, que he releído innumerables veces, dio comienzo nuestra amistad. Había descubierto la clave de Morse. “No te apartes de ella e irás sobre seguro”, me dijo al final de su vida.

***

Ariel, el libro fundamental de José Enrique Rodó (1900), y emblema del espíritu iberoamericano, tomó su título de The Tempest, la última obra de Shakespeare. Ariel era el espíritu alto y alado, domador del fuego, del que se valía la magia del viejo y sabio Próspero. Rodó concibió a Próspero como un maestro y a Ariel como el espíritu de su mensaje civilizatorio iberoamericano, por contraposición al Calibán, emblema de la barbarie mecanicista de Estados Unidos. Morse retomaba sutilmente esas ideas (las mismas de Waldo Frank, Hart Crane y tantos otros peregrinos estadounidenses por estos países), transformando el título de otro libro de Rodó (El mirador de Próspero): el “viejo y venerado maestro” se volvió el “Próspero” Estados Unidos, y el mirador se convirtió en espejo:

... este ensayo examina las Américas del Sur no [...] como “víctima”, “paciente” o “problema”, sino como una imagen especular en la que la América del Norte podría reconocer sus propias dolencias [...] En un momento en que Norteamérica puede estar experimentando una crisis de confianza en sí misma, parece oportuno anteponerle la experiencia histórica de Iberoamérica, ya no como estudio de caso de desarrollo frustrado, sino como una opción cultural.

Ese pequeño libro magistral se publicó en español y portugués, pero nunca en inglés. El mundo académico veía a Morse como una rara avis: sabio, respetado, genial, pero extravagante, heterodoxo. No escribía historia política (procesos políticos, reyes y reinados, caudillos, presidentes, parlamentos, leyes, instituciones, guerras, revoluciones). Tampoco practicaba la historia social, económica o demográfica. Ni siquiera era, propiamente, un historiador de las ideas porque no se detenía en relatar, resumir, glosar las aportaciones de los sucesivos filósofos, ni se limitaba a trazar los antecedentes, las influencias o descendencias de las diversas escuelas de pensamiento. Las ideas le interesaban centralmente, pero no desprendidas de la realidad histórica. Su enfoque era más bien el inverso: quería comprender las circunstancias históricas que determinan la elección de ciertas ideas que tiene un impacto en la organización de los seres humanos.

Búsqueda genética, arqueológica, psicoanalítica, su obra era todo eso y más. Quería entender el big bang de las sociedades americanas, eso que su colega Louis Hartz llamó “las inmovilidades de la fragmentación”, el programa inscrito sobre esas sociedades en el tiempo y espacio de su nacimiento. 11 A caballo (como tantos autores de la tradición historicista) entre la historia y la filosofía, inspirado por la literatura de ambas orillas del Atlántico, fincado en una amplia bibliografía (antigua y reciente, filosófica e histórica) especializada de España, Iberoamérica y Estados Unidos, Morse buscó comprender —en un sentido weberiano— la “matriz cultural” de la política iberoamericana, primero en sus propios términos, y luego en comparación con la angloamericana:

Lo que me interesaba eran los fundamentos filosóficos de las sociedades hispanas y latinoamericanas, lo he llamado “premisas últimas de creencia”. Aquella zona que para Santayana representaba “la alianza más íntima”. Varios historiadores españoles han mostrado cómo su país representa una manera peculiar de la experiencia europea y pensadores como Unamuno han celebrado con elocuencia ese hecho.

Unamuno, precisamente, acuñó una palabra que sirve para describir el mundo que exploraba Morse. Lo llamaba “intrahistoria”, y se refería al conglomerado diverso de valores que caracteriza a los pueblos. Morse quiso explorar el subsuelo político europeo, recorrer sus viejos ríos de pensamiento para entender, y profetizar, su decurso americano. Lo que sigue es una exposición general de su anatomía política de las dos Américas a partir de cuatro fuentes: el ensayo seminal de 1954, su continuación en 1964, El espejo de Próspero y su coda final: New World Soundings (1989). 12

ENTRE SANTO TOMÁS Y MAQUIAVELO

Una cita de Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida) preside el apartado que dedicó Morse a “El compromiso ibérico” que tuvo lugar entre los siglos XV y XVI, cuando España busca y, finalmente, encuentra su rumbo decisivo:

Siéntome con un alma medieval, y se me antoja que es medieval el alma de mi patria; que ha atravesado esta, a la fuerza, por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar el alma.

España, en efecto, había “atravesado” casi intocada por aquellas grandes mutaciones y también por las revoluciones científicas de la Edad Media. Esa resistencia no había ocurrido sólo por motivos religiosos. En este sentido, el eje religioso norte-sur, protestantismo-catolicismo, no era único ni esencial. Después de todo, Italia y Francia, ambas católicas, habían prohijado grandes científicos y filósofos precursores de la modernidad. La persistencia del “alma medieval” en España (hasta el siglo XX, en que Unamuno la percibía... y encarnaba) obedecía a causas diversas: la debilidad relativa del feudalismo (frente a lo que éste significó en Inglaterra, Francia o Italia), el auge de las antiguas ciudades españolas, la fortaleza creciente de la Corona de Castilla frente a la de Aragón, la empresa centralizadora de la Reconquista que llevó siglos y cuya culminación coincidió con la cósmica noticia del descubrimiento de América. Aunada al inminente desafío del luteranismo (1516), esta cósmica novedad, a la postre, resultó decisiva. El imperativo de integrar en un orden jurídico cristiano a las sociedades indígenas fue la causa determinante en la recuperación española del tomismo. Era una filosofía particularmente adecuada para ese propósito:

El viraje español al tomismo se explica por la modernidad de la situación histórica de España, es decir, por la exigencia que enfrentaba de conciliar una racionalidad para un Estado moderno con las afirmaciones de un orden mundial ecuménico [...] y adaptar los requerimientos de la vida cristiana a la tarea de “incorporar” pueblos no cristianos a la civilización europea.

Esta titánica tarea de civilización —emprendida un siglo antes de las primeras aventuras coloniales de Inglaterra— explicaría en buena medida la concentración del esfuerzo intelectual español en la especulación teológica, filosófica, jurídica y moral a partir del siglo XVI. Casi nadie atendía a las matemáticas o las ciencias naturales. Tampoco las universidades eran ámbitos de pensamiento independiente, sino instituciones aisladas del exterior y orientadas a producir servidores del Estado. Morse no sostiene que el resurgimiento tomista en España fuese, desde el inicio, único y excluyente. El espejo de Próspero alude al humanismo español del siglo XVI, el impulso reformador de Erasmo de Rotterdam, a Juan Luis Vives y su crítica a la tiránica “manada de monjes iracundos”. Y no le faltan referencias a otras escuelas vigentes (escotistas, nominalistas) 13 y a esfuerzos aislados de avance científico o técnico. Pero esa atmósfera de relativa pluralidad y apertura —característica del reinado de Carlos V— se resolvió en un consenso predominantemente “tomista” sobre “la naturaleza del gobierno: sus fuentes de legitimidad, el alcance debido de su poder, su responsabilidad de asegurar la justicia y la equidad, su misión ‘civilizadora’ frente a los pueblos no cristianos de su territorio y de ultramar”. En gran medida fue América —el descubrimiento, poblamiento y conversión de América— la que terminó por volver “tomista” a la política imperial española. No fueron las ideas las que se impusieron a la realidad, fue la realidad la que impuso las ideas.

El advenimiento de Felipe II (1556-1598) definió el rumbo definitivo, contra todos “los heréticos de nuestro tiempo”: humanistas, erasmistas, seguidores de Lutero, lectores de Maquiavelo. Durante su reinado —aduce Morse— la estructura del Imperio español asumió el molde que (en esencia) prevalecería hasta 1810. Este molde “tomista” comprometería todas las esferas de la vida: política, religiosa, jurídica, económica, social, académica, intelectual. Morse era consciente de que santo Tomás escribió poco sobre política, pero no duda en usar la palabra tomismo con total certeza (y sin entrecomillarla) para describir la filosofía central de la era española. El tomismo para Morse no es ni continuidad ni respeto ciego por el pensamiento del medievo sino la única filosofía europea disponible en el siglo XVI que reconocía la humanidad del otro, y en particular del otro que no ha tenido acceso a la revelación cristiana. Según santo Tomás, cualquier comunidad organizada en un sistema político que respeta la dignidad humana implica que Dios ya está presente, y por ello no se le puede atacar ni excluir. Se le debe respetar y eventualmente incorporar. En otras palabras, el tomismo abrazaba la heterogeneidad de la experiencia humana con tal de que ésta no contradijese las verdades esenciales del cristianismo.

El pilar intelectual del vasto programa de incorporación social inspirado en santo Tomás fue el célebre dominico Francisco de Vitoria, formado en la Universidad de París y primer catedrático de teología de Salamanca (1526). Sus Relecciones (apuntes de sus cátedras recogidos por sus muchos discípulos) contienen una crítica radical al derecho de conquista, prescripciones muy puntuales y restrictivas para una “guerra justa”, y un aporte histórico al llamado derecho de gentes, el futuro derecho internacional, que sólo se desarrolló en el siglo XX. Vitoria hacía eco de la Summa contra gentiles de santo Tomás, escrita al parecer para normar la conversión de los moros en España. Se trataba de aportar una visión coherente y jerárquica del universo para incorporar a todos los seres humanos —incluso los paganos— a un orden cristiano y racional. Vitoria fue una de las grandes conciencias morales de su tiempo. 14

Al margen de los crímenes e injusticias de la dominación española, Morse sugiere que la visión incluyente de Vitoria arraigó en las sociedades americanas conquistadas, pobladas y evangelizadas por España, y es uno de los rasgos más contrastantes con la experiencia excluyente de los ingleses en América. Para España, la conquista fue un tema que torturó su conciencia moral. Para Inglaterra, no. Por eso, como intérprete de santo Tomás, Francisco de Vitoria es el “héroe” de la obra de Morse: la razón por la que prefiere la opción española a la inglesa.

