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El legado de la Reforma

En el ocaso de la Revolución -la mundial y la nuestra-, sólo una palabra abre el futuro.

Cualquier niño de primaria aprende que los tres principales movimientos históricos de México en la edad moderna son la Independencia, la Reforma y la Revolución. El lugar común los asocia con uno o varios epónimos y les confiere un sentido unívoco: la liberación de España, en el primer caso; la liberación de la dictadura porfirista, en el tercero. A pesar de la inconfundible figura de Juárez -origen zapoteca, levita negra, títulos beneméritos, frase célebre, mil y una calles y estatuas- los niños y sus mayores no perciben con igual sencillez y claridad el sentido de la Reforma y tienden más bien a confundirlo con el de la Guerra de Intervención.

Este ocultamiento de la Reforma tiene varios orígenes. Quizá el fundamental es el "imperialismo" ideológico de la Revolución mexicana. Basta una revisión superficial de los periódicos mexicanos a partir de 1910 para advertir el predominio absoluto y casi obsesivo de aquel movimiento armado. Sus protagonistas (y sus hijos y sus nietos) lo vivieron como el Génesis de la historia mexicana: "antes" y "después" en México ha significado, hasta hace poco, "antes" y "después" de 1910; "ser o no ser" en México, ha equivalido hasta hace poco a "ser o no ser" revolucionario. El fenómeno no sólo abarcó generaciones sino géneros: impregnó a la pintura, la literatura, la música, el pensamiento y, por supuesto, en la política. Ahora mismo, dos partidos gemelos (y enemigos) se disputan la primogenitura de esa madre histórica y mítica que se robó la imaginación mexicana en el siglo XX: la Revolución.

La otra tenaza ideológica que oprime a la Reforma es, desde luego, la Independencia. Sus actos festivos y sus sacramentos, sus simbolismos y hagiografías no pertenecen sólo al santoral cívico sino a "la Religión de la Patria" (Justo Sierra). En la imaginación popular, Zapata y Villa son figuras de leyenda pero carecen del aura religiosa que rodea al héroe mayor del panteón nacional: el Cura Hidalgo. Esta suprema jerarquía de la Independencia se ha confirmado a últimas fechas del modo más curioso: +a dónde acuden los capitalinos a festejar los triunfos deportivos? No al sitio de comunión de lo azteca y español -el Zócalo-, no al frío casco del Monumento a la Revolución y, menos aún, al Hemiciclo a Juárez: acuden al Ángel de la Independencia.

Los caminos de la historia de bronce son tan inescrutables que los de la otra, la verdadera, pero lo cierto es que la Reforma puede cobrar precisamente ahora y ante nuestros ojos su verdadera importancia. Doble significado: en aquel presente y en nuestro presente. La Reforma no sólo cambió la vida de México de maneras profundas y decisivas sino que su legado vivo debería convertirse en el programa del siglo XXI.

Justo Sierra lo vio admirablemente bien (somos nosotros los que a veces lo olvidamos): la Independencia liberó a México de la tutela española pero la Reforma completó la obra liberando -parcialmente- al país del orden heredado de España. Se había alcanzado la Independencia pero no la libertad en su más variada acepción: de trabajo, de asociación, de movimiento, de residencia, y sobre todo de pensamiento, de creencia, de culto.

Afianzar irreversiblemente todas esas libertades cívicas fue el gran logro de los Constituyentes del 57 y los artífices de la Reforma. La palabra ciudadano era un concepto vacío hasta que aquellos hombres "que parecían gigantes" (la frase es de Antonio Caso) le dieron un contenido práctico a través de las garantías individuales (de amparo, de defensa en juicios civiles y penales, etc...) y de una incipiente pero genuina práctica republicana, representativa, democrática y federal. Antes de la Reforma, los actos fundamentales de la vida humana -nacer, amar, contraer matrimonio, procrear, pensar, creer, aprender, opinar, enfermar, sanar, morir- debían ocurrir bajo el manto de la Iglesia o en la intemperie moral (que era tanto como no ocurrir). En unos cuantos años los liberales de la Reforma abrieron un espacio para la vida civil y lograron para México lo que en otros países había tomado siglos: dar al César, a Dios y a los hombres, lo que a cada uno correspondía.

El Porfiriato y la Revolución cambiaron un tanto los términos: dieron al César partes de Dios y del hombre que no le correspondían. Al reconstituir en lo político al Estado patrimonial español, al desvirtuar el espíritu de la Constitución convirtiendo a la República en Monarquía, al Federalismo en Centralismo, a la Democracia en una farsa, el Porfiriato y la Revolución Institucional voltearon la espalda al legado de la Reforma. Y sin embargo, no tocaron -ni se propusieron tocar- buena parte de aquellas garantías individuales y libertades cívicas. Por eso tenía razón Cosío Villegas al afirmar que en la medida en que vivimos un orden constitucional, lo debemos a los hombres de la Reforma.

Durante casi todo el siglo creímos que las ideas de "aquellos gigantes" -Ocampo, Mata, Vallarta, Zarco, Prieto, Arriaga, Degollado, Lerdo de Tejada, Zamacona, Guzmán y tantos otros- eran anacrónicas. Hoy sabemos que no sólo son vigentes sino proféticas. En el ocaso de la Revolución -la mundial y la nuestra-, sólo una palabra abre el futuro. Es hija del espíritu humanista, no del religioso; no ofrece un camino de salvación sino de mejoría; no busca la unidad sino la diversidad; no pontifica ni condena: escucha y tolera; no cree en la violencia: cree en el cambio. Es la palabra que creó al mexicano como un ser libre: Reforma.

 Reforma

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