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Fábula de las dos niñas

Erase una vez una niña de tres o cuatro años que jugaba a las carreras con una amiguita suya en un parque. La que corría menos gritaba siempre, desde su posición de derrota: "Voy más rápido, voy más rápido''. Después de un rato, la que iba a la cabeza se echaba a llorar y corría a los brazos de su madre, lamentándose: "No quiero que ella corra siempre más aprisa que yo''.

Esta anécdota referida alguna vez por Leszek Kolakowski es una imagen perfecta del poder que tuvo la mentira ideológica en nuestro tiempo. La niña de atrás representa la ideología comunista. La de adelante es la voz de la sociedad abierta. El parque es el siglo XX. A pesar del testimonio de varios observadores que desde los orígenes visitaron el "futuro'' comunista y advirtieron que no funcionaba (Bertrand Russell fue quizá el primero de ellos, en 1920) cada generación avivó el espejismo: aquél era paraíso de la ciencia, la educación, la salud, el bienestar material, la igualdad social, la "verdadera'' democracia, la "auténtica'' libertad.

En el México de los años 30s, por ejemplo, no faltaron los viajeros al "mundo del porvenir'' que en sus visitas a la URSS creyeron a pie juntillas la propaganda sobre la colectivización agrícola. Allí estaban las estadísticas (oficiales) que (oficialmente) demostraban la verdad (oficial): esa economía era más productiva, más variada, más equitativa que cualquier esquema de producción libre.

Era también pequeño dato la más costosa en vidas humanas (8 millones quizá para ese momento), pero los entusiastas ideólogos que gritaban como la niña del cuento no tenían ojos ni oídos para esas verdades incómodas: "Iban más rápido, más rápido''.

Treinta años después, en la fervorosa década de los 60s, una nueva generación no sólo asumió esos mismos dogmas sino que los acrecentó.

Si el Stalinismo era el inconveniente, siempre cabía descartarlo como un accidente en la larga marcha hacia el fin del parque. Nuevos regímenes más depurados tomaban la estafeta. China durante la Revolución Cultural, por ejemplo. El sacrificio de millones de personas era una minucia. El juicio del Gran Timonel era la única realidad posible, deseable, necesaria: "Iba más rápido, más rápido''. Lo más notable de esta carrera ideológica que hechizó al siglo XX es la complicidad que se estableció entre las contendientes.

Contra todas las evidencias, hubo muchos momentos en que la retrasada se creía en verdad adelantada y la adelantada se creía en verdad atrasada. Más aún, mientras que dentro de la sociedad comunista un creciente número de personas empezaba a confiar en el testimonio de sus sentidos, a desconfiar de la versión oficial y a jugarse la vida diciéndolo o escribiéndolo, los apoyos más decididos a la mentira se dieron dentro de las sociedades abiertas.

"El género humano tolera muy poca realidad'', escribía T.S. Elliot y, en efecto, ningún testimonio, por más atroz que fuese, refutaba a los fieles. La lista de profetas fue inmensa (Russell, Orwell, Silone, Koestler, Milosz, Solsyenitsyn, Herbert, Sajarov, el propio Kolakowski), pero la de crímenes y fracasos lo fue más: Kronstadt, la Gran Hambruna, las matanzas de la colectivización forzosa, los procesos de Moscú, el Gulag, el aplastamiento de la Revolución Húngara, la invasión a Checoslovaquia, la invasión a Afganistán, el golpe al Sindicato Solidaridad en Polonia, fueron argumentos insuficientes.

Para muchos, no fueron argumentos siquiera. Si los hechos desmentían a la teoría, peor para los hechos. A pesar de los accidentes del parque, naturales en toda carrera histórica, en términos de felicidad humana sobre todo de felicidad material, puesto que su dogma era, ante todo, materialista ellos iban "más rápido, más rápido''. A mediados de los 80s, muchos creímos que la carrera sería eterna. Otros como Jean Francoise Revel se apresuraron a decretar el fin de la carrera por la rendición incondicional de las democracias a manos de las dictaduras totalitarias.

De pronto, sorpresa histórica, la carrera terminó del modo más extraño: la niña de atrás que se creía de adelante aflojó el cansado paso y finalmente murió expiando la mentira con un grito de verdad. A esta muerte lúcida y valerosa, único argumento irrefutable, se le llamó Glasnost. Fue una muerte y una resurrección. Una liberación masiva de las conciencias puertas adentro y una liberación de los pueblos sojuzgados puertas afuera.

Era mejor volver a empezar desde el siglo XIX, era mejor retomar la carrera aunque costara décadas y generaciones, era mejor admitir que nunca se había ido más rápido que las sociedades abiertas, que las economías libres, que los sistemas democráticos.