***

Nada más alejado de la interpretación tomista del poder y su vocación ecuménica y cristiana que las ideas de El príncipe: el Estado como arte (artificio, oficio, práctica, no teoría moral) de gobernar. Eran dos visiones irreconciliables cuyo conflicto, por lo demás, rebasó las fronteras de España. Aunque la filosofía de santo Tomás —como muestra Morse— representaba una solución estrictamente moderna a la circunstancia inédita del descubrimiento de América, para varios autores santo Tomás era el emblema de la via antiqua: eminentemente cristiana, orientada al bien común, inspirada tanto en la fe como en la razón bajo el dictado de la ley natural inscrita por Dios en las conciencias de los hombres. En cambio Maquiavelo representaba la via moderna: ajena a la inspiración religiosa, pesimista (o realista) con respecto a la bondad intrínseca del hombre, orientada al ejercicio del poder y el establecimiento de estados estables inspirados en ideales patrióticos y republicanos del mundo clásico, todo bajo el dictado de la razón que se valida a sí misma y las leyes escritas por el hombre. 15

“absolutismo” (que compartía con el Estado español) sino la amenaza de tiranía en un orden político donde la Providencia había sido expulsada de la historia. Tras intensos debates, en 1559 (tres años después del acceso de Felipe II al poder) la obra del florentino fue puesta en el Índice de libros prohibidos. El jesuita Pedro de Ribadeneira (1527-1611) resume el argumento de esa proscripción:

Los herejes, con ser centellas del infierno y enemigos de toda religión, profesan alguna religión; y entre los muchos errores que enseñan, mezclan algunas verdades. Los políticos y discípulos de Maquiavelo no tienen religión alguna, ni hacen diferencia que la religión sea falsa o verdadera, sino es a propósito para su razón de Estado [...] Los herejes son enemigos de la Iglesia católica, como de tales nos podemos guardar; mas los políticos son amigos fingidos y enemigos verdaderos y domésticos, que con beso de santa paz matan como Judas, y con nombre y máscara de católicos, arrancan, destruyen y arruinan la fe católica. 16

En la teoría de Morse, los escolásticos lograron contener el influjo de Maquiavelo en la España del siglo XVI, pero su obra (más que leída, encarnada en personajes concretos, en los caudillos) renació en Iberoamérica en el XIX, marcó la historia subsecuente y, a su juicio, continuaba condicionando la agenda política de estos países a fines del siglo XX.

DIÁLOGO DE IDEAS: VITORIA Y HOBBES

Las condicionantes del proceso inglés habían sido muy distintas. La situación histórica de inicio en Inglaterra —su big bang, por así decirlo— fueron las guerras civiles y religiosas del siglo XVII. Para ilustrar las dos “elecciones políticas” que preexistieron a las independencias americanas, Morse traza un memorable contrapunto —casi un diálogo de ideas— entre Vitoria (padre del diseño tomista en el orbe hispano) y Thomas Hobbes (1588-1679), el sombrío autor del Leviatán, creador del orden político basado en el pacto que evita “la guerra de todos contra todos”:

Vitoria escribía en el momento en que España se comprometía con los nuevos estados nacionales y con pueblos no cristianos de ultramar. Era un mundo vasto y plural para el cual España era el punto de apoyo. No era un mundo creado por España: había sido arrastrado a él por accidentes empresariales y dinásticos. Para comprender y ordenar ese mundo, debía buscar preceptos en la sabiduría de los antiguos, de la Iglesia, del erasmismo... Vitoria se enfrentó a un problema de casuística —ajustar la experiencia a cánones respetables— antes que de reconstitución.

Hobbes, nacido en una nación insular y modernizante en el año de la Armada Invencible (1588) y llegado a la madurez en una era de violencia civil y cisma ideológico, se enfrentó al problema de reconstituir un orden nacional que, una vez legitimado, pudiera proporcionar un nuevo punto de apoyo del poder internacional.

Vitoria se dirigía a un mundo vasto y multiforme. Hobbes a un mundo circunscrito y homogéneo. En los dos casos, universalismo y particularismo ocupan posiciones contrarias. El desafío para Vitoria era adaptar un conjunto idiosincrático de naciones y pueblos a un orden moral universal. El desafío de Hobbes era descubrir un conjunto de axiomas científicos por medio de los cuales pudiera organizarse una unidad política singular, un nuevo prototipo.

La sociedad orgánicamente compuesta de Vitoria es parte de la naturaleza y los hombres son animales sociales y políticos. Las ciudades y las repúblicas no procedían de la inventiva humana: surgían de la naturaleza, que las había producido para proteger y preservar a los mortales.

Los hombres de Hobbes, conjunto heterogéneo de individuos, no son por naturaleza armoniosos ni políticos ni tienen inclinaciones sociales. La única manera de refrenar su interminable tendencia a disputar e imponerles la aquiescencia es a través de pactos. Dado el egoísmo natural de los hombres, los pactos son construcciones artificiales, igual que la comunidad o el Estado erigido sobre ellos.

Para ambos pensadores, la marca distintiva del Estado es su poder coercitivo, pero para Vitoria ese poder tiene por vocación el bien común y la administración de justicia según los principios cristianos. El pacto político de Hobbes fue adoptado por miedo antes que en un espíritu de autorrealización comunal. En el Leviatán de Hobbes, la injusticia se define como “el incumplimiento del pacto”.

Si para los escolásticos españoles del siglo XVI Maquiavelo había sido el hereje a vencer, en el XVII Hobbes lo sucedería con creces. Ningún autor levantó más ámpula en España. No era para menos: “Hobbes no sólo apartó al Estado de sus bases teológicas sino que las secularizó”, explica Morse. Su trascendencia en el pensamiento político inglés no radicaba tanto en el sentido secular o absoluto de su Leviatán sino en “su orquestación de los grandes motivos políticos ingleses de los siglos siguientes”: “El método empírico, una racionalidad desacralizada y utilitaria y una base individualizada o atomista para la construcción del cuerpo político”. En Hobbes, el cálculo político se desplazó del bien común a la luz del derecho natural al espacio político de la persona privada. Y es allí donde su filosofía se vincula a la de su aparente contradictor, John Locke (1632- 1704), el padre del liberalismo político.

EL ESTADO SEGÚN FRANCISCO SUÁREZ

Si la presencia española e inglesa en América distaron una de otra casi un siglo (Cortés conquistó México en 1521, Christopher Newport llegó a las costas americanas en 1607), un desfasamiento similar ocurre con sus filósofos políticos. Vitoria nació y actuó casi 100 años antes que su contraparte Hobbes, e impartió sus Relecciones en 1539, más de un siglo antes de la aparición del Leviatán (1651). Ambos, como vio Morse, partían de situaciones históricas muy distintas, y desde ellas construyeron sus filosofías políticas. A esa pareja de pensadores siguió otra que cierra el ciclo formativo: el padre jesuita Francisco Suárez y el médico y filósofo John Locke. También a ellos y a sus obras políticas centrales los separaba aproximadamente un siglo.

A Francisco Suárez (discípulo de los discípulos de Vitoria) se debe la elaboración decisiva de “la elección política española”, es decir, el sustento filosófico del Estado español ya no tanto en su relación jurídica, religiosa y moral con los reinos o las poblaciones no cristianas de América sino como estructura de dominación legítima. Suárez fue autor de 30 volúmenes de obras metafísicas, teológicas, jurídicas, políticas. Según el padre José Manuel Gallegos Rocafull (filósofo e historiador español transterrado en México) fue “el mayor genio metafísico de España”. “En el sistema de Suárez —afirma, significativamente—, el hombre llega a la política a través de la moral, la metafísica y la religión.”17 Para Suárez “el Estado es un todo ordenado en que las voluntades de la colectividad y el príncipe se armonizan a la luz de la ley natural y en interés de la felicitas civitatis o bien común”.

En textos complementarios a El espejo de Próspero 18 Morse ahondó en el análisis de De legibus Defensio fidei, obras postreras de Francisco Suárez. Conviene enumerar los rasgos salientes de su filosofía política complementándolos en algunos casos con las ideas de teólogos afines. Todo ese corpus constituye el edificio político que —en términos freudianos, los cuales Morse no habría desaprobado— fue el ello con que nuestros países llegaron al momento de la Independencia, un subconsciente que seguiría activo durante los dos siglos siguientes.

Concepto paternal del Estado

Según el diseño de Suárez, el Estado es una “arquitectura orgánica”, un “edificio hecho para durar”, un “cuerpo místico” a cuya cabeza se encuentra un padre que ejerce con plenitud la “potestad dominativa” sobre sus súbditos. Se trata —en palabras de Mario Góngora— de “un absolutismo templado por la ética, el Derecho Natural [...] y la dirección hacia el bien común”. 19

La ley natural predomina sobre la ley humana

Para Morse el tomismo original es tan importante como el de los seguidores españoles de santo Tomás. La diferencia entre derecho humano, derecho natural y derecho divino es la idea central de santo Tomás. A partir de ella, Morse explica por qué el derecho natural (que incluye la justicia y los derechos humanos) es más importante que las leyes escritas por los seres humanos (que pueden ser terribles o equivocadas). Estas premisas se reflejan en la teoría política de Suárez. El concepto paternal y tutelar del poder supone el predominio de la inmutable ley natural sobre las falibles leyes humanas: “La sociedad y el cuerpo político son concebidos como si estuvieran ordenados por los preceptos objetivos y externos de la ley natural, no por los dictados de conciencias individuales”. 20

La soberanía pasa del pueblo al monarca

Para Suárez, el “pueblo” es el depositario original de la soberanía (proveniente de Dios), pero en un pacto político primigenio (pactum translationis) el pueblo no sólo delega esa soberanía en el príncipe o monarca sino que se la transfiere por entero, de hecho se la enajena. Los monarcas no son meros “mandatarios” como en la tradición inglesa o incluso en la de la Revolución francesa (depositarios de un poder libremente revocable). 21 A partir de ese pacto (que el filósofo mexicano Julio Hubard equipara con la transubstanciación mística) 22 el príncipe se vuelve el centro que coordina la vida social del reino. Esta enajenación del poder en la tradición neotomista es total, indivisa, indelegable y de difícil revocación: “El pueblo está tan obligado como el rey por el pacto que con él ha hecho, y no puede recabar para sí la autoridad que ya cedió, mientras el príncipe se atenga en su gobierno a las condiciones del pacto y a las normas de justicia”.

