El futuro de Marcos
Según José Saramago, gran escritor pero comunista irredento, Chiapas es la Nueva Jerusalén, los zapatistas el Pueblo de Israel, Marcos el redentor, don Samuel Ruiz San Juan Bautista y él, Saramago -presumiblemente-, uno de los apóstoles. No está solo en esa convicción: lo acompañan intelectuales prestigiados, sobre todo en Europa. Se comprende: luego de la caída del Muro de Berlín necesitaban una topía para la utopía: de no haber aparecido Chiapas, la habrían inventado. Junto con esas voces resuenan las de no pocos internautas en el planeta y nutridos contingentes de jóvenes turistas revolucionarios que visitan Chiapas para darse un baño de pureza moral, sentirse pequeños y retrospectivos Ches Guevara, y regresar a sus países henchidos de fervor neoindigenista. En su piadoso peregrinar por los caminos de la selva ven lo que quieren ver: una sociedad polarizada entre indios y militares. Pero no ven la compleja verdad: una sociedad indígena polarizada entre zapatistas y no zapatistas. (No hay que perder de vista que, en la elección del 2 de julio, en los municipios indígenas del 5o. Distrito -la mayor parte de los Altos de Chiapas-, el 70.1 por ciento de los votos fueron para el PRI). México no es un país dividido entre indios explotados y no indios explotadores. México es un país mestizo cuyo problema mayor no es de índole racial sino social y económica: la pobreza y la desigualdad.
El responsable supremo de esta mistificación es Marcos. Antiguo profesor de diseño gráfico, marxismo y teatro, Marcos logró en un brevísimo lapso una reconversión genial, una mutación que el Che Guevara -su ícono interno: pipa soñadora, pluma en ristre y, por añadidura, afección asmática- habría admirado: la metamorfosis de un foco guerrillero convencional, campesino y anacrónico, en un movimiento exitoso y eficaz, una auténtica invención revolucionaria que Gabriel Zaid caracterizó como la primera "guerrilla postmoderna". Aunque se han publicado volúmenes enteros con su obra, las revelaciones sobre su identidad son fragmentarias. Marcos es un misterio dentro de un enigma. ¿Lo seguirá siendo por mucho tiempo? ¿Perderá el halo que lo envuelve al salirse eventualmente de su máscara?
En la nueva era democrática de México, Marcos -apenas un muchacho de 43 años- tiene un campo abierto para discurrir una trasmutación aún más alucinante que la que realizó hace unos años, de la guerrilla convencional a la internética: podría volverse un líder político de la izquierda -hoy tan ayuna de líderes- y así favorecer una política económica contraria al neoliberalismo, que atienda de manera efectiva a los pobres, en particular a los más pobres entre ellos: los indios de México. Su apuesta franca por la democracia se acompañaría del retiro de las tropas federales de Chiapas y el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés. El Congreso legislaría -como en Oaxaca- una modalidad efectiva de autonomía para las comunidades. Este escenario puede parecer utópico, pero para los zapatistas la otra opción es sombría: el paso del tiempo alimentará la tentación del martirio. Y para Marcos, cualquier desenlace, incluso el más romántico de todos -su desaparición en el anonimato, su entrada al universo de la leyenda- sería mejor que el destino de otros caudillos de la historia mexicana: la muerte violenta a manos del enemigo... o de los propios compañeros de lucha.
Cumplida el 2 de julio la transición democrática, a sabiendas de que la inmensa mayoría del país ha optado por las urnas -no por las balas- como forma de delegar autoridad, los zapatistas -guerrilleros al fin- quedarán cada vez más aislados. Ante la postura abierta de apoyo a sus demandas básicas que ha expuesto Fox, Marcos debería reconsiderar la entrada de los zapatistas a la vida cívica como un partido regional o una fracción poderosa en la recomposición de la izquierda. El nuevo obispo de San Cristóbal, don Felipe Arizmendi, seguramente vería con buenos ojos esa salida democrática.
Donde hay gente armada el riesgo persiste. La "sagrada escritura" de la historia mexicana -esa que a juicio de Marcos "escribimos y nos escribe"- puede deparar nuevas sorpresas: así de tumultuoso es el río de violencia sacrificial que la recorre. La podrían provocar, por ejemplo, los últimos nihilistas que secuestraron la Universidad por nueve meses. Sin la cultura literaria ni el aliento romántico de Marcos, recuerdan más bien a los guardias rojos de Mao o a las tropas fascistas de Mussolini. Están además los otros grupos guerrilleros, tramando sus designios desde "el sótano de México". Y el inmenso poder del narcotráfico, soñando tal vez, como en Colombia, una alianza non sancta con ellos. Si el péndulo oscila demasiado en esa dirección, ¿sería insensato descartar una reacción similar desde las oscuras entrañas de la derecha mexicana? Por fortuna, los violentos de cualquier bando o filiación, abiertos o encapuchados, pertenecen a una pequeña minoría: el país ha votado por la democracia. Pero la democracia queda en vilo si no se utiliza como instrumento de vida pública. Es hora de usarla en Chiapas.
Chiapas es un polo excéntrico de México. Entrevistado por una despistada cineasta canadiense en 1998, Marcos -siempre poético- le dijo: "No tengo la más puta idea de qué chingaos va a pasar (perdón por lo de idea)". Era sincero. Pero en agosto del 2000 se renuevan poderes en la entidad: un valeroso luchador social -Pablo Salazar- cuenta con el apoyo de la oposición coaligada, el PAN y el PRD. Si Marcos quiere saber, no lo que puede, sino lo que debe pasar, tengo (perdón) una idea: que no obedezca mandando ni mande obedeciendo, que atienda el resultado de la futura elección, se avenga a dialogar con el futuro gobierno estatal y federal, asegure que el nuevo régimen reivindicará en los Acuerdos de San Andrés la causa de los indígenas chiapanecos, y se incorpore a luchar por sus ideales en la arena en la que todos estamos: la democracia.
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