¿Podemos llamar a este fin de la carrera "convergencia de ideologías''? Claramente sí en Europa del Este, que ha vuelto a los cauces naturales de su historia con todo y sus encarnizadas querellas nacionales y étnicas; seguramente sí en la propia Rusia, donde a pesar de la terrible crisis económica la mayoría vota por no volver a un pasado que sabe ya inhabitable; increíblemente sí en la mismísima China, donde existe todavía un Partido Comunista pero cuya amplísima liberalización económica volverá mansos gatitos a los actuales tigres del Sureste asiático; indudablemente sí en Europa Occidental, donde la muerte del comunismo ha arrastrado consigo, por desgracia, valores de la noble tradición socialista y libertaria tanto rusa como europea que deberían conservarse.

Todas estas son regiones de convergencia. Pero hay un rincón del parque donde el fantasma de la niña todavía corre, vocifera y en algún caso hasta gobierna: es América Latina. Se trata no hay que exagerar de una versión muy atenuada de la fábula.

La corriente principal en nuestros países vive un proceso de convergencia similar al del resto del mundo: la economía de mercado (con sus variantes y limitaciones), la democracia como régimen político, las libertades individuales y los derechos humanos son valores compartidos en todo el continente.

En Chile, por ejemplo, los socialistas más radicales no sólo se han vuelto demócratas sino partidarios a veces excesivos de la libertad de mercado. Todos aceptan un marco de desarrollo republicano, liberal, democrático. Si Bolívar viviera, no pensaría que había arado en el mar. Pero la fábula se escucha todavía en las calles, los cafés y las aulas universitarias de Brasil. En Perú uno de los casos más dramáticos sus abanderados están en esos lugares y en la sierra, donde se matan mujeres y niños campesinos para llevar al pueblo por un sendero luminoso.

En El Salvador se ha dado el curioso fenómeno de líderes guerrilleros vueltos grandes empresarios sin que medie una explicación: ¿qué se fizo aquella fe? ¿fue la guerrilla el camino más largo al capitalismo? En Nicaragua los sandinistas dejaron el poder por la vía democrática cosa que los honra, pero su posición al fin de la carrera es confusa porque no han hecho un examen de su ascenso, su administración y su derrota.

En cuanto a Castro, Cabrera Infante ha dicho que "está muerto y no lo sabe''.

En todo caso, es un muerto poderoso: ha logrado convencer a muchas personas, dentro y fuera de su isla particular, de que el secuestro de un pueblo equivale a su liberación.

Aunque en nuestros países la niña de adelante (la de la sociedad abierta) conoce ahora su verdadera posición histórica, el fantasma de la de atrás vocifera con un grito novedoso. Ya no es "Voy más rápido, más rápido'' sino "Ella va para atrás, para atrás''.

Esta variante se escucha en algunos partidos políticos, ciertos ámbitos eclesiásticos y en el aparato académico, periodístico y cultural de México. La consigna ideológica ahora es culpar al "neoliberalismo'' de la pobreza, como si la medicina fuera la enfermedad.

No pretendo que la política económica liberal sea una panacea. Menos aún que el Estado, sobre todo en nuestro país, deba permanecer al margen de la vida económica. Por el contrario, creo que podría tener un papel destacado en la promoción de la economía y que debería ampliar, afinar y fortalecer la red de seguridad social.

Todos estos argumentos sobre la intervención pertinente del Estado pueden darse dentro de una franja de discusión moderna, pero el caso es que los fabuladores que quedan todavía muchos- no hablan dentro ni desde ella: se aprovechan de la mala memoria histórica para escamotear la responsabilidad de los verdaderos causantes del mal que nos aqueja, dos ideologías que como el comunismo han sido suficientemente refutadas por los hechos: el populismo y el estatismo.

En el fondo de sus autoritarios y resentidos corazoncitos, muchos de ellos suspiran por los viejos tiempos en los que la URSS y sus satélites eran "el mundo del porvenir''.

¿Cómo explicarlo? Basta escuchar la voz de la extrema derecha mexicana leer los folletos de Pro-Vida o las andanadas intolerantes de los sinarquistas que aún publican entre nosotros para advertir su semejanza con los doctrinarios de izquierda: ambos extremos son hijos de la Inquisición y la Escolástica.

Pero la mayor responsabilidad de la mentira ideológica en México está en la persistencia de la mentira política y ésta ha sido, desde 1929, patrimonio exclusivo del PRI.

Nuestro sistema político corporativo es sustancialmente alérgico a la libertad de pensamiento. Por eso requiere de mecanismos de control en la prensa y los medios de información. Este clima adverso a la verdad y la discusión es el mejor caldo de cultivo para el rumor, la calumnia, los espejismos ideológicos y las mentiras, porque inhibe la creación de una cultura democrática.

En nuestra prensa y nuestros medios de comunicación con honrosas excepciones la verdad no se razona o fundamenta: se oculta, se distorsiona o se decreta. México ha liberalizado su economía pero no es todavía una sociedad abierta y democrática. Por eso no sabemos si vamos más rápido o más lento. Mientras nuestro sistema político (esa anomalía histórica disfrazada de originalidad) subsista, México no podrá orientar desde abajo y con claridad su destino: fluctuará confusamente como las niñas de la fábula, tomará la verdad por mentira y la mentira por verdad, irá más rápido y más lento.

Reforma

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