Derecho a la insurrección y al tiranicidio

Con todo, la teoría dejaba abierta una rendija a la terminación del pacto: si a juicio del pueblo el príncipe se comporta como un “tirano”, el camino es la deposición, la insurrección y, sólo en última instancia, el “tiranicidio”. Pero para llegar a ese extremo (nunca practicado en la historia monárquica española, sí en la inglesa y francesa) la tiranía y la injusticia debían ser “públicas y manifiestas”. Y en ningún caso la venganza podía ser el móvil. Hay que apuntar que, en este tema, ninguno de los teólogos españoles fue más lejos que otro jesuita, Juan de Mariana, para quien la tiranía “es la última y más execrable forma de gobernar”. El tiranicidio se justifica en dos casos: “Cuando un príncipe toma el poder sin consentimiento y cuando el príncipe legítimo se convierte en tirano”. Pero esa conversión puede manifestarse en muchas conductas de las cuales Mariana hace un catálogo amplio y detallado. Bajo esta óptica, la revolución es el orden que enmienda el desorden de la tiranía. 23

Centralización corporativa

En aquel edificio político habían arraigado costumbres medievales de larguísimo aliento, no sólo las que atañen al soberano en la práctica (el monarca) y el soberano en teoría (el pueblo). Igualmente medievales eran, en definitiva, las sociedades, organizadas en estamentos y gremios que no se relacionaban primariamente entre sí sino a través del monarca, de quien emanaban las iniciativas, prebendas, concesiones, mercedes del reino y cuya figura era, en suma, fuente primigenia de la energía social.

***

Éste era, según Morse, el edificio de dominación integral inspirado en un ideal de armonía cristiana que por 300 años imperó sobre los reinos y territorios americanos. Lo hizo, sorprendentemente, sin mayor coerción. Cuando fue necesario enfrentó (y ahogó) esporádicas rebeliones de los conquistadores o revueltas de pueblos indígenas. Comúnmente, el descontento se canalizaba en el marco del Estado tomista, como una insurrección legítima contra las autoridades locales (corregidores, alcaldes) que en ningún caso ponía en entredicho la soberanía del monarca.

Se critica a Morse por poner todo el énfasis en la premisa política del Estado español, sin atender casi a su fundamento jurídico: las instituciones del sistema judicial, casuístico, que permitían la articulación de la vida política, social, económica y étnica. Estas instituciones acotaban, por ejemplo, el poder de los virreyes en América, sometidos a Audiencias y Juicios de Residencia. Y si las rebeliones indígenas coloniales no fueron más frecuentes —se señala también— se debió a la mediación del sistema judicial y el Juzgado General de Indios, en cuya actitud compasiva algunos autores ven huellas no sólo tomistas sino de las Siete partidas de Alfonso X el Sabio. 24 La crítica es pertinente, pero Morse argumentaría quizá que la estructura jurídica del Estado respondía también, en primera instancia, al espíritu tomista. 25

LEVIATÁN O LIBERTAD

Se diría que, en cuanto a la necesidad de un Estado que acote los impulsos destructivos y aliente los creativos de los hombres, Locke y Hobbes se encuentran en las antípodas. Morse pensaba distinto. Para Locke el problema central son los derechos individuales y la libertad personal (baluartes de la propiedad), pero ni Hobbes era a tal grado absolutista como para relegar al individuo cuya seguridad buscaba defender, ni Locke era tan individualista como para no ver con buenos ojos un Estado de clara inclinación oligárquica. Locke, concluye Morse, 26 no era “el adversario de Hobbes sino su colega empirista”.

El espejo de Próspero aludía a otras opciones posibles, pero desechadas en la Inglaterra del siglo XVII. (Sin explicitarla, aludía al radicalismo libertario de Milton: un rígido conservadurismo moral que a la vez insistía en la independencia del pensamiento y la libertad de expresión: ningún gobierno tiene facultad sobre el alma y el intelecto del individuo.) Y páginas adelante —sin detallarlas tampoco, y con cierta antipatía— sondeaba la descendencia de Hobbes y Locke en los Federalist Papers, Bentham, Stuart Mill, la convicción de que el individuo, su conciencia, pensamiento y expresión son anteriores a todo gobierno, de modo que no pueden ser sujetos a legislación ni control.

¿Cómo explicar la distancia de Morse con respecto a su propia tradición? La razón de fondo —íntima, personal— aparecía en la segunda parte de El espejo de Próspero. Pero en su distancia incidía también el contexto político. Morse escribía en los años setenta y a principios de los ochenta, cuando América Latina hervía en críticas intelectuales, políticas y armadas al gobierno estadounidense que había contribuido a derrocar a Salvador Allende (a quien Morse había tratado en su viaje juvenil a Chile). Le repugnaba también la forma en que el liberalismo económico se había “inflado” con el vocabulario del liberalismo político fortaleciendo la legitimidad “científica” de su discurso ideológico. Así, “a diferencia de la tradicional metáfora de la ‘mano de Dios’, la ‘mano invisible’ (de Adam Smith) podía obtener aquiescencia sin necesidad de elaborados arreglos eclesiásticos [...] para llevar consuelo a los desheredados”.

Al cerrar su capítulo sobre la “elección política inglesa” —prehistoria del experimento estadounidense— le complacía citar al clásico que “desde las entrañas del monstruo lanzaría su resonante desafío al empirismo británico, insertando su análisis en una matriz histórica hegeliana y recuperando para la sociedad la primacía acordada por Locke a los individuos”. Ese clásico era Karl Marx. Si bien su receta no había podido “socavar los supuestos hobbesianos y benthamianos en Inglaterra y la América inglesa”, produjo en cambio “una asombrosa variedad de intensas resonancias en otras culturas políticas de todo el mundo”.

Esa primacía de la sociedad sobre los individuos, que Morse respetaba, había sido la característica central de la escolástica española. En ese sentido, Vitoria y Suárez se habían anticipado a Marx tres siglos.

ILUSTRACIÓN E INDEPENDENCIA

El orden tomista —afirma Morse— no se modificó sustancialmente con el arribo de la Ilustración en España, cuyos principales pensadores (Jovellanos, Feijoo, Campomanes) produjeron una ideología ecléctica. En Iberoamérica el antiguo orden resistió incluso la total ausencia física de los monarcas a lo largo de tres siglos. Ciertamente, los Borbones (Morse insiste en llamar a Carlos III “el Diocleciano español”) se apartaron del concepto estático de los Habsburgo y pretendieron gobernar dinámicamente los reinos americanos como auténticas colonias, ahogando las posibles iniciativas de desarrollo local y autogobierno que hubieran permitido una transición más suave o pactada hacia una legitimidad política moderna. La expulsión de los jesuitas (que por su independencia relativa de la Corona y aun de Roma representaban un embrión de ese pensamiento autónomo, aunque aún más ecléctico que la Ilustración peninsular) contribuyó al resquebrajamiento. Pero aun en ese periodo tardío las rebeliones más notables (como la de Túpac Amaru en el Perú) no se propusieron remover el cimiento fundacional. De hecho, correspondieron al patrón insurreccional previsto por Suárez: la interpelación a la autoridad local, no al monarca. Un desenlace distinto, concluye Morse, habría desembocado en una nueva “versión de la ideología neoescolástica, enriquecida con acentos de la Ilustración y garantías para la incorporación de indios y castas”. Esa combinación —pensaba Morse, acertadamente— había sido uno de los secretos del éxito del Estado “emanado” —así se decía entonces, místicamente— de la Revolución mexicana.

Finalmente, con las guerras de Independencia, el gran edificio “hecho para durar” se derrumbó. ¿Por qué? Tácitamente, Morse concuerda con el historiador O. C. Stoetzer, 27 quien sostuvo que, lejos de estar decisivamente influidas por ideas enciclopedistas, francesas o americanas, esas guerras fueron “un asunto de familia español en el que no influyeron ideologías foráneas, que tenía una base profundamente española y medieval, y que el pensamiento político que la[s] desencadenó fue [...] el escolasticismo tardío del Siglo de Oro español”. Aludía, claro, al derecho a la insurrección y el reclamo del pueblo a asumir su soberanía original usurpada no por un tirano sino por un monarca ilegítimo surgido de la invasión napoleónica. Muerto en 1617, Suárez, al parecer, había sobrevivido en los reinos de ultramar. Al respecto, Morse aporta un dato interesante: su obra fue lectura obligada en las aulas universitarias de Nueva España al Río de la Plata hasta la llegada de los Borbones, en las últimas décadas del siglo XVIII. ¿Inspiración ilustrada o pleito de familia? El debate está abierto. 28

Llegado a ese punto, la teoría histórica de Morse parecía responder a preguntas centrales de la historia política de Latinoamérica: la naturaleza predominante del Estado sobre el individuo, la peculiar subordinación del pueblo al monarca, la actitud laxa ante la ley escrita por el hombre, la lógica justiciera de las insurrecciones, rebeliones y revoluciones, el papel central del monarca como eje y promotor de la energía social. Desde su mirador histórico, había hallado los “fundamentos filosóficos de las sociedades hispanas de Iberoamérica”, las “premisas últimas de creencia”, “la alianza más íntima”. Había encontrado, en suma, el código genético-político de Iberoamérica que consideraba casi inamovible, tanto que a partir de él trazaría la historia iberoamericana de los siglos XIX y XX. 29

Faltaba despejar el otro elemento de su ecuación original: la vuelta de Maquiavelo, el papel de los caudillos.

