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Elogio y crítica de la historia de bronce

La actitud saludable frente al pasado no supone la desaparición de los héroes, sino su apreciación ponderada. Para explicarme, nada mejor que recordar los años heroicos de la Hora Nacional.

A las diez de la noche en punto, enmarcada por la música de Moncayo, una voz grave pronunciaba las palabras sagradas: "Soy el pueblo, me gustaría saber''. Enseguida venía la infalible anécdota histórica. Recuerdo varias: Nicolás Bravo perdona a los asesinos de Leonardo, su padre; el niño artillero rompe el sitio de Cuautla; Guillermo Prieto antepone su cuerpo al de Juárez y exclama ante el pelotón que pretendía fusilarlo: "Los valientes no asesinan''. Entre las narraciones de la revolución había una que me emocionaba de modo especial: en medio de una lluvia de balas, el maestro Erasmo Castellanos Quinto cruzaba el zócalo para cumplir con sus deberes en la Escuela Nacional Preparatoria.

No veo cómo estos episodios nacionales puedan afectar negativamente la imaginación o la ética de un niño. Por el contrario: con Cicerón y su larga progenie de escritores cívicos creo que la historia puede ser una maestra de la vida, mover a la emulación y cultivar una actitud que los ideólogos confunden con el nacionalismo: el patriotismo. Agresivo o defensivo, el nacionalismo presupone la afirmación de lo propio a costa de lo ajeno. Pertenece a la esfera del poder. El patriotismo, en cambio, actúa al margen de lo ajeno, no es una pasión de dominio, sino un sentimiento de filiación: pertenece a la esfera del amor.

No se requiere, pues, declarar la muerte de la historia de bronce. Lo que urge es su reforma en un sentido democrático. Para empezar, hay más hombres representativos en nuestra historia de los que habitan el Paseo de la Reforma. Luis González contabilizó alguna vez a treinta y tres padres de la patria y Francisco Bulnes señaló, con razón, que la Reforma no fue obra única del Padre Juárez sino de una brillantísima generación de pensadores, políticos y caudillos liberales. Necesitamos biografías modernas de todos ellos. (¿Un concurso en Conaculta?) Que no se conozca sólo a los consagrados sino a los hombres de segunda y tercera fila, a los dubitativos, a los moderados, a los conservadores y hasta a los villanos. No sólo a los militares y los políticos sino los empresarios, sacerdotes, escritores y artistas. No sólo a los actores del escenario nacional sino a los prohombres regionales y locales. Y no sólo a los prohombres sino a los hombres comunes, intrascendentes quizá, pero típicos. ¿No es el momento de ampliar el elenco de los mexicanos memorables a la Colonia y reconocer desde Cortés hasta el Virrey de Iturrigaray pasando por los misioneros, arzobispos, poetas, teólogos, científicos, humanistas que en esta tierra han sido? ¿No es tiempo de declarar la amnistía histórica y recoger a todos los tirios y troyanos de nuestro siglo XX? Bueno, no a todos: yo dejaría fuera a los asesinos de Madero.

Hasta allí el elogio de la historia de bronce. Llevándola a extremos se incurre en el culto histórico de la personalidad o la excesiva personalización de la historia. El antídoto está en una operación igualmente válida del quehacer histórico: la crítica. Recuerdo el saludable descorazonamiento que sentí al leer por primera vez dos libros de Bulnes: El verdadero Juárez y Las grandes mentiras de nuestra historia. Pocos placeres como la iconoclastía. Enterarse del grado en que Juárez comprometió el destino nacional con el Tratado Maclane-Ocampo o cómo maltrató a sus mejores amigos y colaboradores era una revelación a la vez terrible y deliciosa. ¿Así que los santos no fueron tan santos? ¿Así que cometían sus pecadillos? ¿Así que cobijaban malas pasiones? ¿Así que Zapata era medroso, Carranza vanidoso, Villa sanguinario, Obregón aún más sanguinario, Calles vengativo y Cárdenas ambicioso? ¿Así que todos los caudillos revolucionarios se mataron entre sí? Pues sí: bienvenidos los héroes de carne y hueso.

Bienvenidos, sobre todo si reinan eternamente en el cielo patrio, como el Padre Hidalgo. Mi imagen de Hidalgo no es muy agradable: valiente, arrojado, temerario, trágico, es también un héroe innecesariamente cruel. La revelación de esa vertiente terrible en el hombre que Justo Sierra consideraba "el mexicano supremo de la historia'' me llegó el día en que leí un pasaje del doctor Mora: "fueron condenados escribe Mora a morir todos los que se hallaban presos en los colegios del Seminario y San Juan de Guadalajara, no por un acto público, sino por una resolución privada de Hidalgo, que intimaba a cada uno al momento preciso de ser acuchillado. Un lidiador de toros, llamado Marroquín, fue el encargado de ejecutar por sí mismo estas bárbaras matanzas, y por las noches, cuando la ciudad se hallaba en silencio, tomaba las partidas de españoles que conducía a la barranca del Salto, situada a ocho leguas, y los pasaba a cuchillo''. En su proceso Hidalgo comprendió la magnitud de esos crímenes y sintió hasta el fin lo que Luis Villoro llamó un auténtico "remordimiento''. ¿Qué libro de texto consigna el episodio?

Moraleja: los héroes están hechos, como todos, de basura y bronce. Es bueno que los niños aprendan a admirar y es bueno que al crecer aprendan a discernir y criticar. De ambas vertientes resultará no un libro de texto único sino algo mucho mejor: una democracia plural y retrospectiva sobre nuestra historia, el voto de cada mexicano a favor o en contra de los héroes.

El Norte

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