Fines de siglo en México
Nueva España, 1792
Después de una siesta histórica de casi dos siglos, los monarcas Borbones se decidían a tomar decisiones, a recuperar el tiempo perdido por los Habsburgo. David Brading ha denominado aquella profunda mutación histórica "Revolución en el Gobierno". Su propósito, en efecto, era menos la modernización de la sociedad que el fortalecimiento del Estado. Mediante un conjunto impresionante de medidas (liberalización comercial, reformas fiscales draconianas, fomento de la agricultura, las obras públicas y la industria, supresión de fueros y privilegios a las corporaciones y la Iglesia, adopción de un nuevo y racional sistema administrativo), intentaron lo que el Conde Duque de Olivares -en otro siglo y otra mentalidad- no había logrado alcanzar: la reversión histórica de la decadencia.
El oleaje de progreso material llegó hasta playas americanas. Es verdad que al instrumentar su nueva política económica España fue, naturalmente, menos generosa con sus colonias que consigo misma, pero el Reglamento de "Comercio libre y restringido" (restringido para las colonias, libre para España) promulgado en 1778 e instituido por los Borbones en su propio beneficio fiscal, no dejó de fructificar en sus dominios trasatlánticos. Nueva España, la mina que proveía más del 60 por ciento de la plata del imperio, reaccionó muy bien a la apertura exterior y logró un progreso económico sorprendente en las últimas décadas del siglo XVIII. La nueva energía se manifestaba en la expansión territorial y el crecimiento demográfico, en un auge minero similar al del siglo XVI y, sobre todo, en el incremento notable del comercio ultramarino.
Aunque aquel impulso liberador de los Borbones modificó para bien la historia económica de España y la de sus colonias, terminó en un derrumbe estrepitoso. La historia de aquel fracaso es un tema tan vasto como el Imperio Español, pero entre las razones del derrumbe, además de las guerras desastrosas en que se vio involucrada, destaca una, eminentemente política: la incapacidad, o la falta de voluntad, para reformar el sistema de poder; la intolerancia -típica de cualquier despotismo, inclusive el ilustrado- frente al ejercicio pleno, y no sólo económico, de la libertad.
La reforma política propuesta por el Conde de Aranda es de sobra conocida. Como hombre de su siglo y como aragonés sensible a los agravios regionales y locales, Aranda proponía conceder preventiva y unilateralmente la libertad a las colonias de ultramar. La cesión tendría la ventaja moral de afianzar el vínculo histórico de aquéllas con España y la ventaja estratégica de prevenir su pérdida total por el avance inminente del poderío norteamericano. Este desahije por parte de la Madre Patria a sus colonias, este acto de arrojarlas a nadar en un mar atestado -literalmente- de piratas, hubiese adelantado un siglo el reloj de la maduración política española e hispanoamericana. Para la metrópoli, hubiese traído consigo una provechosa reducción de su inabarcable esfera de influencia y un acicate para generar por sí misma lo que durante los siglos de pereza colonial había dejado de producir. Para las antiguas colonias, la autonomía concertada hubiese significado un bautizo de madurez. En pleno auge económico, científico y demográfico, segura de sus riquezas y potencialidades pero, sobre todo, segura de sí misma, Nueva España hubiera transitado sin convulsiones ni bautizos de sangre hacia una vida independiente más sólida en lo interior y más fuerte ante el acoso externo. Recuérdese que los Estados Unidos no representaban aún la potencia expansiva en que se convirtieron después. Si el monarca español hubiera escuchado a Aranda, acaso James Monroe no habría imaginado, por impráctica, la doctrina que lleva su apellido.
Nueva España estaba lista para la libertad con respecto a España, pero estaba lista también para otras libertades ya no nacionales: sociales e individuales. El precursor de un régimen de libertades plenas que aun hoy, dos siglos después, no alcanzamos a instaurar cabalmente, se llamó Manuel Abad y Queipo. El propio Humboldt consideró tan claro y convincente su razonamiento en favor de las libertades internas en Nueva España que lo transcribió en su célebre Ensayo. El origen de la postración económica de muchos indígenas, sostenía Abad, estaba justamente en la legislación que en teoría los protegía de todo mal: las remotas Leyes de Indias. Los privilegios concedidos a los indios no eran sino:
Armas que jamás han servido para proteger a aquellos a cuya defensa se destinaban y que los ciudadanos de otras castas emplean diestramente contra la de los (propios) indígenas.