IBEROAMÉRICA: LOS CAUDILLOS CARISMÁTICOS

Al margen de su diversa y compleja causalidad (que Morse no desdeña, porque el suyo es un ensayo panorámico de premisas culturales, no una historia política), la desaparición del monarca paternal, sancionado por la tradición y la fe, desacreditó a la burocracia española. En ese gozne de la historia, la pregunta clave era cómo identificar una autoridad sustituta que gozara del asentimiento general. Entre la imposible vuelta al orden imperial hispano y la realidad inmediata de los caudillos de la Independencia, las denodadas élites intelectuales y políticas intentaron la adopción del constitucionalismo liberal. El sueño —aduce Morse— duró muy poco. Ya para la tercera década del siglo XIX, de México hasta Argentina, la región había dejado atrás aquel primer momento de idealismo republicano. El propio Simón Bolívar representaba ese desencanto con lo que llamó “las repúblicas del aire” a las que consideraba legalistas, desprendidas y ajenas de la compleja materia social y racial de la naciente América. Morse sugiere que, en su búsqueda de una alternativa, Bolívar vislumbró una solución de corte “tomista”:

Bolívar, el líder máximo de América del Sur, se debatía entre la visión de una anfictionía trasnacional de los pueblos de Hispanoamérica y la clara conciencia de las oligarquías locales de carácter feudal y los campesinos atados a la tierra que tan sólo podían dar origen a naciones fantasmas. Es razonable suponer que el término “anfictionía”, usado por Bolívar y propio del neoclasicismo de la Ilustración, representaba su instinto de unidad hispánica arraigado en una herencia con tintes medievales.

Morse especulaba: “Si Bolívar no hubiera temido ser como Napoleón y hubiera abandonado el modelo de George Washington, tal vez se habría salvado el destino de Colombia”. En otras palabras, de haber abrazado (con tintes modernos, con formas republicanas o aun monárquicas) el concepto tomista del orden corporativo “hecho para durar”, tal vez Bolívar habría hallado la fórmula de legitimación para las nuevas naciones. No ocurrió: “El Congreso de Panamá de 1826, aunque ofreció el primer esbozo del ideal panamericano, dio lugar a que se abandonaran los intentos por regular los asuntos internos de Hispanoamérica a escala continental”.

Otro tanto ocurrió, según Morse, con el gran educador, escritor, estadista, Domingo Faustino Sarmiento. El autor que escribe Facundo desde el exilio chileno en 1845 ve la realidad de su país como la batalla entre la civilización y la barbarie, pero ya no confía en las puras teorías liberales (políticas o económicas) para prescribir la salida. Ahora es menos enciclopedista que historicista: sabe que es preciso comprender los elementos de raza, carácter nacional y la trayectoria histórica. Años más tarde, luego de viajar por Europa y Estados Unidos y leer a Tocqueville, el proyecto liberal lockiano se atempera aún más con un acento democrático basado —como en Estados Unidos— en la igualdad y la capacidad de asociación privada. En la búsqueda de un gobierno conservador y estable, no sujeto a los vaivenes de la deliberación, Morse advierte un eco tomista.

Más allá del mundo de las ideas y proyectos, en el vacío de legitimidad que dejó el derrumbe del edificio español, el pueblo seguía a los jefes sobrevivientes de las guerras de Independencia. Eran los émulos de los condotieros italianos del Renacimiento. La impronta de Maquiavelo — explica Morse— reencarnaba en esos hombres de horca y cuchillo, dueños de vidas y haciendas, nuevos conquistadores: los caudillos. “Casi en cada página de sus Discursos y aun de El príncipe —escribe Morse— Maquiavelo da consejos que parecen extraídos de la trayectoria de los caudillos americanos.” De gran importancia para establecer el dominio era, por ejemplo, la presencia física: “Nada hay más seguro ni más necesario para poner freno a una multitud enardecida que la presencia de un hombre que sea digno de veneración y tenga aspecto de tal” (Discursos I, p. 187). Otro rasgo necesario para el dominio personal era el conocimiento de “la naturaleza de los ríos y de las lagunas, [saber] medir la extensión de las lagunas y de los montes, la tierra, la profundidad de los valles” (El príncipe, XIV). Esas prescripciones coincidían pasmosamente con las memorias de José Antonio Páez —compañero y adversario de Bolívar—, el “gran lancero” de los llanos venezolanos. Estas figuras —observa Morse— se replicaron en personajes como Facundo Quiroga en Argentina, José Gervasio Artigas en Uruguay, Andrés de Santa Cruz en Bolivia.

La época y las figuras se prestaban a la leyenda, pero la legitimidad carismática pura, sin un proyecto, no podía sostenerse. El propio Maquiavelo reconocía la necesidad de que el príncipe se rigiera por “leyes que proporcionen seguridad para todo su pueblo”. El dominio del príncipe “no podía perdurar si la administración del reino descansa en los hombros de un solo individuo; por ello es conveniente que el gobierno termine por estar a cargo de muchos, y se sostenga por muchos”. 30 Esta transición del caudillo telúrico a una “república” quizá nominal, pero estable, reclamaba que el gobernante partiera de ciertos “principios originales”.

Traducida a Iberoamérica, la receta implicaba sentar las bases de un “paternalismo orientado al bien público”. De no lograrlo, las sociedades americanas —algunas predominantemente indígenas— se retraerían a su atomismo original. Perdido el fundamento tomista, amenazada toda ella por un caudillismo carismático puro e insostenible, la joven Iberoamérica buscó vías para evitar la violencia y la anarquía, y edificar gobiernos relativamente estables y legítimos.

DEL SIGLO XIX AL XX: TRES VARIANTES DE LEGITIMIDAD

Según Morse, nuestros países buscaron cimentar una nueva estabilidad adoptando diversas variantes del compromiso entre tomismo y maquiavelismo, revestidas a veces de un barniz de constitucionalismo lockiano. Estas fuentes de legitimidad corresponden a la famosa clasificación de Max Weber: carismática, tradicional, legal/racional. (Morse, como Weber, enfatizaba el carácter “ideal” de los tipos, que nunca se dan en estado “puro”, pero cuya enunciación y análisis contribuye a aclarar la realidad histórica.) A lo largo de un siglo, desde el fin de la Independencia hasta 1920, aproximadamente, Morse identificaba tres “modos de estabilidad”.

Rostros del carisma

El primer “modo de estabilidad” se centró en un líder carismático dotado de un proyecto personal que, simbólica o aparentemente, lo trasciende: la federación andina de Simón Bolívar, la unión centroamericana de Francisco Morazán, el constitucionalismo de Benito Juárez e incluso el Estado teocrático del ecuatoriano Gabriel García Moreno. Otra variedad del mismo tipo la representan los caudillos militares que se imponen a la sociedad por obra de su magnetismo, su capacidad de seducción o aun su fuerza. Ejemplos: Juan Manuel de Rosas en Argentina, Antonio López de Santa Anna en México, el doctor Francia en Paraguay. Hacia el final del siglo XIX la presencia del capital europeo en Iberoamérica favoreció un tercer tipo de liderazgo: el de los caudillos- presidentes que rendían pleitesía formal al constitucionalismo pero que, a juicio de Morse, gobernaban en connivencia con esos intereses externos. Ejemplos: Antonio Guzmán Blanco en Venezuela, Porfirio Díaz en México, Justo Rufino Barrios en Guatemala.

Predominio del tomismo

La segunda vía se apega al patrimonialismo, legitimidad tradicional estudiada por Weber que en el orbe hispano tenía una historia centenaria: el tomismo. No se trataba, por supuesto, de reinstaurar la monarquía absoluta de los Habsburgo ni de aplicar literalmente la doctrina de Francisco Suárez. Se trataba de crear un orden nuevo inspirado en aquel paradigma que había demostrado su eficacia a lo largo de tres siglos.

Dentro de esta segunda vía de legitimidad, Chile fue un caso de aplicación exitosa. En aquel país de “insólito contorno”, que Morse había visitado en su juventud, se desarrollaron poblaciones agrícolas y mercantiles oriundas del norte de España que encontraron su campeón en un fundador de la república:

Un hombre de negocios de Valparaíso, Diego Portales, se las arregló para dar cuerpo a esos intereses en un documento con cierta aura de legitimidad. La Constitución de 1833 creó un ejecutivo fuerte sin despojar al Congreso y las Cortes de sus poderes de contrapeso. El primer presidente, el general Prieto, tenía el porte aristocrático que le faltaba a Portales: católico firme, el general Prieto se mantenía sobre las diferentes facciones políticas. Los primeros presidentes se desempeñaron en periodos dobles; el candidato triunfador era escogido por su predecesor. Así se preservaba la estructura del Estado español, con las concesiones necesarias al constitucionalismo anglo-francés para preservar la imagen de una república que había impugnado al régimen monárquico.

