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En torno al populismo

El populismo es indefinible en términos ideológicos: se aplica tanto a corrientes de izquierda como de derecha, a Hugo Chávez o al Tea Party. Por eso, quizá la mejor definición es la que atiende a la peculiar relación que se establece entre el líder político y la voluntad popular.

En una democracia, ese vínculo es siempre problemático y tenso. Si el líder abusa de su autoridad o impone su propia voluntad por encima de las leyes, puede desembocar en una dictadura. Si la voluntad popular impera sin límite, puede desembocar en la ingobernabilidad o la revolución. Justamente para limitar ambos extremos y conciliar ambos impulsos están los famosos checks and balances y las libertades políticas, en particular la de expresión. En una democracia, el presidente (o el primer ministro) tiene que ejercer las atribuciones implícitas en su liderazgo (que hasta etimológicamente consiste en ser seguido, no en seguir) pero actúa en un marco diseñado para acotarlo. Aunque el mecanismo es lento, difícil, oneroso, es el mejor que han discurrido los hombres para gobernarse.

El populismo es una simplificación de ese complejo mecanismo. Lo que el populista busca –al menos esa ha sido la experiencia latinoamericana– es suprimir en beneficio propio la tensión entre el liderazgo político y la voluntad popular, y nada mejor para lograrlo que establecer un vínculo directo con el pueblo, por encima, al margen o en contra de las instituciones, las libertades y las leyes. La iniciativa, hay que subrayarlo, no parte del pueblo sino del líder carismático.

En el Diccionario de política de Bobbio se concede una importancia central a las definiciones míticas de “pueblo” que el populista emplea y que no se refieren a clases sociales sino a un vago conglomerado o una amalgama social: “Es importante sentirse pueblo –decía Eva Perón–, amar, sufrir, gozar como el pueblo, aunque no se vista como el pueblo, circunstancia puramente accidental” (Diccionario de política, Siglo XXI, p. 1248). Del mismo modo, el libro ilustra las nociones típicas de “no pueblo” con la que los populistas demonizan a sus enemigos. Esta dicotomía es importante pero no fundamental, porque el contenido que se suele dar a ambos términos es variadísimo y aun contradictorio. La verdadera clave está en el líder. Él es el agente primordial del populismo. No hay populismo sin la figura del personaje providencial que supuestamente resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del “pueblo”, y lo liberará de la opresión del “no pueblo”.

Para llevar a cabo su proyecto, el populista utiliza como vehículo fundamental la palabra amplificada en la plaza pública. Los demagogos existen desde los griegos, pero los populistas son producto de la sociedad industrial de masas y del megáfono. El populista se apodera de la palabra y fabrica la verdad oficial. Una vez investido en intérprete predominante o único de la realidad (o en agencia pública de noticias), el populista aspira a encarnar esa verdad total y trascendente que las sociedades no encuentran –aunque a menudo aspiran a ella– en un Estado laico. Por eso, muchos populistas adoptan símbolos religiosos y trasmiten un mensaje de “salvación”: se vuelven “redentores”. Pero aun en ese caso la prédica es insuficiente, por eso algunos populistas buscan conquistar la voluntad popular mediante el uso discrecional de los fondos públicos. El reparto directo de la riqueza que suele derivarse de esa discrecionalidad no es criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres, hay argumentos sumamente serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales), pero el populista nunca reparte gratis, menos aún para afianzar la autonomía de los individuos o las comunidades. El populista focaliza su ayuda, la cobra en obediencia. Con todo, tampoco los incentivos económicos bastan. Para mantenerse en el poder el populista militariza simbólicamente la plaza pública: alienta la confrontación entre el pueblo y las élites internas, y lo moviliza contra el acechante “enemigo exterior”.

El impulso del líder populista puede desembocar en la franca dictadura, es decir, en la cancelación de las leyes, libertades e instituciones de la democracia. Este era –según Aristóteles– el desenlace común en la Grecia clásica. “Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar” (Política, V). Citando “multitud de casos”, explica que “las revoluciones en las democracias [...] son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos”. Y el ciclo se cerraba cuando las élites se unían para remover al demagogo, reprimir la voluntad popular e instaurar la tiranía. Pero en el siglo XXI el propio demagogo puede ejercer de facto la autocracia con solo desvirtuar las instituciones y leyes de la democracia. En un régimen populista (como el de Juan Domingo y Evita Perón o el de Hugo Chávez) se celebran elecciones y las instituciones siguen funcionando, pero sin autonomía ni equilibrios internos. El poder judicial pierde su independencia, el legislativo se ajusta a los deseos del ejecutivo, el proceso electoral no garantiza la libertad del sufragio. El único límite es la prensa libre, pero (como se ha visto recientemente en Ecuador) el ejecutivo tiene el designio claro de domesticarla.

Letras Libres, núm. 160

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