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El rostro plural

Para León.

La civilidad de un país avanza con medidas pequeñas, fragmentarias, que poco a poco modifican las costumbres. En el tema de la discriminación racial hay actos que están a la mano: atañen a la imagen que proyectamos sobre nosotros mismos. A nuestros rostros.

A juzgar por los anuncios espectaculares del Periférico, México es Suecia: casi nunca presentan a mexicanos que no sean "blancos". El mismo paradigma arrogante se reproduce en las bobas páginas de sociales. Y lo vemos en la televisión, que ha impuesto ese mismo prototipo de belleza. Son pruebas palpables de que en México persiste la discriminación racial.

Distingamos entre la discriminación, la exclusión y el exterminio. En México hemos tenido de todo. Las empleadas domésticas -ese estrato social tan poco estudiado que no por casualidad se denominaba hasta hace poco "servidumbre"- sufren de discriminación (y clasismo). Los grupos indígenas, sobre todo en el sureste, han padecido una antigua y paralizante exclusión. Y hubo al menos un episodio vergonzoso de exterminio racial: el de los chinos en las dos primeras décadas del siglo XX.

También la historia latinoamericana registra experiencias de intolerancia étnica en sus tres variantes. Los argentinos prácticamente exterminaron a su población indígena, y nuevas investigaciones revelan que en Brasil la población de remoto origen africano enfrenta aún el prejuicio social y tiene muchas dificultades para alcanzar posiciones de poder económico o político. Lo mismo ocurre, sorprendentemente, en Cuba, donde a raíz de la severa crisis económica de 1994 revivió el tema de la desigualdad étnica cuyo combate fue un estandarte de la Revolución. Por lo visto, las sociedades de pasado esclavista enfrentan fuertes escollos para superarlo. En Perú, Bolivia, Ecuador y Guatemala prevalece el racismo ante el indígena, aunque ahora atemperado por las políticas inclusivas (de diverso signo ideológico) de sus gobernantes.

Todo esto es cierto, pero sigo creyendo que el odio racial a la manera estadounidense y sobre todo europea -el racismo que no sólo discrimina y excluye sino que sistemáticamente persigue y, en última instancia, extermina a un grupo por motivos raciales- ha sido menos común entre nosotros. Es el caso de México. Dejemos, si se quiere, la evidencia de un (gran) presidente indígena entre 1858 y 1872. O el que desde esa fecha quizá sólo dos o tres presidentes mexicanos hayan sido criollos. Pero admitamos al menos que existe una cierta tolerancia racial en la base de la cultura mexicana y que proviene de la cultura católica.

Para los fundadores espirituales de México la igualdad natural de los hombres era una verdad irrebatible, más allá de cualquier diferencia material. Gracias en parte a ese sentido de igualdad, la esclavitud no tuvo los rasgos generalizados de deshumanización característicos de la historia norteamericana. La abolición desde la Independencia fue temprana y rápida, y las primeras constituciones reconocieron la igualdad y libertad natural de los mexicanos de cualquier origen.

La cultura mexicana ha sido incluyente y ha tendido hacia la mezcla. Como se sabe, esa inclusión está presente en la comida, en la nomenclatura de los pueblos, en la religiosidad y el arte. La convergencia cultural y étnica incluyó a los africanos, brutalmente traídos a México para reemplazar a los indios en el duro trabajo de las tierras cálidas donde los españoles introdujeron la caña de azúcar. A pesar de su trágica situación, en algunos casos podían recobrar su libertad y procrear hijos libres. Aunque padecían severas limitaciones de acceso a ciertos gremios, prosperaron en numerosos oficios y trabajos. En México, los hijos de las uniones libres entre las corrientes étnicas poblaron el país: son los actuales mexicanos.

La Primera Guerra Mundial fue producto del odio nacional y étnico. La Segunda Guerra Mundial fue su corolario. Estados Unidos mantuvo la segregación racial hasta los sesenta y apenas comienza a tomar conciencia del horror que fue su pasado esclavista. Y la pesadilla no termina, como prueba el asesinato de un inerme joven afroamericano en Missouri y la secuela de tensión racial que ha provocado.

Nuestro balance histórico es menos malo, pero hemos hecho poco para reivindicar sus mejores rasgos. Hay que desacreditar el racismo mexicano en los medios, en las imágenes públicas, en las redes y en el trato diario. Respetar y celebrar el rostro plural de México es un buen propósito de comienzo de año.

Reforma

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04 enero 2015