La continuidad histórica del orden chileno confirmaba a sus ojos su tesis de fondo: la permanencia del fundamento tomista. A raíz de la Constitución de 1833, ningún presidente chileno había sido depuesto en los primeros 60 años. Y la propia Constitución había durado un siglo. Conforme avanzaba el siglo XIX, varias medidas genuinamente liberales habían arraigado en el país: abolición de la primogenitura, creciente libre competencia, apertura a la tolerancia religiosa. A pesar de la resistencia de la oligarquía chilena (que gobernó por unas décadas a través del Congreso), “las clases trabajadoras del cobre y los nitratos [...] encontraron su campeón en Arturo Alessandri (1920-1925, 1932-1938)”. Este presidente y las administraciones subsiguientes hallaron la forma de combinar los elementos de las tres legitimidades “imprimiendo en las políticas públicas una dinámica de cambio socioeconómico”. Esta tendencia, argumentaba Morse desde 1954 con optimismo, parecía generalizarse en toda Hispanoamérica.

Pero sin duda el ejemplo más acabado de aplicación del modelo tradicional o “tomista” al siglo XX fue el de México. Morse notó la similitud de la Constitución de 1917 con las Leyes de Indias, trasunto de la ley natural: preceptos generales y reglas particulares de indudable belleza moral, pero “cuyo estricto cumplimiento no era urgente”. Pero lo más notable era la supervivencia de la antigua matriz hispana en la sociedad, la política, la cultura y la economía de México a partir de 1917. Era Francisco Suárez en tierra mexicana. Tras una insurrección legítima contra un tirano, la Revolución volvía al origen:

Una vez más, el subsuelo se hizo patrimonio del Estado, como lo había sido bajo la Corona española. El sistema de ejidos, mediante el cual se distribuía tierra a los campesinos, recibió su nombre en recuerdo de los terrenos comunales de la vieja municipalidad española. El indio volvió a quedar bajo una tutela especial. A los trabajadores rurales y urbanos los cobijaba el paternalismo del Estado. Los grupos de trabajadores, capitalistas, administradores y comerciantes, así como los sindicatos de profesionales y maestros, eran atraídos hacia el núcleo político-administrativo del gobierno y, sólo de manera secundaria, hacia la interacción competitiva.

La detección de esos rasgos del Estado patrimonialista español en el Estado revolucionario mexicano, aunados al carácter misionero de la cruzada cultural de Vasconcelos, al liderazgo místico de Madero (apóstol y mártir), impresionó vivamente a Octavio Paz que en El laberinto de la soledad había sostenido ideas similares: la Revolución mexicana había sido la búsqueda y el encuentro de “un orden universal, abierto a todos los pobladores... Por la fe católica los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo”. 31

Ese orden perdido en el “inauténtico” siglo XIX —siglo del liberalismo y el positivismo—, y recobrado por la Revolución mexicana, era el universo de la monarquía católica, basado en las “premisas culturales” de la filosofía escolástica.

Ensayo de democracia liberal

El tercer “modo de estabilidad” corresponde a la legitimidad “racional” de Weber: regido por una burocracia competente y el respeto público a estatutos legales. El ejemplo (no único, pero más representativo) que proponía Morse era Argentina, que entre 1860 y 1946 ensayó “una versión modificada de la democracia liberal”. A partir de un desarrollo material ligado a la exportación de granos y ganado, y a pesar de la marcada concentración de riqueza y poder en la oligarquía rural, Argentina logró integrar a las masas de inmigrantes y propiciar la aparición de clases medias. Con ese fundamento y otros elementos convergentes (homogeneidad étnica, avances tecnológicos), “una serie de estadistas presidentes pudieron promover y guiar el desarrollo argentino, en razonable conformidad con la constitución lockiana de 1853”. Las querellas de poder no condujeron a la tiranía sino a la aparición en 1890 de un partido liberal de las clases medias, el Partido Radical, que gracias a importantes reformas electorales (sufragio libre, voto secreto) llegó a la presidencia en 1916. No obstante, a juicio de Morse, la gestión radical detuvo el avance de las fuerzas socioeconómicas (obreros, clases medias urbanas) y fue débil ante la coriácea oligarquía terrateniente. El precio fue alto: “Sólo entonces las frustradas clases medias sucumbieron a una demagogia de baja estofa, y a Juan Domingo Perón”.

EL SERENO TRÁNSITO DE BRASIL

Brasil fue un caso sui generis en Iberoamérica. Ahí no ocurrió una ruptura traumática porque el Imperio, sencillamente, no cayó: al inicio de la invasión napoleónica, la casa de Braganza se trasladó a Río de Janeiro. Este hecho impensable casi en la América hispana, aunado al “talento brasileño para la adaptación y la conciliación —dice Morse—, mitigó las dislocaciones y la huida del centro que sucedió a la independencia”. En Brasil, a diferencia de los otros países, no surgieron los típicos caudillos, extraídos de las páginas de Maquiavelo. A partir de ese momento, el país navegó con relativa paz y concordia por el siglo XIX que, para la mayoría de las otras naciones, con excepciones como Chile, Argentina, Uruguay y Costa Rica, se caracterizó por la búsqueda incesante y violenta de un gobierno legítimo y estable.

Morse apunta algunos antecedentes del contraste. Ya antes de esos hechos, los políticos portugueses de fines del XVIII se habían inclinado por dar un mayor margen de libertad e iniciativa a su territorio de ultramar. A la monarquía portuguesa no la rodeaba el aura de divinidad característica de España. “Cuando nos convertimos en nación el rey ya no era ‘el ungido del Señor’ [...] por el contrario, era un privilegiado cuyas prerrogativas se discutían, combatían, negaban.” 33

En 1821 el rey Juan volvió a Portugal, dejando a su hijo Pedro que declaró la independencia el año siguiente. No hubo héroes nacionales, ni mártires de la independencia, hubo algo más creativo: una diarquía entre el rey Pedro (físicamente atractivo, valiente, lleno de encanto, popular) y José Bonifácio de Andrada, el arquitecto del nuevo edificio constitucional. Era —dice Morse— como tener un Bolívar en dos personas, el carisma y la ley, con la bendición de la legitimidad tradicional. La diarquía duró poco. En 1823 Pedro I exilió a José Bonifácio (no lo mató, a la usanza hispanoamericana) y de inmediato eligió una comisión para redactar la Constitución de 1824, que le daría poderes discrecionales.

En Brasil, como en Chile —argumentaba Morse—, el nuevo gobierno reunía las condiciones para un tránsito gradual a la vida nacional: era independiente de la antigua metrópoli, tenía apoyo popular, se regía por una Constitución y tenía un estilo personalista “que habría complacido a Maquiavelo”. Cuando en 1831 Pedro abdicó para rescatar la Corona portuguesa usurpada por su hermano, tuvo que dejar a su heredero (Pedro II, de cinco años de edad) con el propio José Bonifácio al cuidado de la regencia, hasta que en 1840 el joven rey asumió el poder. Aunque a partir de ese momento se sucedieron revueltas de diversa importancia, no tuvieron el impacto desestabilizador de Argentina, que desembocó en la dictadura de Rosas. Las razones que aporta Morse son fascinantes: operó una mezcla local de caudillos liberales y patriarcas hacendados, ambos con ciertas ligas con la autoridad central. Raimundo Faoro apunta: “Los argentinos reúnen montoneras para desafiar la ley de la nueva nación; los brasileños tienen nexos con el orden público, alardean de sus patentes militares y pueden reclutarse para sofocar insurrecciones”. 34 Así
se explica que, desde cierta perspectiva, el coronelismo brasileño pueda ser visto no como una fuerza disruptiva sino “constructora” del poder.

La abolición del Imperio en 1889 removió el fundamento tomista dando paso a un gobierno más estable y constitucional, menos expuesto al caudillismo violento que en los países de Hispanoamérica. Su filosofía fue un “positivismo cínico” que relegó suavemente al mundo tradicional y nativo. Al sobrevenir el cambio, el presidente de Venezuela famosamente declaró: “Se ha terminado la única república que existía en (Latino) América: el imperio del Brasil”.

EL FRACASO DEL LIBERALISMO, LA DEMOCRACIA Y EL MARXISMO

Morse había despejado el papel de los caudillos, y con ello había dado su respuesta a las preguntas centrales del poder en Latinoamérica. Faltaba entender el papel de las ideologías: la aparente debilidad del liberalismo y la democracia en la historia latinoamericana, así como el destino —que parecía promisorio— del marxismo. ¿Qué efecto tuvieron sobre la vida política latinoamericana? Según Morse, no demasiado. Ninguna representaba una solución válida para estos países católicos, asentados en el orden tomista, sacudidos por continuos terremotos caudillistas, que de manera incesante debían volver a sus “premisas culturales” para inventar su propio futuro.

El liberalismo clásico, inglés, había sido siempre exógeno, extraño; pertenecía a la otra rama del Occidente americano. Se importó en fórmulas, pero no pudo arraigar por falta de una sociedad o un clima liberal que lo sustentara. A pesar de los programas educativos, las obras materiales y la inserción en la economía global, las burguesías locales no crearon instituciones que cimentaran y fomentaran esos valores. Significativamente —apunta Morse— ni el ejército ni las burocracias desarrollaron un ideario liberal.

La democracia (que Morse entendía como participación popular directa en el escenario histórico, más que un método para elegir y remover gobernantes) pudo haber tenido una mejor suerte en Iberoamérica debido a la compatibilidad del pensamiento tomista con Rousseau. En los albores de las independencias, ningún filósofo fue más leído. La noción misma de “voluntad general” (distinta a la suma de voluntades individuales sufragadas en votos) es hasta cierto punto semejante a la del pueblo que en un acto orgánico de expresión ejerce su soberanía para entregar el poder al monarca. Los emperadores Pedro I y Agustín de Iturbide evocaron —con muy distinta suerte— la voluntad general como origen de su legitimidad en sus respectivas ascensiones. Ese primer momento rousseauniano pasó, y Morse especula sobre las razones de las élites locales y los controles internacionales, suficientemente fuertes ya para entonces como para permitir movimientos revolucionarios o incluso “transacciones” entre el liberalismo y la democracia.