La solución era la libertad: el gobierno debía adoptar "por primera vez ideas liberales y benéficas en favor de las Américas y sus habitantes". Entre estas medidas estaba la división gratuita y el dominio pleno de tierras entre indios y castas, una ley agraria que fraccionara en parcelas individuales la gran propiedad de "tierra inculta", la "libre permisión de avecindarse en los pueblos de indios a todos los de las demás clases del Estado" y la libre apertura de fábricas de algodón y lana.
"México es el país de la desigualdad", escribió Humboldt, pero para atenuar las terribles diferencias de castas y clases, y sacar a los indios de su estado de "abatimiento y miseria", no propuso el fortalecimiento de un Estado protector sino justamente lo contrario: otorgar la mayoría de edad legal a todos sus habitantes. España desoyó a Aranda y así perdió lo que cediendo pudo haber conservado. También desoyó a Abad y a Humboldt, y así propició en Nueva España una revolución costosa y cruel y el nacimiento de una nación de espaldas a sus raíces.
México, 1892
Después de medio siglo de guerras intestinas e internacionales, de revoluciones y pronunciamientos, de mutilaciones territoriales y estancamiento económico, de caos, inseguridad y descrédito, los "liberales-conservadores" de Porfirio Díaz deciden tomar decisiones económicas. El Estado liberal necesitaba recuperar el tiempo perdido en la era santanista y las querellas civiles. Entre la pluma y la espada, los liberales puros de la generación anterior, los liberales de Juárez, no habían tenido tiempo de inaugurar la era de progreso material. Tampoco demasiada voluntad o entusiasmo. A partir de 1880, los más jóvenes dieron vuelta a la página de la historia. Su dios no era ya la libertad sino el ferrocarril.
Orden, paz y progreso fueron los valores paradigmáticos. El orden interno tenía varios aspectos: la política de conciliación con la Iglesia, la domesticación de los poderes legislativo y judicial, la subordinación de los gobernadores al poder central, la doma de los intelectuales con puestos y prebendas ("Este gallo quiere más", decía Don Porfirio) y, desde luego, el sufragio inefectivo y la reelección indefinida. La paz se palpaba en los caminos (vacíos ya de legendarios bandidos buenos y salteadores malos) y en los nuevos puertos que no recibían soldados invasores sino productos de importación y exportación.
Una vez más, como a fines del siglo XVIII; México reaccionó muy bien ante la apertura exterior e inició una etapa de auge sostenido. En 1885 terminó de arreglar su deuda externa. Con la liberalización posterior del comercio interno -abolición de las alcabalas- y la acelerada construcción de ferrocarriles (de 638 kilómetros en 1876 a 19 mil 280 kilómetros en 1910) el País comenzó por primera vez a integrar un mercado interno y a vincularlo con el mundo exterior. La agricultura creció al 4 por ciento, la industria al 6 por ciento y la minería casi al 8 por ciento. A diferencia de los tiempos borbónicos, este crecimiento era amplio y diversificado, tanto en el número de productos de exportación como en su naturaleza. Aunque el peso de plata mexicano circulaba con solidez en Europa, Estados Unidos y hasta en China, no sólo de plata vivía México, también de metales industriales. En 1894 México tuvo su primer superávit presupuestal de la historia. La inversión extranjera -ese sambenito del régimen porfiriano- era mucho más sana, productiva, equilibrada y variada de lo que la leyenda revolucionaria ha querido inventar.
Ni siquiera los más acerbos críticos del régimen -los viejos liberales del Monitor Republicano o los nuevos liberales como Madero-, ponían en duda los números sobresalientes del balance económico porfiriano. Gracias al despotismo ilustrado de Porfirio Díaz y su equipo de "Científicos" --esos "primeros tecnócratas de la historia-- México había logrado un lugar modesto pero respetado entre las naciones de Occidente.
Aunque aquel impulso económico dejó huellas, estructuras y riqueza que la Revolución no borró, el proyecto histórico de Porfirio Díaz terminó igual que el proyecto borbónico: en un fracaso. Cuando celebraba las fiestas del Centenario -y su propio octagésimo aniversario- Díaz se imaginaba viviendo la culminación triunfante, próspera y pacífica de un ascenso histórico. No sospechaba siquiera que en un avatar mexicano del "eterno retorno", advendría no un estadio superior de orden, progreso y paz sino una nueva revolución.