Este punto es central en la diferencia entre las dos Américas. En Estados Unidos, Morse reconocía la interacción fructífera entre el liberalismo y la democracia. En el mundo angloatlántico, la teoría democrática, con su visión comunitaria, “suavizó el utilitarismo liberal y el hedonismo privado”. Simétricamente, “las doctrinas liberales atenuaron el fervor populista de la democracia y su inclinación al liderazgo heroico”. La tensión entre ambos fines se había resuelto a favor del liberalismo desmontando —“hasta ahora”, advertía sabiamente— varios grandes despertares, esos vastos movimientos de masas de carácter religioso, pero potencialmente políticos y disruptivos, como el que en el siglo XVIII había encabezado Jonathan Edwards. En Europa, la ecuación se había resuelto —hasta entonces también— a favor de la democracia, con sus “versiones socialistas, plebiscitarias o totalitarias” (que Morse, misteriosamente, llamaba “esplendorosas”).

En Iberoamérica no se había dado esa tensión por el escaso arraigo social del liberalismo que, según Morse, operaba como mera ideología de las élites nacionales aliadas al mercado mundial, y por los bloqueos de esas mismas élites a la participación democrática. Con todo, debido a los procesos de urbanización, industrialización, migración interna, entre 1920 y 1960 América Latina vivió un “segundo florecimiento rousseauniano” (el primero, presumiblemente, habían sido las independencias, aunque la Revolución mexicana cabría también en esa clasificación). Ese “segundo florecimiento era el de los “populismos”, frustrados —lamenta Morse— por la cooptación, la privatización o la asfixia de las clases populares (en particular, el proletariado) que los protagonizaron. Importa notar que Morse usa el término populismo sin connotaciones negativas, equiparándolo a la participación o irrupción rousseauniana del pueblo en la vida pública.

***

Con respecto al marxismo, el contraste con Rusia le parece significativo. Por varias generaciones, pensadores rusos del siglo XIX habían podido adaptar el espíritu marxista al proyecto histórico de una revolución que no tenía por qué transitar por los pasos sucesivos de industrialización prescritos por Marx. El autor de este marxismo no occidental ni europeo sino eslavo y orientalizado había sido Chernichevski. Iberoamérica tardó casi un siglo en producir una visión similar. No ayudó la indiferencia (y aun el explícito desdén) de Marx y Engels hacia las naciones iberoamericanas que consideraban irremisiblemente atrasadas y violentas (al grado de celebrar la invasión estadounidense a México). Pero en el desencuentro incidieron otras razones que Morse elabora en El espejo de Próspero, en una fascinante historia comparada de Iberoamérica con Rusia. Entre ellas sobresale la propia noción tomista del Estado: “La definición marxista del aparato estatal como instrumento de control burgués resultaba problemática en tierras en que el Estado históricamente había sido visto como expresión del carácter orgánico de la sociedad misma y en cierto sentido anterior a esa sociedad”.

Por esa misma razón, el positivismo comtiano —con su propuesta de un Estado ordenador y orgánico, vago trasunto del tomista— halló tierra fértil en Iberoamérica, particularmente en Brasil y México. Morse explora dos autores trascendentes, el brasileño Euclides da Cunha y el mexicano Andrés Molina Enríquez. En Os Sertões, el primero aportó una “visión radiográfica”, una “anatomía nacional” destinada a curar las fisuras, escisiones, fallas e hibridismos de la sociedad brasileña orientándola hacia una posible armonía (eco del paraíso orgánico, perdido).

Pero fue Andrés Molina Enríquez —viejo juez de pueblo, conocedor profundo del México rural y la legislación virreinal, sociólogo positivista— quien fascinó a Morse porque su obra Los grandes problemas nacionales (1909) es, casi por sí sola, la comprobación de su tesis sobre la supervivencia del programa tomista en un país relevante de la América hispana. Molina Enríquez, precursor de la Reforma Agraria como vía de ascenso de la clase socioétnica mestiza, fue el profeta de la arquitectura corporativa que perduró en México durante buena parte del siglo XX. “Su inspiración provenía de la experiencia colonial de México, la de la organización ‘integral’ de ‘la cooperación forzada’, un Estado tutelar capaz de afirmar su dominio eminente sobre tierras y aguas [...] y un orden social pacífico cuyos elementos dispares estuvieran equilibrados por la autoridad política centralizada.”

Acaso por la densidad de su pasado y presente indígena (mayor que el de México), Perú, el otro gran virreinato, produjo un pensador distinto a Molina Enríquez. Un profeta del indigenismo marxista. “En José Carlos Mariátegui —escribe Morse— Iberoamérica tuvo finalmente una interpretación revolucionaria ‘indoamericanizada’ del proceso histórico y la construcción nacional, comparable a la visión que, 60 años antes, había concebido Chernichevski para Rusia.” Más que cualquier otro iberoamericano, con excepción de unos pocos poetas y pintores, Mariátegui había captado la “realidad” (palabra clave de sus famosos ensayos) para intercalarla en los dilemas occidentales. Morse recrea biográficamente su trayectoria, la excentricidad de su marxismo (italiano, surrealista, artístico) y su convencimiento final de la necesidad de inventar (como Sorel) un mito fundador. La revolución del proletariado en Iberoamérica —en particular en el Perú— debía obtener la adhesión del indio, y para incorporarlo se requería más que una ideología fincada en conceptos de clase o incentivos materiales. Necesitaba la visión de un orden comunitario, impregnado de espíritu religioso, nada menos que un “mito redentor”. Chernichevski había visto las raíces del comunismo en el mir ruso, Mariátegui en el ayllu inca. 35 proposiciones —afirmaba Morse— no eran en modo alguno incompatibles con la cultura política iberoamericana. Lejos del determinismo positivista, evolucionista o marxista, “su llamado estaba en el espíritu de la teoría neoescolástica”.

Iberoamérica no podía cambiar su naturaleza histórica. Las ideologías liberales, democráticas y marxistas no tocaban el núcleo de las creencias y las costumbres. El mundo industrializado (capitalista o comunista) interfería en ella, introduciendo nuevas tecnologías, industrias, mercancías, necesidades, esperanzas, temores, ritmos de vida, pero los países de la región no “trascenderían” sus “premisas culturales” sino que las “acomodarían” a las nuevas dinámicas. Su texto final fue una lectura del siglo XX iberoamericano y una profecía del XXI... en clave de Morse.

DECÁLOGO DEL PODER PERSONAL

A sus ojos, la experiencia del siglo XX hasta el momento de escribir su libro mostraba la perdurabilidad del legado tomista aliado a la legitimidad carismática maquiavélica, con tintes puramente formales de constitucionalismo democrático-liberal. Sólo a partir de ese molde se podrían construir naciones y gobiernos. (A Morse, obviamente y por definición, no le interesaba analizar las dictaduras militares, meras tiranías sin legitimidad.) Después de su largo periplo — casi 40 años trabajando el tema— enumeró las principales “premisas” para la edificación de esos gobiernos. Aunque lo presentó de un modo distinto, cabe resumirlas textualmente en un decálogo del poder personal iberoamericano:

1) El mundo es natural, no se construye. “En estos países, el sentimiento de que el hombre construye su mundo y es responsable de él es menos profundo y está menos extendido que en otros lugares [...].”

2) Desdén por la ley escrita. “Este sentimiento innato para la ley natural va acompañado de una actitud menos formal hacia las leyes que formula el hombre [...].”

3) Indiferencia a los procesos electorales. “Las elecciones libres difícilmente se revestirán de la mística que se les confiere en países protestantes.”

4) Desdén hacia los partidos y las prácticas de la democracia. Tampoco son apreciados los partidos políticos que se alternan en el poder, los procedimientos legislativos o la participación política voluntaria y racionalizada.

5) Tolerancia con la ilegalidad. La primacía de la ley natural sobre la ley escrita tolera prácticas y costumbres incluso delictivas que en otras sociedades están penadas, pero que en éstas se ven como “naturales”.

6) Entrega absoluta del poder al dirigente. El pueblo soberano entrega (no sólo delega) el poder al dirigente. Es decir, en América Latina prevalece el antiguo pacto original del pueblo con el monarca.

7) Derecho a la insurrección. La gente conserva “un agudo sentido de lo equitativo y de la justicia natural” y “no es insensible ante los abusos del poder enajenado”. Por eso, los cuartelazos y las revoluciones —tan comunes en América Latina— suelen nacer del agravio de una autoridad que se ha vuelto ilegítima. No es preciso que la insurrección cuente con un programa elaborado: basta que reclame una soberanía de la que se ha abusado tiránicamente.

8) Carisma no ideológico: psicológico y moral. Un gobierno legítimo no necesita una ideología definida, ni efectuar una redistribución inmediata y efectiva de bienes y riquezas, ni contar con el voto mayoritario. Un gobierno legítimo debe tener “un sentido profundo de urgencia moral” que a menudo encarna en “dirigentes carismáticos con un atractivo psico-cultural especial”. 36 Los tiranos no pueden ser legítimos.

9) Apelación formal al orden constitucional. Una vez en el poder, para superar el personalismo (rutinizar el carisma) el dirigente debe dar importancia al legalismo puro como vía a la institucionalización de su gobierno.

10) El gobierno, cabeza y centro de la nación. Como el monarca español, “el gobierno nacional [...] funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas”.

No era una prescripción para la tiranía. Era un diseño de hondas raíces históricas dotado de una racionalidad ética y social, inspirado en un concepto cristiano del Estado como dador y organizador del bien común. El tomismo presupone la aceptación integral de la dignidad humana y los derechos humanos así como la soberanía original del pueblo. Sin estos elementos el monarca carece de legitimidad. Sin embargo, el diseño político tenía sus inconsistencias y riesgos, que Morse no ignoraba. Para consignarlos no recurría, por supuesto, a críticos ingleses (irremediablemente lockianos, benthamianos) sino a figuras espiritualmente afines, como el filósofo político y moral francés Paul Janet (1823-1899):

Ésas son las doctrinas escolásticas del siglo XVI, doctrinas incoherentes donde concurren [...] ideas democráticas y absolutistas, sin que el autor vea con claridad adónde lo llevan unas u otras. Adopta en toda su fuerza el principio de la soberanía popular: excluye la doctrina de la ley divina [...] y hace que no tan sólo el gobierno sino que aun la sociedad descanse en el consenso plenario. Sin embargo, esos principios no sirven sino para permitirle al autor que opere inmediatamente la enajenación absoluta e incondicional de la soberanía popular en manos de una persona. Niega la necesidad de consenso popular en la formulación de las leyes; y como protección en contra de la ley injusta no ofrece más que una desobediencia sediciosa y desleal.

Su simpatía por el tomismo era equidistante de su crítica a la sociedad que sus antepasados habían construido. Esta tensión dramática y creativa recorre el capítulo final de El espejo de Próspero: Morse contra su tradición.

ESTADOS UNIDOS: EL FASCISMO AMISTOSO

Su distancia con respecto a la cultura de los Estados Unidos no entraña un misterio: la democracia y el liberalismo de su época —y de la nuestra, tristemente— eran perfectamente compatibles con el racismo de diversos tipos: los judíos no tenían derecho de ingresar a Princeton hasta los años setenta, los negros estaban abiertamente excluidos: en el norte por la práctica y en el sur por las leyes. El rechazo absoluto al racismo era la clave profunda de la clave de Morse. Pero no sólo le repugnaba el racismo, legado de la esclavitud que ponía en entredicho la naturaleza democrática de su país. También la banalidad y estulticia de la cultura de masas.

En la segunda sección de El espejo de Próspero, Morse aborda la crítica a su propio mundo desde una perspectiva cultural más amplia que la política. Si para diagnosticar las limitaciones de la cultura política inglesa acudió, en última instancia, a Marx, para diagnosticar los males de Estados Unidos retomó los argumentos básicamente marxistas de la Escuela de Frankfurt, en particular los de Theodor Adorno y Max Horkheimer, con quienes había trabajado su maestro Benjamin Nelson.

No parece necesario ahondar en sus coincidencias con aquellos filósofos judeoalemanes expulsados de su mundo de origen, marcados por la experiencia del Holocausto, refugiados en Estados Unidos. A pesar de haberles abierto los brazos, el entorno americano no los comprendió, acaso porque ellos tampoco lo vieron o vivieron como una opción habitable. Su azoro ante los supuestos prodigios de la vida americana —avances tecnológicos, inventos de la comunicación masiva— era el mismo de Morse: ese progreso era ilusorio, no alentaba la vida comunitaria, la genuina conexión entre las personas, el respeto esencial a la sacralidad y el misterio de la vida, sino un “individualismo atomista” que aquellos filósofos veían como el embrión de un nuevo fascismo. Estados Unidos creía haberse vacunado históricamente contra ese peligro, pero se equivocaba. Había que “entender el fascismo europeo —concordaba con ellos Morse— como algo sintomático más que aberrante”, ver de frente “las implicaciones totalitarias de la liberación del individuo burgués de la tutela de la tradición y las instituciones”. Los filósofos de Frankfurt llegaban a extremos: “El moderno habitante de la ciudad se relaciona con los otros sin entregar nada, es virtualmente un nazi”. Pero otra frase similar no parecía excesiva. Estados Unidos era el país del friendly fascism, el “fascismo amigable”.

Morse despreciaba también a los “individuos monádicos”. Prefería —en sus palabras— tratar con real people. (Otra frase suya, característica, era people are not property.) Divierte la lista de cosas incluidas en El espejo de Próspero que despreciaba sobre su país:

Cuestionarios, encuestas de opinión, mensajes comerciales, boletines especiales de “últimas noticias”, relaciones públicas, reuniones de comité, datos para la ficha, tono de marcar, señal de ocupado, recuperación de información, aire acondicionado, sistemas de comunicación pública, Muzak, sistemas de alarma, simulacros de incendio, líneas especiales (para casos de alcoholismo, violación, suicidio, amenaza atómica, falla atómica y reservaciones en hoteles), etiquetas con el nombre, calcomanías para el carro, dietas, correr por la mañana, restoranes donde no hay que bajarse del carro, cheques para el futuro, cheques de despedida, listas para checar, puestos de chequeo, checar la entrada, checar la salida y chequeos médicos.

Detestaba al individuo desprendido de la comunidad. Por eso celebraba la obra del sociólogo brasileño Roberto DaMatta 37 que comparaba los carnavales de Mardi Gras y Nueva Orleans con hallazgos notables: “Los rituales de espontaneidad permiten a los brasileños crear una parodia de sociedad comunitaria como liberación de un orden jerárquico, mientras que los norteamericanos crean una parodia de sociedad marcadamente estratificada como fugaz liberación del atomismo”.

Morse trascendía con su análisis cultural las categorías de la Escuela de Frankfurt. Su inspiración y punto de apoyo era la vida cotidiana en Iberoamérica, civilización que, en su opinión, había resistido admirablemente “el gran designio occidental”, conservando una capacidad para el asombro. Iberoamérica se había librado de aquella característica central de nuestra era, que Weber llamó el “desencanto del mundo”. Y así como el contraste del teatro isabelino con el del Siglo de Oro revelaba las diferencias esenciales entre ambas culturas políticas (tema derivado de George Santayana que Morse apuntaba sin desarrollar), el contrapunto entre ambas Américas quedaba claro a la luz de la literatura. En una de sus páginas memorables, Morse compara dos poemas escritos casi simultáneamente por dos poetas representativos de la modernidad: “The Love Song of J. Alfred Prufrock” de T. S. Eliot (1915) y “Paulicéia desvairada” de Mário de Andrade (1922). Es el mejor Morse, el Morse “benjaminiano”. Lo cito:

Los dos poetas estaban inmersos en el caos y el anonimato de las grandes ciudades, pero sus respuestas a un centro trastornado son completamente divergentes. El de Eliot es un mundo desmitificado; hasta la utilería romántica del crepúsculo aparece extendida como un paciente anestesiado, la imagen que Allen Tate calificó de “primer disparo de la revolución del siglo XX: el joven Tom Eliot apretó el gatillo y regresó calladamente a su escritorio en un banco de Londres. Pero fue un disparo que se oyó en todo el mundo”. Los habitantes de la ciudad de Eliot son hombres solitarios en mangas de camisas asomados a ventanas; los modestos palacios del placer de restaurantes y hoteles baratos son retiros gruñones sobre calles semidesiertas; en los departamentos-prisiones burgueses andan a la deriva mujeres que gorjean cosas sin sentido sobre Miguel Ángel.

En el São Paulo de Mário de Andrade los nervios mismos del industrialismo estaban más expuestos que en la generalizada ciudad occidental de Eliot, con su antigua epidermis cultural, pero aun así São Paulo hechiza. La ciudad es desvariada, desvariante, alucinada. Mário de Andrade se zambulle en su paisaje urbano, cancelando la distancia cerebral de Eliot. São Paulo es la conmoción de su vida; él es el arlequín de su carnaval de gris y oro, cenizas y dinero, arrepentimiento y codicia. Las mujeres de su trasplantado Trianon, superficiales, pero vivas, intercambian agudos insultos líricos. El espacio mayor es una inmensidad agrícola fecunda y todavía misteriosa, no una naturaleza anestesiada.

A continuación, comparaba a los actores burgueses de los poemas. “El Prufrock de Eliot, llamado así por un camisero de St. Louis, tiene una personalidad irreparablemente dañada. Ha suspendido, como lo sabía enfáticamente Eliot, la ‘pregunta abrumadora’ y sólo puede preocuparse por sus pantalones, su cabello que empieza a ralear y sus dientes enfermos. Se convierte en el Hombre Común de su civilización.” En cambio el burgués de Mário de Andrade conserva su “carácter dickensiano como personaje mitad siniestro, mitad farsa. Era un miembro habitual del elenco de la obra, no el vehículo de una enfermedad psíquica generalizada [...] Los burgueses brasileños todavía son personajes secundarios, sin penetración hegemónica en el mundo social. Su presencia todavía no ha desencantado a la ciudad de Mário de Andrade y mucho menos a su lasciva rival, Río de Janeiro”.

Y el encanto había seguido con la generación del boom, cuyos “novelistas recuperaron un pasado que ahora parecía cíclico y mítico; se maravillaron ante la trayectoria de caudillos pasados cuya malevolencia e histrionismo habían hecho escarnio de los mojigatos códigos extranjeros”.

Morse había llegado al final de su jornada. Podía mostrar a “Próspero” el espejo de su miseria y la imagen de una sociedad que no había perdido su sentido de encanto. Para Iberoamérica se atrevía a profetizar un futuro menos atado a su vecino del norte y sus valores, más abierto “a las tribus del mundo”. Esa profecía era la reivindicación de toda su vida intelectual, dedicada a estudiar a la “otra América”, atrasada e inferior en términos materiales, pero plena de costumbres envidiables que cabían en una palabra que le encantaba utilizar: convivialidad. Propensas desde el inicio a la mezcla, al mestizaje, a la integración en un “nosotros” que trasciende a los “yo”, estas sociedades le parecían, sencillamente, más humanas. En estas sociedades, un matrimonio como el suyo con Emerante de Pradines habría sido visto como producto de la ley natural.