¿Qué le había faltado a Don Porfirio? Muchas cosas, pero ante todo una: escuchar a sus más honestos consejeros que le urgían a completar la obra de libertad económica con su contraparte natural y necesaria: la reforma política. Justo Sierra fue, en repetidas ocasiones, uno de esos consejeros. En cuidadosos discursos en la Cámara, en cartas personales al Presidente y, sobre todo, en las páginas de su obra histórica, dejó bien claro el mensaje que Porfirio no quiso leer (leer no era su fuerte): "sin el hábito del gobierno de sí mismos puede haber grandes hombres pero no grandes pueblos... Toda la evolución social mexicana habrá sido abortiva y frustránea si no se llega a ese fin total: la libertad".
Díaz desoyó a Sierra y abrió él solo -no Madero- las rejas del tigre. Hubiese sido fácil evitar la violencia que sobrevino. En los campos y las ciudades, el reclamo era idéntico al de un siglo atrás: reformar la estructura del poder. El peón del hacendado y del gobierno, el trabajador del empresario y del gobierno, el ciudadano del gobierno y de sus leyes, todos reclamaban ese "fin total" que la Revolución, al completar su ciclo, les volvió a regatear: la libertad.
México, 1992
Una tercera versión del despotismo ilustrado gobierna a México. Su programa económico liberal tiene paralelos muy claros con los dos experimentos que lo precedieron. Había que recuperar el tiempo perdido por los sexenios autoritarios y populistas; había que compensar el despilfarro del santanismo lopezportillista. Una nueva generación de tecnócratas se ha propuesto esta gran tarea. A pesar de su cortísima estancia en el poder, los números económicos y financieros de su gestión son notables. No lo es menos la recuperación del nombre y el crédito externo, su reordenamiento administrativo, su equilibrio presupuestal, su resuelto ataque a los fueros y privilegios del México corporativo en el campo y la ciudad (que Humboldt y Abad habrían aplaudido), la severidad con los salteadores de esta época; su ímpetu fiscal, la apertura a la inversión extranjera y, en fin, la búsqueda de una conciliación respetuosa y definitiva con la Iglesia (que Díaz habría aplaudido). México ha vuelto a demostrar una reacción sana frente a la apertura exterior.
¿Qué falta en el horizonte de México? Prestar oídos a la experiencia histórica, ni siquiera a la de otros países que en el pasado reciente y remoto han transitado por caminos similares; sino a la experiencia propia. La moraleja de nuestros fines de siglo es simple: por más certero que sea el rumbo elegido en las alturas, una liberalización puramente económica no basta y, puede llegar a ser contraproducente si no va acompañada de una auténtica reforma política, una cesión real de poder a la sociedad y un respeto pleno a la libertad política de los individuos que la integran.
En este sentido, la tan llevada y traída adopción del "liberalismo social" como la ideología oficial del PRI y el Gobierno representa un alejamiento de la inaplazable reforma democrática. Lo es, ante todo, por su espíritu de exclusión: a su "derecha" queda el neoliberalismo egoísta, a su "izquierda" el socialismo estatista e improductivo. Sólo ellos quedan en el centro de la razón y la virtud, en el justo medio aristotélico. Como los "liberales restringidos" de los tiempos borbónicos,' como los "liberales-conservadores" de los congresos porfiristas, como los "revolucionarios-institucionales" del alemanismo, sólo ellos integran los opuestos.
En una democracia los opuestos no se integran: compiten. La verdadera naturaleza del "liberalismo social" sí se desprende de sus propios términos: busca integrar programas económicos: y sociales, sobre cuyo contenido y compatibilidad debería opinar el votante, y arroja una cortina de humo sobre el liberalismo original, puro, el liberalismo que quiso consolidar en México la Constitución de 1857, el mismo que Madero vindicó contra Díaz en 1910: el liberalismo político. Los valores esenciales del liberalismo político son la tolerancia, el fomento de la pluralidad, el respeto a la libertad de opinión. No propone un credo: propone la libertad de credos. No propone una ideología excluyente: propone el libre debate de las ideas en los foros públicos. No se erige a sí mismo en juez y parte del rumbo económico y social: deja que la sociedad elija el rumbo a través de los votos.
Entre liberalismo y democracia no hay ambigüedad. Entre la democracia y el "liberalismo social" sí la hay, Un régimen que adopta el exclusivo y excluyente marbete del "liberalismo social" omitiendo, desde su propia definición, cualquier referencia a la vida política, es un régimen que adultera el contenido histórico del liberalismo y pospone una vez más, hasta que "estemos maduros", ese "fin último" del que hablaba Justo Sierra: la libertad.
Este ensayo (en una versión más breve) forma parte del libro Textos heréticos publicado por Grijalbo, que aparece en estos días.
El Norte