CON MORSE Y CONTRA MORSE

Releo El espejo de Próspero con sensaciones encontradas. Creo que pertenece a esa noble genealogía peregrina de Waldo Frank y Frank Tannenbaum. Creo que es, a un tiempo, una obra romántica y realista. Como en aquel desayuno remoto en que lo conocí, me sigue deslumbrando su lienzo histórico, ese desfile de filósofos y teólogos, escuelas y corrientes, procesos y episodios, intuiciones y razones. Y luego, ya en tiempos “históricos”, la marcha de sus pensadores y caudillos, sus sistemas y gobiernos, sus ideas e ideologías, sus literaturas. No menciona a todos nuestros países, pero se detiene significativamente en varios de ellos y todos pueden reconocerse en su “clave”. Admiro, claro, su sustento bibliográfico. Y hoy más que nunca me convence su pasión crítica —filosófica, poética, ética— frente a Estados Unidos.

Lo releo y reconozco nuestros puntos de concordancia, pero abrigo una sustancial reserva, formada —ahora lo veo— a lo largo de muchos años. Frente al excluyente mundo angloamericano, comparto la vertiente moral y social de su obra, su recuperación del legado inclusivo, ecuménico y humanista de Francisco de Vitoria, su código de justicia e igualdad, su reconocimiento del otro. Creo que esa “premisa cultural” está en el origen de la convivialidad —y, si se quiere, el “encanto”— que aún nos define y sostiene. Y creo que es fuente de esperanza.

Pero frente al mundo iberoamericano —como liberal, como demócrata— me incomoda la vertiente política de su obra, el legado político de la escolástica (en particular, el de Francisco Suárez) y el extraño matrimonio de conveniencia con los caudillos de Maquiavelo, carismáticos y oportunistas, que Morse —no sin secreta aprobación— advirtió. Reconozco la hondura de esas fuentes de legitimidad. Son las que sostuvieron al Estado mexicano del siglo XX. Las entiendo, pero no las comparto. Creo que suponen un determinismo oprimente y falso. Y toda mi vida he luchado contra ellas.

Morse y yo hablamos de esos temas, pero nunca suficiente. Murió en 2001, en Haití. Desde entonces, el mundo ha cambiado radicalmente. Éste hubiera sido el momento de continuar el diálogo.

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1 La frase es del ensayista peruano Luis Alberto Sánchez.

2 Citado en Stephen H. Cook, The Correspondence Between Hart Crane and Waldo Frank, Nueva York, The Whitson Publishing Company, 1998, p. 5.

3 Paul Goodwin, Hugh M. Hamill, Jr., Bruce M. Stave: “A Conversation with Richard M. Morse”, Journal of Urban History, vol. 2, núm. 3, mayo de 1976.

4 Jeffrey D. Needell, “Richard M. Morse (1922-2011)”, Obituary, Project Muse.

5 Paul Goodwin, Hugh M. Hamill, Jr., Bruce M. Stave, “A Conversation with Richard M. Morse”, op. cit.

6 Richard M. Morse, “La herencia de Nueva España”, en Plural 45, junio de 1975 [trad. Flora Botton Burlá].

7 Ambos filósofos, en efecto, tuvieron el arrojo y la honestidad de ver que la lógica no requería de la autoridad: valía por sí misma. Abelardo incluso desafió a san Bernardo de Claraval a publicar sus acusaciones (Bernardo acusaba a Abelardo de utilizar la lógica donde no era pertinente valerse de la pura razón, sin la fe) y desató una gran controversia en la cristiandad. Occam se resume en su famosa “navaja”, un recurso de racionalidad mínima: “no multipliques los entes (las ideas)” y “entre las explicaciones posibles, la más simple”.

Journal of the History of Ideas, vol. 15, núm. 1, enero de 1954, pp. 71-93.

9 En Louis Hartz, The Founding of New Societies. Studies in the History of the United States, Latin America, South Africa, Canada, and Australia, Orlando, Harcourt Brace Jovanovich, 1964, pp. 123-169.

10 El espejo de PrósperoUn estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo, México, Siglo XXI Editores, 1982 [trad. Stella Mastrangelo].

11 Louis Hartz, op. cit., p. 3.

12 New World Soundings: Culture and Ideology in the Americas, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1989. En español, Resonancias del Nuevo Mundo, México, Editorial Vuelta, 1995.

13 Los escotistas, principalmente los franciscanos de Aragón, o los nominalistas de influencia occamista, se oponían a las “abstracciones” del tomismo.

14 Una magnífica exposición de la originalidad y el aporte de Vitoria: Antonio Gómez Robledo: “Vitoria, comentador de Santo Tomás”, Filosofía y Letras, t. XIII, núm. 23, julio-septiembre de 1947, pp. 45-63.

15 Quentin Skinner, The Foundations of Modern Political Thought (dos volúmenes). En especial “The Revival of Thomism” en el volumen dos, pp. 135-163. Isaiah Berlin, “The Originality of Machiavelli”, en Against the Current, Nueva Jersey, Princeton University Press, 2013, pp. 33-100.

16 José Miranda, Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978.

17 José Manuel Gallegos Rocafull, La doctrina política del P. Francisco Suárez, México, Editorial Jus, 1948, pp. 9-14.

18 New World Soundings: Culture and Ideology in the Americasop. cit.

19 Mario Góngora, El Estado en el derecho indiano, Santiago de Chile, Instituto de Investigaciones Histórico-Culturales, Universidad de Chile, 1951, p. 34.

20 Resonancias del Nuevo Mundoop. cit., pp. 161-162.

21 Góngora, op. cit., p. 31.

22 La transubstanciación —explica Hubard— no es una operación racional que siga el orden del racionalismo, sino que se vuelve racional por una suposición esencialista —y éste es un procedimiento que nosotros ya no consideramos ni racional, ni válido. Fue fundamental en la lógica del Concilio de Nicea (325), de donde salió el Credo de la fe católica, que establece, acerca de la divinidad de Cristo, que fue “engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre”, a la vez que Cristo se supone “nacido del Padre antes de todos los siglos”. Ésta es la operación que permite la transubstanciación: una esencia que pasa de un cuerpo a otro. En el rito católico, la hostia es el cuerpo y el vino es la sangre; no los representan: son cuerpo y sangre de Cristo.

23 Juan de Mariana, “El desorden de la tiranía y el orden de la Revolución”, en José Manuel Gallegos Rocafull, El hombre y el mundo de los teólogos españoles de los siglos de oro, México, Editorial Stylo, 1946, pp. 15- 132.

24 Esta vinculación la hace Woodrow Borah. Debo este dato, y la crítica a la omisión de Morse sobre las instituciones jurídicas de Nueva España, a Rodrigo Martínez Baracs.

25 Hubard amplía este dominio integral a la religión y la propiedad. La Corona (fortalecida en su misión por el Patronato indiano) quedaba a cargo de la vida espiritual en los nuevos reinos. Adicionalmente, la propiedad era toda de la Corona, que como una concesión creaba la propiedad privada. De aquí parten dos ideas que han resultado inamovibles, incluso hasta hoy: el Estado otorga los derechos y la propiedad primera es del Estado. Es útil —agrega— contrastar esta ideología con la de Inglaterra. El Estado inglés se deriva de la Magna Carta, y se trata de un contrato entre propietarios y el príncipe. Los propietarios son, entonces, anteriores al Estado. Y la soberanía es una delegación, no una transferencia.

26 Morse, El espejo de Próspero, op. cit., p. 79.

27 O. Carlos Stoetzer, The Scholastic Roots of the Spanish American Independence, Nueva York, Fordham University Press, 1979.

28 Morse no lo hace, pero en toda esta argumentación habría que matizar. Tras la expulsión de los jesuitas, la Corona española desterró la doctrina de Suárez, por considerarla sanguinaria (sobre todo en el tema del tiranicidio). Quizá la Ilustración tuvo menos influencia en las partes de la Colonia donde había ciudades grandes y establecidas (México, Lima), pero en las estribaciones del Imperio, como Caracas y Buenos Aires, sus ideas fueron clave, como atestigua la obra de Miranda y Bolívar. Tratándose de México, la presencia de Suárez es clara en los precursores intelectuales de la Independencia mexicana (como el fraile peruano Melchor de Talamantes) y los propios padres de la insurgencia, sobre todo el teólogo Hidalgo. Véase “Causas anteriores a la Proclamación de la Independencia. Talamantes”, en Genaro García, Documentos históricos mexicanos, tomo VII, INEHRM, 1985 (en particular pp. 412-484). Carlos Herrejón Peredo, “Hidalgo: pensamiento filosófico, teológico, político”, en Carlos Herrejón y Eduardo Corral (comps.), Colección de las Jornadas Académicas Iglesia, Independencia y Revolución, vol. II: Independencia e Iglesia, Conferencia del Episcopado Mexicano, México, DF, 2012, pp. 207-222.

29 Para una apreciación integral de la obra de Morse: Beatriz H. Domingues y Peter L. Blasenheim (organizadores): O código Morse. Esaios sobre Richard Morse, Belo Horizonte, Editora ufmg, 2010.

30 Resonancias del Nuevo Mundoop. cit., p. 78.

31 Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, séptima edición, 1969, p. 92.

32 Es significativo que ni Paz en su obra clásica ni Morse en la suya señalen el rasgo central de la “premisa cultural” escolástica en México: el presidente monarca.

33 F. J. de Oliveira Vianna, O occaso do Imperio, citado en Resonancias del Nuevo Mundo, p. 186.

34 Raimundo Faoro, Os donos do poder, Porto Alegre, 1958, citado en Resonancias del Nuevo Mundo, p. 188. 

35 Debo este dato que confirma la tesis de Morse a Rodrigo Martínez Baracs.

36 “Con todas sus jactancias y disparates, Perón y Fidel Castro tienen ese atractivo”, apunta Morse.

37 Ensaios de antropologia estrutural, Petrópolis, Vozes, 1973, citado en El espejo de Próspero, p. 99.

Ensayo incluido en el libro El pueblo soy yo (2018).

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28 marzo 2018